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La crucial diferencia entre la discrepancia y el odio

Permíteme que no hable de Ucrania. Me interesa y sigo con atención la invasión y sus devastadoras consecuencias. Deja negro sobre blanco, por cierto, lo importante que es una buena información internacional, esa de la que a veces recelamos con desinterés, ensimismados en empequeñecedores debates nacionales, a menudo estériles pero con muchos retuits y likes

Cada día publicamos en infoLibre muchos artículos relevantes sobre el conflicto, huyendo del horror tratado como negocio a golpe de click y apostando por temas de fondo que incluyen valiosos análisis y reportajes de Mediapart, nuestro periódico hermano en Francia, desde suelo ucraniano.

Como le ocurre a Clara Ramas, me pongo a cubierto frente a la capacidad para escupir sentencias que florece en las redes sociales. Yo tampoco sé “lo suficiente como para decir qué deberían hacer en cada minuto la UE, la Moncloa, Bruselas, Berlín, el Elíseo o el centro de mando de Zelenski, pero debo de ser la única”. Ella lo expresa en su reciente columna mucho mejor que yo. No es que no tenga alguna opinión, pero lo que sí tengo es un cierto pudor. 

El mismo pudor me hace tentarme la ropa cuando, mientras resuenan los ecos de las bombas, tan lejos y tan cerca, en España se consuma el primer Gobierno de coalición con la extrema derecha que, ya es casualidad, tan cerca ha estado de Putin. Vivimos una política de alta tensión hasta el último segundo (que se lo digan a Alberto Casero), pero el pacto en Castilla y León se ha alcanzado con premeditación y alevosía, mucho antes de que se convocase siquiera el debate y votación de investidura. Y parece haber ocurrido poco menos que por accidente, como cuando te mojas porque te ha sorprendido la lluvia sin paraguas. Yo no quería, pero claro, no depende de mí. Ha ocurrido así. ¡Qué se le va a hacer, eso me pasa por salir del coche oficial!

Cuando oigan marcar distancias con Vox a algún dirigente supuestamente moderado que parece (no anticipemos nada, que la forma es la garantía de las cosas) que podría convertirse en presidente de un PP en medio de un profundo debate interno y unas primarias muy competidas (ejem), pidámosle hechos, responsabilidades por sus actos. La prueba del algodón no falla cuando hay que escoger entre tener el poder o mantener la vergüenza y las convicciones. De nuevo, el pudor. 

Después vendrá la búsqueda de culpables para difuminar a los responsables. Bien arriba en la lista: la izquierda. Alfonso Fernández Mañueco balbuceaba este viernes para explicar qué es la “inmigración ordenada” y la “violencia intrafamiliar” (se sabe cómo empieza ese camino, pero no cómo acaba). El mismo que convocó unas elecciones cuando podría haber seguido gobernando dos años más con Ciudadanos ahora dice que entre estabilidad y elecciones, el PSOE le obligó a repartirse los sillones con Vox durante cuatro años. Como lo que estaba claro es que él no podía perder la presidencia, o se la garantizaba gratis la izquierda o tenía que darle todo lo que pedía a la extrema derecha. Una lógica inapelable. 

Por último vendrán los espejos. Hay en cierta derecha una tendencia a la autojustificación que parte de criticar primero algunas conductas políticas como si fueran el anticristo y luego imitarlas con esmero. Sólo así puede entenderse que cuando se critican los pactos con Vox (que comenzaron, con fotos y documentos, en la era de Casado) se mencione a EH Bildu o a Carles Puigdemont. Es decir, que tu margen y límites para los acuerdos no los determinan tus convicciones (de hecho, tú marcas distancias con Vox) sino el alcance de la maldad que tú ves en tus adversarios políticos. De tal modo que decir ETA o separatismo te da carta blanca para pactar con quien niega la violencia machista o criminaliza la inmigración. Cuanto peor pueda ser tu adversario a tus propios ojos, más puedes abrazar tú la misma maldad que criticas. 

Toda sociedad democrática debería esforzarse en trazar la fina línea roja entre la discrepancia y la intolerancia: eso es lo que está en juego con el trato a Vox

El espejo que se coloca entre Gobiernos de coalición de PP y Vox, por una parte, y PSOE y Unidas Podemos, por otra, se hace añicos con sólo recordar la mítica frase del desaparecido Pedro Zerolo. Hace no tanto, reivindicaba derechos para las personas LGTBI diciendo algo sencillo y aplastante: “En su modelo de sociedad no quepo yo. En el mío sí cabe usted". 

Todo está ahí, en la fina línea roja entre la discrepancia y la intolerancia que toda sociedad democrática debería esforzarse por trazar. Porque el respeto por el discrepante (por el diferente, sobre todo si es una minoría) es una de las razones de ser de una democracia llamada, en consecuencia, a aislar a los intolerantes. 

Por supuesto: la izquierda criticará a la derecha y la derecha criticará a la izquierda. La clave es si están dispuestas a soportarse, a otorgarse mutuamente carta de naturaleza, a debatir sobre sus discrepancias y, por qué no, en algunos momentos a alcanzar acuerdos por el bien de todos los ciudadanos. Mezclar elementos identitarios y sentimientos espoleados al margen del debate ideológico lo complica todo aún más pero, al mismo tiempo, hace más valiosa y necesaria la reivindicación del respeto. 

Como decía Ignacio Sánchez Cuenca en un artículo reciente, “Vox representa una amenaza para el sistema democrático, mientras que Unidas Podemos, no”. Para empezar, porque Vox defiende activamente la ilegalización de partidos políticos que no se adapten a su idea de país (ver Agenda España, página 8). Además, Vox excluye a personas por el mero hecho de ser quienes son, independientemente de sus actos. A las personas migrantes las asocia al delito, a las LGTBI les niega derechos y las trata en ocasiones como enfermas (a las que les convendría acceder a terapias de conversión), a las feministas que tan solo reclaman la igualdad efectiva con los hombres las insulta como peligrosas radicales que supuestamente amenazan no sé qué modelo de sociedad. 

Nada de esto defiende Unidas Podemos a la inversa. Como decía hace unos meses Eduardo Madina, “Vox es la única formación política que considera que esas formas de vida no caben”, mientras que Unidas Podemos no defiende que sobre nadie “en ninguna Iglesia, en Pozuelo o en la dirección del PP”.

Es más, peligrosas ‘bolivarianas’ como Yolanda Díaz pactan parte de sus reformas más destacadas con la patronal, además de con los sindicatos, probando cómo, en ocasiones, la centralidad en una sociedad (no confundir con el centro, la ambigüedad o la equidistancia) pueden alcanzarse desde la izquierda. Una parte de esa izquierda debería también reflexionar sobre la utilidad de algunas trincheras. De nuevo, discrepar no es excluir. Parece un matiz, pero ahí nos lo jugamos todo, empezando por un debate público que no alimente los peores monstruos de la antipolítica. 

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