Caníbales
Las ventanas de las niñas
Primera piscina del verano.
Los niños andan (más) sueltos.
Los mayores saltan de ventana en ventana, como si la conversación fuera la pantalla del ordenador. "Lo siento: para mí es un alivio", dice uno. "Odio la corrupción y no votaría jamás a este Partido Popular, pero no ha pasado lo peor". Nadie pregunta qué es lo peor porque otro habla de Islandia y su entrenador a tiempo parcial. Todos van con Islandia. "Ha perdido Djokovic", avisa un tercero pegado al móvil. "¿Sabéis quién se ha separado?", pregona un cuarto. "Da igual lo que no haya pasado, Rajoy no va a ser presidente", predice el quinto.
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Los niños saltan a la piscina y hablan de sus cosas.
– Me hizo bullyingbullying: me llamó atontado y soy más pequeño que él.
– Eso no es bullying: eres un atontado.
Se ríen.
Cinco niños y una niña juegan al fútbol.
Cuatro niñas juegan a las cartas y hablan.
– En mi clase dicen que mi color favorito no puede ser el negro, que soy niña y tiene que ser rosa.
– A mí el rojo. Y el azul. ¿Por qué tenemos que ir de rosa?
La niña futbolera se suma:
– Los chicos de mi equipo no me pasan el balón porque soy niña, pero soy la mejor delantera que tienen.
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El otro día, colgué en Facebook esta columna y un montón de mujeres hicieron catarsis: cada una escribió su primer recuerdo de acoso. Todos iban acompañados de miedo, humillación y culpa. Todos se repitieron.
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Al día siguiente, recibimos amigos antiguos y buenos, y recordamos el cole de esa infancia tan mitificada y tan lejana. "Había menos acoso". "No". "Sí". "Era menos violento y no se viralizaba. No te podían humillar en las redes, ni grabarte en vídeo, ni…". "La popularidad te la daba el deporte, yo era de los guays y nunca nos pasamos tanto con nadie". "En mi cole había algún comecollejas, pero nunca se juntó una masa contra él". "En el de mis hijos no hay acoso porque no hay espacio: no tienen instalaciones y los niños siempre están vigilados, no tienen huecos para esconderse…".
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En la radio una tertuliana de indignación premiosa nos recuerda que en nuestra infancia, en los sesenta, en los setenta, en los ochenta, los estuches eran de colores, pero que ahora son de superhéroes o princesas, de futbolistas o cantantes en minifalda, de sexualizar y etiquetarte cuando aún no sabes quién eres.
Y entonces pregunta: “¿Y eso de los pendientes? Queremos que nuestras hijas sean libres, que sean iguales, y les marcamos el género al nacer con la excusa de que les duele menos y el objetivo de que siempre vayan adornadas, feminizadas… Marcadas”.
Pienso en mi padre, que se negó a agujerearnos las orejas y nos educó para ser lo que quisiéramos siempre y cuando lo quisiéramos de verdad, siempre y cuando nos esforzáramos al máximo, siempre y cuando nos guiara la integridad.
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Mi hija no lleva pendientes ni tiene agujereadas las orejas. Mi hija me ha enseñado que ser madre es reaprender en qué crees y por qué luchas, porque siempre hace preguntas complicadas y más cuando lleva un balón de reglamento.
– ¿Y qué se hace contra el machismo, mami?
Me esfuerzo por encontrar una respuesta que le sirva para siempre mientras le intento transmitir un mantra: “No estás sola, no estás sola, no estás sola”. Pero se cruza una señora con un enorme bolso y masculla: “¿Qué pasa, rica? ¿Que tu madre no te compra muñecas?”.
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Hemos elegido a 137 diputadas. Pero todavía hay mucha gente que elige domesticar, etiquetar y podar el 50% del talento.
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Al menos 39.000 niñas son obligadas cada día a casarse y abandonar el colegio
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Por las noches paseamos juntas a la perra. Una mujer se agacha y nos felicita: “Qué lista es esta cachorrita, como se nota que es hembra. Y, además de ser más listas, somos más tranquilas”.
En casa no somos tranquilas pero sí intentamos ser listas. No nos gusta sentarnos a esperar que nos den. Nos gusta levantarnos, trabajar y merecer lo que queremos, aunque sea la posición más avanzada de un equipo de fútbol.
(Ayer marcamos hat trick y ganamos el partido).