Telepolítica

Así ganaron las elecciones Puigdemont y Arrimadas

Acertar las quinielas en lunes siempre ha sido sencillo. Después de todas las elecciones, muchos analistas llegan a la conclusión de que ha sucedido lo que esperaban. En las catalanas, ni siquiera después de ver los resultados se entiende bien la quiniela. Esta campaña es un paradigma de la revolución que están viviendo en todo el mundo los procesos electorales.

Estos últimos comicios tienen que ver más de lo que podemos imaginar con lo acaecido en algunos de los procesos más recientes en el Brexit, en Francia, en Italia o en Estados Unidos. La revolución digital ha estallado y ha transformado nuestra vida y la forma de interconectarnos con nuestro entorno. La comunicación política ha modificado de forma radical su esencia.

Tras la reinstauración de la democracia en España, vivimos profundas transformaciones. La más significativa fue la irrupción de los medios audiovisuales, particularmente la televisión, como principal canal de comunicación entre la política y los electores. Poco a poco, la influencia de la prensa fue decayendo, lo que implicó un cambio en el propio lenguaje de la comunicación. La televisión impuso sus reglas. Una de las más importantes es la potenciación de los elementos formales y emocionales por encima de los basados en la reflexión y la profundidad conceptual.

La transformación que implicó el lenguaje televisivo sobre el lenguaje político se está elevando a la enésima potencia. La sociedad vista como conjunto carece de sentido. Hoy conviven multitud de círculos sociales en ocasiones interrelacionados y a veces totalmente aislados unos de otros. Mediante Facebook o los chats de Whatsapp, por ejemplo, conformamos grupos de afines con los que buscamos elementos de coexistencia e integración. En el mundo digital, la gran batalla se plantea por el control de los conocidos como walled gardens (jardines vallados). Hay empresas dentro de las campañas políticas que ofrecen infiltrarse en estos grupos para ejercer influencia no percibida como tal por los miembros de la comunidad. Directamente, puede comprarse el acceso.

Esta disgregación de los canales de contacto con la política abarca desde medios tradicionales como la prensa o la televisión, hasta las pequeñas e influyentes comunidades digitales. Se nutre de contenidos adaptados a cada vía, pero necesariamente tienen que mantener mensajes comunes y coherentes, siempre basados en la simplificación, en su brevedad y en su fuerza emocional. Fuera de este formato no cabe una mínima eficacia. Esto ha terminado por modificar, sin posibilidad de retorno, la concepción del lenguaje de la propaganda y la información política.

Es la base de lo ocurrido en Cataluña. El éxito de la campaña de Puigdemont se ha cimentado a partir de un discurso puramente digital. Una única idea ha marcado todo su argumentario, la de elegir entre la democracia representada en la república presidida por él mismo y el autoritarismo encarnado en Rajoy. Un escenario bélico entre buenos y malos. Sin matices. Sin contenido. Sin explicaciones. Basta con buscar ejemplos aislados que certifiquen la existencia de esa guerra y difundirlos a través de todas las redes disgregadas, desde TV-3, los chats de ANC o cientos de foros e hilos de discusión. Ahí entra todo, desde la intervención policial del 1-O hasta la lamentable declaración de Sáenz de Santamaría achacando a Rajoy la situación de los líderes independentistas. El dilema era emocional, aglutinador y enardecedor. Es la última batalla. O el poder opresor o la victoria del pueblo unido codo con codo. Al frente, según sus seguidores, un líder condenado al exilio, dedicado 24 horas al día a reivindicar ante el mundo la valerosa contienda de un pueblo que lucha por la libertad.

Algo parecido ha sucedido con Ciudadanos. Su mensaje no ha sido muy diferente estructuralmente. De nuevo, hay dos bandos enfrentados. Por un lado, el independentismo oficialista, excluyente, supremacista, derrochador, provocador y clasista. Enfrente, humildes familias de laboriosos catalanes procedentes de familias emigrantes maltratados, señalados y aislados por el mero hecho de tener sentimientos de pertenencia a una España democrática, abierta, plural. Tradicionalmente escondidos por temor a la persecución del intransigente régimen independentista, tenían por fin la oportunidad de salir a la calle y reivindicar con orgullo que no estaban solos, que eran muchos y que estaban preparados para reivindicar su dignidad maltratada. Representados, para sus votantes, por Inés Arrimadas, una mujer valiente, firme, limpia de corrupción y dispuesta a enfrentarse al poder establecido con la cabeza en alto.

