El microscopio y la ética del encuadre

Una contrariedad del desempeño de los juntaletras es que no es imprescindible decir mentiras para mentir. Así de maleable es esta ocupación: lo que para el narrador y el poeta constituye una ventaja y un ensanchamiento de las posibilidades, para nosotros se alza a veces como un gran inconveniente. El día que uno cae en la cuenta, descubre una dificultad añadida para un oficio cuyas aristas, inconvenientes y ángulos ciegos convierten la mejor de las voluntades en una carrera de obstáculos. 

Que se puede mentir con una foto sin fabricarla con posados ni postproducirla con Photoshop es asunto que ya trató a fondo nuestro Savonarola del periodismo, Arcadi Espada, en su sonada polémica con el fotógrafo premio Pulitzer Javier Bauluz por el uso intencional del teleobjetivo y el encuadre para recortar la escena real y componer una poderosa metáfora de la tragedia de la migración norteafricana en nuestras turistificadas costas. Para los que no recuerden el barullo y la imagen, que fue portada de muchos diarios, una pareja de turistas sentados en la arena miran al mar, mientras, tras ellos, unos metros más allá (muchos más metros de los aparentes, gracias al teleobjetivo) yace en la arena el cadáver de un migrante subsahariano ahogado, arrastrado por las olas hasta la orilla y al que parecen permanecer indiferentes los veraneantes. Sin ese encuadre cerrado, como supimos luego, podían verse en la escena muchos otros elementos, como la presencia de servicios de emergencia y agentes del orden, lo que significa que esa indiferencia de los bañistas que la foto convertía en símbolo era, cuando menos, discutible.

Por las habituales razones corporativas que atenazan a las organizaciones gremiales, y seguramente también por los modales siempre destemplados y tronantes de Espada, aquella polémica le costó la expulsión del Colegio de Periodistas de Catalunya. Tenía más razón que un santo, pero idéntica propensión al cilicio, la penitencia y la admonición. Encarnando la causa con la rigidez vocinglera del predicador protestante, nos arrebató, como tantas veces, la posibilidad de que el debate sobre el asunto del encuadre y la honestidad prendiera en el fotoperiodismo español. Al final, como pasa con tantos sepulcros blanqueados enamorados de la voluptuosidad del púlpito, esa pulsión de poder y sometimiento que a tantos echa a perder pudo más que la lucidez intelectual.

No lloremos por el agua derramada y quedémonos con que, al menos para el oficio periodístico (ya veremos que también para otros), existe o debe existir una ética del encuadre. Los que hemos pasado por una facultad de periodismo también sabemos desde el primer curso —sobre el oficio, todo lo importante se enseña en una tarde, por eso lo sustancial de esta artesanía te lo cuentan en el primer curso; el resto de la carrera se dedica a lo imprescindible: historia, economía, derecho, sociología, literatura, filosofía, gramática, politología…— que hay un concepto indispensable para que el arte de contar no se convierta, sin querer, en el arte de mentir.  Ese concepto es “el contexto”. Y, si uno lo piensa con detenimiento, eso no es otra cosa que abrir el encuadre, contemplar con distancia y perspectiva para orientarse y orientar, dado que, como señaló Enric Juliana, habitamos en lo inmenso.

Lo inesperado es que el periodismo especializado se haya revelado como el mayor enemigo de esa vocación de perspectiva. Si tomamos el caso de las causas políticas abiertas contra el entorno del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en distintos juzgados, al leer a los periodistas especializados, a menudo el exceso de detalle procesal se convierte en legitimación. El exhaustivismo de las causas, con autos de 200 páginas, escritos de acusación, tecnicismos sobre lo que se considera prevaricación, cohecho o malversación, el relato gana en apariencia de objetividad y transmite la impresión de que en esas instrucciones hay materia penal. Pero esa densidad en realidad funciona como maquillaje, pues el andamiaje técnico pretende dar solidez a lo que salta a la vista que, en el mejor de los casos, es un montaje endeble.

