El peligro del complejo industrial y de espionaje

Nos hemos visto obligados a crear una industria armamentística permanente de enormes proporciones. […] y reconocemos la necesidad imperiosa de este desarrollo. Sin embargo, no debemos dejar de comprender sus graves implicaciones. Están en juego nuestro trabajo, nuestros recursos y nuestros medios de vida. También lo está la propia estructura de nuestra sociedad.

En los consejos de gobierno, debemos protegernos contra la adquisición de una capacidad de influencia, buscada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial para el aumento desastroso de un poder equivocado existe y persistirá. Nunca debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta y bien informada puede obligar a que la enorme maquinaria industrial y militar de la defensa encaje adecuadamente con nuestros métodos y objetivos pacíficos, para que la seguridad y la libertad prosperen juntas.

No es el discurso de ningún activista antibelicista, sino el discurso de despedida del presidente estadounidense Dwight Eisenhower. En esta célebre y celebrada intervención, Eisenhower advertía a los ciudadanos norteamericanos de los riesgos de la aparición de un complejo militar-industrial capaz de intervenir en los procesos democráticos aumentando los medios militares y el apetito de volver a la guerra.

Esta advertencia no solo resulta premonitora a la luz de guerras innecesarias avivadas por intereses financieros de esta industria (como los del vicepresidente Dick Cheney durante la Segunda Guerra del Golfo), sino también por la progresiva aparición de otro complejo que ha recibido menos atención: el Complejo industrial y de espionaje. Una industria capaz de aumentar y capturar el gasto en defensa a través de la privatización de actividades como la recopilación y análisis de datos.

Este proceso se inició con el ataque de Reagan al sector público, cuando se empezaron a privatizar ciertas labores de espionaje gubernamental. Pero no es hasta el shock del 11-S cuando la tendencia de limitación de gasto en defensa post-1990 (consecuencia del final de la Guerra Fría) se invierte en favor de un aumento exponencial en este tipo de partidas presupuestarias. Así, entre el año 2000 y el 2010 el gasto en inteligencia no solo aumentó en un 250%, sino que además hasta un 70% de este gasto fue a parar a contratistas externos, según informaba el Washington Post. Por poner este aumento en contexto, la cifra en 2010 se sitúa en los 55.000 millones de dólares, 8.000 millones más que el Departamento de Estado (el equivalente norteamericano al Ministerio de Exteriores que coordina y financia toda su política exterior).

El complejo industrial y de espionaje ha socavado mecanismos democráticos, capturado fondos que podrían destinarse a otros servicios públicos y colaborado en la violación de derechos fundamentales en EE. UU. y el resto del mundo

Si en los anteriores artículos de esta serie especial sobre espionaje exponíamos por qué deben preocuparnos las prácticas de las agencias de inteligencia de nuestras democracias y cómo alcanzar un control de las mismas, esta serie especial concluye con una llamada de atención a la privatización de estas prácticas. Si las privatizaciones que se empezaron a dar en los años ochenta a ambos lados del Atlántico consistieron fundamentalmente en privatizar beneficios pero socializar pérdidas, esta resulta incluso más preocupante por la capacidad de incrementar ese gasto en vigilancia y defensa y, más preocupante, en dificultar enormemente el control democrático y efectivo de sus operaciones. Esta obstrucción se puede dar de dos formas: en la colaboración con las agencias estatales en la intercepción masiva de sus propios clientes y a través de la externalización de tareas y puestos de trabajo.

En lo relativo a esta ayuda, hoy sabemos gracias a Snowden que Facebook (ahora Meta), Apple, Palantir o Microsoft colaboraron con el programa secreto PRISM, desarrollado por la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA), que permitía usar palabras clave para interceptar casi cualquier comunicación de sus usuarios (correos electrónicos, mensajes de chat, fotos, etc.). Lejos de hacerlo a regañadientes, empresas como Microsoft trabajaron estrechamente con la NSA para burlar el sistema de encriptación de sus propios servicios, tales como Outlook o Hotmail. En otras palabras, las grandes tecnológicas han sido en numerosas ocasiones colaboradoras necesarias para este tipo de abusos. 

Asimismo, este complejo aumenta el gasto público en defensa a través de la contratación sistemática de exfuncionarios públicos en empresas que externalizan actividades de inteligencia, como Booz Allen o Carlyle Group, produciendo una fuga de cerebros desde el sector público hacia el privado (demostrando una vez más que la privatización de servicios está lejos de representar ninguna panacea). No obstante, este aumento del gasto público es incluso más evidente en los casos en los que grandes tecnológicas seducen a gobiernos (nacionales o locales) para utilizar sus productos de vigilancia, aparentemente más eficaces. El mejor ejemplo de este tipo de prácticas lo representa la multinacional Palantir, que logró capturar un enorme porcentaje del presupuesto asignado para cuestiones de seguridad nacional. Para ilustrarlo, y pese a que sabemos que Palantir trabaja codo a codo con la NSA, usemos un ejemplo policial, puesto que los contratos con los servicios de inteligencia son confidenciales y solo salen a la luz gracias a denunciantes. La empresa, que en este momento está siendo investigada por el Departamento de Defensa de los EE. UU. por potenciales trampas en estos concursos públicos, consiguió persuadir al Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD) para introducir Gotham, su software estrella, en sus operaciones. Antes de continuar, resulta esencial contextualizar el peso del LAPD: su presupuesto es de casi 20.000 millones de euros, casi el doble del presupuesto en Defensa de España. Tras varios años de uso, y cientos de millones de dólares invertidos, se demostró que el programa reproducía sesgos racistas sin que fuera acompañado necesariamente de una mayor eficiencia. Como advierte Eisenhower a tenor de su equivalente militar, el complejo industrial y de espionaje logra intervenir en el diseño de políticas públicas para aumentar el gasto en seguridad en nombre del “riesgo-cero” a través de la predicción al mismo tiempo que pone en peligro principios democráticos como la no discriminación por motivos raciales.

Para terminar, esta privatización ha llevado a situaciones absurdas como la de que miembros de los comités legislativos encargados de la supervisión de cuestiones de inteligencia no tengan acceso a documentos a los que más de un millón de contratistas privados sí pueden acceder, poniendo en peligro el control democrático de estas operaciones. El complejo industrial y de espionaje ha socavado mecanismos democráticos, capturado fondos que podrían destinarse a otros servicios públicos y colaborado en la violación de derechos fundamentales en EE. UU. y el resto del mundo. Si bien esta es una realidad por ahora limitada al mundo anglosajón, particularmente EE. UU. y Reino Unido, no podemos olvidar cómo surgen también en esos países las privatizaciones que luego se extendieron al resto del mundo occidental. Esta vez, hemos de conocer las consecuencias de estos procesos y su particular sensibilidad cuando se trata de cuestiones de seguridad nacional y derechos fundamentales.

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