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Qué ven mis ojos

Los necios bailan alrededor de sus casas en llamas como si fuesen hogueras de San Juan

"El miedo es el negocio de quien tiene el puñal"

Un necio es un peligro que se multiplica según el número de oportunidades que tenga de demostrar que lo es, cuánto lo es y lo orgulloso que está de serlo. Y cuando llega arriba del todo, suele provocar una catástrofe. Hitler era ridículo, cómico, pero sus actos fueron monstruosos; Mussolini era un payaso, pero llevó a Italia a la indignidad; Franco era patético, inculto, vulgar, la perfecta imagen del imbécil por los cuatro costados, pero también fue un carnicero sádico que hundió España en un mar de sangre durante cuatro décadas; Stalin jugaba a campesino, a hombre llano, elemental, pero disfrutaba asesinando a inocentes y desató un terror cuyas cifras millonarias producen vértigo. Ese póquer de miserables tiene más cartas en su baraja siniestra, pero también tiene un mensaje: los cuatro disfrutaron de un enorme apoyo popular en sus países, donde algunos los jalearon y otros los añoran todavía, o al menos los justifican, hacen matices sobre ellos. A nivel local, las colas en la capilla ardiente del Funeralísimo, como lo llamaba Rafael Alberti, lo explicaban todo en 1975; y que continúe disfrutando de una eternidad impune en su vergonzoso monumento funerario del Valle de los Caídos, lo sigue dejando muy claro todo, a día de hoy.

El mundo ha involucionado desde que el veneno del neoliberalismo se hizo con el timón. Esa disciplina disfrazada de teoría económica es una forma de totalitarismo, una vulneración de la democracia como todas las que pretenden organizar las sociedades con un sistema de castas donde los que lo tienen todo cada vez tienen más y el resto son sus esclavos; sus métodos son menos violentos en la superficie pero tienen el mismo resultado en el fondo, la diferencia es que ahora sus jefes hacen una reforma laboral como antes sacaban los tanques a la calle, pero el abuso, la desigualdad y el clasismo son el pan suyo de cada día. Son otras armas, pero es la misma guerra.

Y la táctica es igual, por supuesto: los poderes en la sombra, las manos que mecen la cuna y saben la combinación de la caja fuerte, gobiernan desde lejos, sin dar apenas la cara, y buscan una mujer o un hombre de paja que arda en su nombre si las cosas se ponen feas. El problema es que esas marionetas que dan la cara siempre tienen algo que decir y según se afianzan en sus despachos van ganando terreno, no quieren sólo su parte del pastel, también quieren cortarlo y servirse su ración con su propio cuchillo. Eso fue Margaret Thatcher, cuyo apodo, dama de hierro, debió dar miedo y sin embargo provocaba admiración; eso fue Ronald Reagan, de puertas para fuera otro granjero campechano que salió de sus películas del oeste sin quitarse la pistola de la cadera; eso son el FMI o la Europa del inenarrable Salvini y sus fronteras selladas; eso es Donald Trump, a quien nada define mejor que el título de una novela de Chester Himes, Un ciego con una pistola, pero que no sólo ha llegado a la Casa Blanca con millones de votos respaldándolo, sino que será reelegido en las próximas elecciones; eso sería un Albert Rivera si le dejasen y eso han sido y son todos los jefes del PP, cuyo patriotismo del todo a cien consiste en que lo que hacen con las manos le lleve la contraria a lo que dicen con la boca, es decir, en saquear el país por el que juran estar dispuestos a dar la vida, empobrecerlo y llevarse los millones a un paraíso fiscal a la vez que ondean una bandera cada vez más grande porque hacen falta muchos metros de tela para hacer tantas vendas para los ojos de los incautos o los cómplices.

Y eso es Jair Bolsonaro, el ultra que está llevando Brasil al desastre y al mundo al mismo sitio, con la destrucción de la Amazonia, uno de los pulmones de este planeta contaminado pos sus propios habitantes, que al destruir el ecosistema del que viven demuestran que se puede ser al mismo tiempo el más listo y el más estúpido de los animales de la Tierra. La deforestación de esas selvas se multiplica bajo el Gobierno de ese individuo al que han hecho presidente las urnas y que ha flexibilizado los controles ambientales, algo que ya anunciaba en su programa, ha reducido el presupuesto dedicado a la prevención y el control de incendios un 38,4% y el de la llamada agenda climática, un 95%; está ultimando una ley que permita la extracción minera en las tierras indígenas y, naturalmente, se ha rodeado de un grupo de ministros a su altura, que cuestionan el calentamiento global con cuatro frases que les aplauden cientos de miles de inocentes, en el peor sentido de la palabra. Entre el 1 de enero y el 22 de agosto de este año se han registrado 76.720 focos de incendio, un 85% más que en el mismo periodo de 2018, pero esa gente baila alrededor de las llamas, como si fuesen hogueras de San Juan.

La pregunta está clara: ¿Ser presidente de Brasil te hace dueño de la Amazonia? La respuesta es obvia: lo es igual que lo sería considerar propietario del Museo del Prado al inquilino de turno de la Moncloa, así que el puesto no faculta a quien lo ostenta ni para quemar Las Meninas ni los bosques de un mundo que se ahogará sin ellos. Francia ya ha propuesto, en la reunión del G7, crear un fondo mundial para salvar los árboles, pero los famosos líderes del primer mundo reunidos en Biarritz no dicen nada de los culpables de que esa hecatombe se haya desmandado y amenace el futuro de todos, no sólo del necio de turno con mando en plaza, ni el de sus guardaespaldas o sus seguidores. Ayudar está bien, reforestar, lo mismo. Pero el problema de fondo es otro y no tiene otra solución que declarar intocable aquello que sea patrimonio medioambiental de la humanidad. La maquinaria sin embargo es perversa, porque el neoliberalismo, cada vez más racista y con más manga ancha para las nuevas expresiones contemporáneas del viejo y temible fascismo, ha invadido la democracia, actúa desde dentro de ella y en su nombre mientras la devora, como esos parásitos que se comen poco a poco al insecto del que se alimentan, lo vacían desde su interior, lo convierten en una cáscara y después del último bocado, lo abandonan.

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