El astigmatismo, la dificultad para enfocar a la vez lo próximo y lo lejano, invade al experto, que encuadra con nitidez el párrafo 143 del auto pero pierde de vista la obviedad de conjunto. A saber: que la causa tiene un propósito político y nace de una denuncia fabricada, que los indicios son humo e insidia y que la estrategia se encuadra en una patente ofensiva política. Dicho de otro modo, se puede ver el “cómo” del proceso, pero se distorsiona el “para qué”. Mientras el periodista judicial corre el riesgo de perderse en la filigrana técnica, el lector no especializado suele captar lo obvio: “Esto es un intento flagrante de tumbar a Lula da Silva”, o “Esto es una causa fabricada contra Pablo Iglesias”. 

Por eso, cuando José Manuel Calvente, que había sido miembro del equipo legal de Podemos, registró una denuncia múltiple contra el que había sido su partido y empleador por múltiples delitos en sus cuentas, a los periodistas no especializados en judicial les bastó (nos bastó) escuchar su comparecencia ante el juez Juan José Escalonilla para caer en la cuenta de que no había nada sólido para sustentar una causa, más allá de maledicencias internas y suposiciones insidiosas. En cambio, la instrucción que siguió a velocidad de caracol y llena de investigaciones prospectivas el citado Escalonilla mantuvo calientes las ascuas de la sospecha contra la organización durante meses para arribar a la conclusión obvia. Porque los jueces también entierran en pormenores los principios rectores del Derecho. 

Paradójicamente, el lego ve lo que el experto —atado a su protocolo de rigor, a su obligación de escrúpulo técnico— se obliga a dejar en sombra. Y en eso consiste la trampa, en que la sobriedad técnica del experto parece neutral pero acaba prestando verosimilitud similar a las instrucciones sólidas y a las estrategias del lawfare. Al no nombrar lo obvio —la intencionalidad política que alimenta causas como la que el juez Manuel García Castellón siguió contra el entonces vicepresidente del Gobierno por un delito del que el investigado era la víctima obvia (el robo del móvil de una colaboradora con material íntimo)—, contribuye a normalizar lo anómalo en lo que estamos sumergidos: que el sistema judicial es un arma de guerra política y busca preposiciones y adverbios en el derecho penal que le permitan alcanzar su meta.

El sistema judicial es un arma de guerra política y busca preposiciones y adverbios en el derecho penal que le permitan alcanzar su meta

El astigmatismo no es ceguera, es una visión deformada. Del mismo modo, el periodista judicial experto no miente, no inventa, incluso puede ser muy riguroso en su precisión, pero su foco genera una distorsión porque lo nítido está mal calibrado con lo evidente. Como el teleobjetivo que nos hurta el entorno de los hechos, su contexto significativo. 

El periodismo económico hace lo propio, y esta misma semana lo hemos visto con los ríos de tinta en torno al debate sobre la reducción de la jornada laboral, en los que era rarísimo ver alguna mención a la evolución de los beneficios empresariales desde que hace 42 años se fijara por ley la duración máxima de la jornada. Un dato que es, a todos los efectos, el más relevante para encuadrar la discusión. 

El periodista especializado es un crítico de arte que pega la nariz al lienzo de Monet y nos habla con solvencia del trazo irregular, de la gota de óleo, de la aparente accidentalidad de la pincelada y que es incapaz de decirnos nada del puente japonés, el estanque de nenúfares o el jardín de Giverny. Usando una lupa, todo es interesante, incluso fascinante, pero carece por completo de significado, relevancia o propuesta de sentido. 

