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Pararse a pensar

¿Te acuerdas del momento en que aprendiste a montar en bicicleta? La mía era una Giordani naranja que me regalaron mis tíos. Yo quería una BH roja, pero entre mis deseos y la realidad siempre ha habido discordancia… Era una mañana muy fría de invierno pero me sentía acalorada. Otra discordancia, de sensación térmica esta vez.

Claro, se avecinaba un reto importante. Habiendo superado el primer paso, la eliminación de uno de los “ruedines” de apoyo, mi padre y yo, de mutuo acuerdo, decidimos que había llegado el momento, tenía que atreverme a avanzar sin ayuda.

La mano de mi padre sujetaba la parte trasera de la bicicleta mientras me daba instrucciones: “Tú mira al frente y no dejes de pedalear”. Y de pronto, me soltó, aunque yo tuve conciencia unos metros después. Esa mezcla de euforia y temor al saber que era yo quien se movía, que él solo me observaba en la distancia, te marca para siempre. Mientras escribo siento los mismos nervios en el estómago.

Para atreverse a parar, hay que armarse de tanta valentía como cuando decidiste ponerte en marcha

En aquel debut hubo, sin embargo, una segunda sensación de vértigo ante lo desconocido, más intensa, si cabe, que la de arrancar: ¿Sabré frenar?. Y esa también te marca. De hecho, pesa mucho ese temor en mi amaxofobia de autovía, conduzco perfectamente en ciudad y en cambio, me tiemblan las piernas al incorporarme a una de las carreteras grandes. Y no me presiona tanto el miedo a acelerar como la sensación de que quizás no sabré frenar cuando llegue el momento de hacerlo.

Esto nos sucede, a veces en la vida, en la profesional y en la otra. Una vez hemos iniciado la marcha, estamos tan ocupados y concentrados en no caernos, en seguir hacia delante como sea, que no queremos plantearnos que en algún momento habrá que frenar porque, si lo pensamos bien, nos entra sudor frío. Para atreverse a parar, hay que armarse de tanta valentía como cuando decidiste ponerte en marcha.

Mi perra no lo sabe, pero uno de los regalos que me ha hecho al entrar en mi vida es obligarme a parar un rato cada día. Si no fuera por ella, yo caminaría, caminaría, caminaría y no pararía, como Forrest Gump. Entonces me perdería la vivencia necesaria de observar, de ser consciente de todo lo que me rodea, de fijarme en los detalles, para poder reflexionar y sacar conclusiones, para mirar más allá de lo evidente. De vez en cuando, hay que parar, hay que pararse a pensar

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