La politización de la violencia

No sabemos cuándo Estados Unidos será capaz de no ser un país armado y damos por seguro que la matanza de 19 menores en la escuela de Uvalde no va a cambiar las leyes. Aun así, conscientes del bloqueo norteamericano, la tragedia nos conmociona como si fuera propia. En realidad lo es. Inconscientemente, pasamos los traumas colectivos por nuestras vivencias personales. Cada tiroteo mortal me transporta a Cincinnati, mi segundo hogar durante años, a las barbacoas de los domingos con campo de tiro en los backyard. Cada joven con acceso a un arma me lleva al suicidio de mi vecino Keylor, que con 19 años cogió la pistola de la mesilla de noche de su madre, salió al jardín trasero frente a mi casa y disparó. El vecindario se enteró por el grito desgarrador de su padre al descubrir el cuerpo. Conmocionados por su imagen de rodillas, derrumbado, sujetando el cuerpo adolescente ensangrentado. La madre de Keylor es una republicana convencida, militante de Trump, líder vecinal de las campañas a favor del uso de armas. Se puede conocer un país por la vida de un barrio y, desde Newtown, hay decenas de ejemplos de cómo detrás de cada tiroteo, cada uso mortal de una pistola, hay toda una cultura y un negocio. Detrás del asesino de Uvalde, hay un país incapaz de frenar la barbarie provocada por un negocio multimillonario

Percibir la violencia cotidiana de los otros es fácil. Pero este shock debería hacernos reflexionar sobre la propia. De los distintos niveles de agresividad que la política, lejos de frenar, va inoculando en la sociedad. No pretendo comparar la matanza en la escuela infantil en EEUU con nuestra actualidad. Pero sí poner el foco sobre cómo se disemina y cómo, si no lo evitamos, acaba transformándonos. 

Llevamos varios días indignados por los saltos mortales de dirigentes de Vox, del PP y sus afines con declaraciones que afectan a la convivencia. Solo en el mes de mayo se investigan seis violaciones grupales en Málaga, Valencia, Granada, Almería y Villareal. En medio de este horror, escuchamos a Isabel Díaz Ayuso cargar contra el derecho de las jóvenes a llegar tarde a casa, con dos copas, después de una fiesta. Para Ayuso la culpa es de ellas y el alcohol, no del agresor. Hay en esa frase una violencia intrínseca y deliberada. Diana Queer estaba pasándoselo bien en las fiestas de A Pobra y a las dos de la madrugada decidió irse sola a casa. Marta del Castillo quedó con su amigo Miguel y nunca volvió. La joven víctima de La Manada confió en un grupo de salvajes en plenas fiestas de los Sanfermines. 

La cruzada ultra contra la educación sexual es otro tipo de violencia indirecta. Así como prohibir las charlas LGTBI en los colegios mientras nunca salen a condenar las agresiones homófobas. Los expertos ven una relación directa entre el tipo de pornografía que consumen los adolescentes y las violaciones en manada. Cuando Vox pide prohibir la educación sexual, con el silencio cómplice del PP, dejan a las familias desprovistas de una herramienta básica para la sexualidad sana de los menores y la libertad e integridad de las jóvenes. Y nada de esto es ajeno a las agresiones que se denuncian cada semana.

Tampoco merecemos vivir en un país donde se discrimine por cualquier discapacidad. Las palabras del vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo, a una procuradora del PSOE con una discapacidad a la que responde “como si fuera una persona como todas las demás” son puro Vox. Pero cuando Feijóo no condena el insulto porque es un asunto local, lo está legitimando. Cuando Mañueco no lo desautoriza, le está dando luz verde. Escuchamos a Javier Negre llamar "hija de puta" en sede parlamentaria a la diputada de Bildu Mertxe Aizpurua y tampoco va con ellos. Santiago Abascal defendió en 2019 "un cambio radical de la ley" para legalizar el uso de las armas. Tampoco se inmutó el PP. Es difícil imaginar a votantes del PP apoyar la discriminación a una persona con discapacidad. Pero las encuestas le dicen a Feijóo que si dicen algo contra Vox el resultado es incierto: puede favorecerle o perjudicarle. Entonces callan. Y ese es el único termómetro actual de los populares. 

La ultraderecha está esparciendo distintos tipos de violencia que solo el PP puede contener. Lejos de condenarlo, Ayuso dobla la apuesta y Feijóo se pone de perfil

Esta dinámica va más allá de quién gane elecciones. Rompe los consensos básicos de la convivencia, extiende la sensación de desamparo social y la frustración ante la normalización de la barbarie cotidiana. La escritora Min Jin Lee ha escrito tras la matanza: nuestros cuerpos no están diseñados para absorber y procesar tanta violencia, pérdida y dolor”. Es cierto. Por eso hacen falta leyes y los mensajes asociados a toda norma. La ley del solo sí es sí saldrá adelante previsiblemente hoy con las burlas y menosprecio de la derecha sobre el consentimiento afirmativo. “¿Ustedes van diciendo sí, sí, sí hasta el final?”, decía Cayetana Álvarez de Toledo. Un ejemplo clarísimo de por qué necesitamos leyes que nos protejan y al mismo tiempo extiendan la cultura de qué sociedad queremos.  

Porque las tragedias y las agresiones no ocurren en el Congreso sino en los barrios. En los espacios donde convivimos. Y los partidos son responsables de ponerle freno. La ultraderecha está esparciendo distintos tipos de violencia que solo el PP puede contener. Lejos de condenarlo, Ayuso dobla la apuesta y Feijóo se pone de perfil. El PP está normalizando a Vox como un medio para asegurar un resultado electoral. No sabemos si defender la política pandillera, tabernaria, convertir en culpables a las jóvenes que vuelven solas a casa da votos. Lo que sí sabemos es que la falta de condena de toda violencia la inocula. 

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