Puigdemont y Arrimadas han sido los grandes triunfadores de la campaña de propaganda política vivida en las últimas semanas en Cataluña. El resto parece haber cometido todo un repertorio de errores, especialmente amplificados por su disonancia con el lenguaje digital imperante.

ERC ha tenido un comportamiento desconcertante estas semanas. Empezó reconociendo errores en la actuación durante el procès. Con su líder en prisión, no han sabido explotar esta situación y Junqueras ha quedado olvidado en el fragor del atracón informativo. Marta Rovira ha sido un disparate como candidata afirmando un día que los tanques iban a arrasar las calles de Cataluña sin prueba alguna, defendiendo la unilateralidad por la mañana, para por la tarde afirmar que la bilateralidad era la solución. ERC ha intentado hacer valer su pedigrí como partido honrado y coherente frente a un PDeCAT, heredero de la desgastada Convergència del pujolismo, inexistente de cara a los votantes encandilados con la luz del faro que suponía esa plataforma de combate llamada Junts Per Catalunya, apoyada implícita y explícitamente por entidades soberanistas como la ANC.

El PSC ha sufrido una enorme decepción. Parecía que era su oportunidad hace apenas cuatro semanas. No ha sabido o no ha podido imponer su terreno de juego ganador. Se trataba de hacer visualizar la existencia de dos bandos enfrentados, pero cohabitantes del mismo país. Los socialistas debían representar la ilusión por el hallazgo de la paz y la reconciliación. Con el fin de salirse del frentismo cometieron un error. Se ciñeron a hablar de programas e iniciativas y se olvidaron de que esto iba de entrañas, de sentimientos, de corazón. Nunca le dieron valor emocional a su propuesta. Frente a la épica de los bandos en guerra, siempre aparecieron como unos buenos chicos sin capacidad para distraer a nadie en su puesto en la batalla.

Peor aún les ha ido a los comunes. Una situación similar a la del PSC caracterizaba su apuesta. Además de la falta absoluta de generar ilusión, pasión y esperanza hay que sumar una recurrente equidistancia imposible de entender por quienes vivían en plena conflagración. Mientras la gente buscaba movilización y marchaba junto a los suyos, Domènech y Colau pedían detenerse y fiarlo todo a una supuesta solución pactada tan lejana como intangible. Pura ensoñación de sacerdotes que pedían a los soldados que dieran un paso atrás cuando las trompetas congregaban a las tropas ante la batalla final.

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La CUP ha sido finalmente la única que ha pagado los platos rotos de los desastres del procèsprocès. Su inmovilismo ha sonado ridículo. Desobediencia, insumisión y mantenimiento de las posiciones en el castillo imaginario que significó la DUI simbólica. El pueblo al que dirigían su discurso se había marchado ya. El procés habría fracasado, pero la guerra aún estaba declarada y había batallas gloriosas aún por ganar. Mientras, la CUP contaba que ya estaba todo ganado tras la DUI y bastaba con enchufar el nuevo electrodoméstico. Quedaron aislados como un grupo de disparatados ajenos a la realidad que tocaba afrontar.

Lo del PP tiene poca interpretación en términos de comunicación política. Su apuesta ha sido coherente con lo realizado por el Gobierno de Rajoy en Cataluña estos años atrás: nada. No tenían programa, ni propuestas, ni alternativas. El único logro era la patética visión de que con el 155 todo ya se había solventado y que el independentismo estaba finiquitado y abatido. La verdad es que tiene mérito que hayan alcanzado tres diputados.

Tiene poco sentido discutir a estas alturas si la nueva comunicación política es mejor o peor que en el pasado. Si es más superficial. Si es puro efectismo. Da igual. Es la que es. Quien lo discuta, ni siquiera será escuchado.

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