Nuestro oficio, he ahí la paradoja, ensoberbecido por serio y experto, se vuelve menos clarividente que quien echa una mirada somera a lo que pasa, que sabe que casi siempre las cosas son lo que parecen. Hablamos aquí hace pocos días de cómo los cambios de escala son cambios de categoría. Porque, en contra de la teoría de fractales, que establece que lo pequeño es idéntico a lo gigante, el mundo se rige por la convivencia de la física newtoniana para lo inmenso y la cuántica para lo minúsculo. Lo micro no enseña nada sobre lo macro. Ni en la literatura jurídica, ni mucho menos en la económica. 

La economía doméstica no funciona según las reglas aplicables a la economía de un país, como las reglas contables que someten los libros de cuentas de una pyme no aplican a las empresas cotizadas. Y sin embargo uno de los trucos más baratos y habituales del periodismo económico es pretender que es así y que lo macro funciona como lo micro. No es una metáfora azarosa, sino una distorsión interesada para imponer la austeridad rigurosa del neoliberalismo. Titulares como “Un país no puede gastar más de lo que ingresa”, “Vivimos por encima de nuestras posibilidades” o “Hay que apretarse el cinturón” tratan la complejidad de las cuentas públicas con la ramplonería de la economía del hogar, ignorando deliberadamente herramientas clave de política económica como la política monetaria, la política fiscal o los acuerdos internacionales de comercio para convertir en lógico el rigorismo contable, aunque sea macroeconómicamente suicida en procesos de recesión, por ejemplo. Y de nuevo, se hurta el cuadro.

Grecia no quebró por ser un vecino derrochador que vivía por encima de sus posibilidades sino por la defectuosa arquitectura del euro, el irresponsable papel de los bancos alemanes y franceses, la imposibilidad de devaluar o las políticas antiinflación del BCE. El premio nobel de Economía Paul Krugman se desgañitaba en aquel entonces, desde las páginas de The New York Times, explicando que la macroeconomía no se parece a la microeconomía y, ojo a la metáfora, que no se puede sacar sangre a un paciente desangrado.

En el periodismo cultural, económico o jurídico, el detalle especializado es, a veces, un velo enceguecedor, vendido como herramienta neutral de precisión pero convertido en truco de ocultamiento

Tirar la lupa y mirar al horizonte siempre nos sitúa más cerca de alguna verdad porque una ciudad no se puede describir contemplando una tapa de alcantarilla sino más bien examinando desde lo alto su bullicio de hormiguero o mirando su skyline desde decenas de kilómetros. Cuando una reseña de ópera se centra en la coloratura exacta de un aria omite qué dice esa música sobre el personaje o la época. El periodista experto se ensimisma y nos roba el sentido de lo que contemplamos y acaba dando la impresión de que lo relevante de El Padrino es el encuadre en penumbra de Gordon Willis en vez del drama shakesperiano sobre el aplastante cerrojo biográfico de la familia y la corrupción moral que comporta el poder. 

En el periodismo cultural, económico o jurídico, el detalle especializado es, a veces, un velo enceguecedor, vendido como herramienta neutral de precisión pero convertido en truco de ocultamiento. No siempre por mala fe, sino por inercias del oficio, rutinas profesionales y presión del poder. El mejor periodismo es el oficio de la generalización, de la mirada somera y lúcida que no se obsesiona con el manto de objetividad de lo técnico y se embelesa con la mirada panorámica sobre nuestros semejantes y sus quehaceres. Una empresa que exige que el microscopio sea un medio para entender el paisaje humano, frondoso y brutal que se despliega ante nosotros, y no un velo para ocultarlo.

Una contrariedad del desempeño de los juntaletras es que no es imprescindible decir mentiras para mentir. Así de maleable es esta ocupación: lo que para el narrador y el poeta constituye una ventaja y un ensanchamiento de las posibilidades, para nosotros se alza a veces como un gran inconveniente. El día que uno cae en la cuenta, descubre una dificultad añadida para un oficio cuyas aristas, inconvenientes y ángulos ciegos convierten la mejor de las voluntades en una carrera de obstáculos. 

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