Ciudades con memoria

Cuando escribo esto llevo varias semanas viajando por Europa y, por salud mental, he procurado no leer ni ver noticias. Quería disfrutar de mi viaje sin pensar en el colapso del mundo que conocemos, ni en que a la vuelta todo me estará esperando no sólo tal y como lo dejé sino, por lo que he sabido, aún peor. En un momento dado, después de la escalada de Trump, de la carnicería en Palestina y de los corruptos en el PSOE, una amiga me escribe (en broma, pero con la seriedad que el buen humor siempre impone) "volved antes de que se desate el fin del mundo". En ese momento yo me tomaba un gin tonic al borde del hermosísimo lago Leman y los suizos parecían tan ricos y tan neutrales como siempre. No quería saber nada de cataclismos. He viajado por Alemania, Suiza e Italia, por ciudades grandes y pequeñas y he disfrutado como si no pasara nada. Además, está Ginebra llena de banderas del arcoíris y de celebraciones por el Orgullo, como si no estuvieran los bárbaros a las puertas de la ciudad. Decido sumarme a la inconsciencia por unos días.

Pero las ciudades que visito no me ayudan a perseverar en esa inconsciencia, al menos no me permiten olvidar. Y es que estoy paseando por ciudades que conservan todavía la arquitectura de un mundo que está amenazado, de un consenso de civilidad que se construyó después de un enorme desastre y que está siendo derruido por un mal similar al de entonces. Las ciudades francesas, alemanas e italianas, también las suizas, rememoran y honran a los hombres y mujeres que contribuyeron a construir el mundo que ahora parece que está en riesgo de derrumbe. Ese mundo que nació de la lucha contra el fascismo y por la libertad y la dignidad de todas. Walter Benjamin, Marx, Engels, Rosa Luxemburgo, Gramsci, Simone Weil, Karl Liebknecht, Louise Michel, Clara Zetkin… y por supuesto una miríada de nombres de resistentes, de antifascistas, socialistas y comunistas, dan nombre a calles, colegios, plazas, fuentes, parques… nombres de luchadores y luchadoras, más o menos anónimos, pero cuya memoria se intenta preservar con placas en las paredes y en el suelo que nos informan de que aquí nació o que aquí murió, o fue capturado o asesinado, tal o cual resistente, luchadora, o también este pensador o aquella filósofa, que dedicaron sus vidas a tratar de que el mundo fuese más igualitario y más justo, menos cruel. Muchas de esas placas tienen siempre flores.

Me doy cuenta de la incongruencia de pasear por un parque cuyo nombre recuerda la lucha de los partisanos en el mismo país en el que una fascista está en el gobierno

Esa arquitectura ciudadana me recuerda que ese es el mundo que hasta ahora ha sostenido unos ciertos consensos éticos que distinguían lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que era aceptable y lo que no. En ninguna parte de Europa se recuerda, conmemora u honra a ningún fascista, a ningún dictador, a ningún antidemócrata, a ningún corrupto, a ningún enemigo del pueblo. Esas personas, sus vidas, su pensamiento, sus acciones sostenían un edificio ético que está siendo bombardeado. Esa es la verdadera superioridad moral de la izquierda. Y ahí sigue, marcando los itinerarios de las ciudades.

Y me doy cuenta de la incongruencia de pasear por un parque cuyo nombre recuerda la lucha de los partisanos en el mismo país en el que una fascista está en el gobierno. Cómo explicar a los niños y niñas que sus ciudades recuerdan y honran a unos héroes sobre cuyas memorias sus gobiernos escupen. Supongo que habrá un día en el que esos gobiernos decidan "limpiar" las ciudades o quizá llegue un momento en el que no importe porque nadie sepa quiénes fueron esas personas o puede que, al contrario, consigamos devolver a los héroes a sus lugares en nuestra memoria colectiva.

Pero, en todo caso, en estos días, paseando por las ciudades europeas, donde a pesar de todo se está levantando el asfalto para dejar paso a tranvías y bicicletas, he respirado feliz sin pensar en que el alcalde de Madrid ha convertido nuestras plazas en secarrales imposibles, sin pensar en Trump, en Palestina o en los tiempos que parecen venir tan negros. En estos días he visto que es posible levantar el asfalto, llenar las ciudades de verde, pasear por el parque Rosa Luxemburgo y respirar. 

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Beatriz Gimeno es exdirectora del Instituto de las Mujeres.

Cuando escribo esto llevo varias semanas viajando por Europa y, por salud mental, he procurado no leer ni ver noticias. Quería disfrutar de mi viaje sin pensar en el colapso del mundo que conocemos, ni en que a la vuelta todo me estará esperando no sólo tal y como lo dejé sino, por lo que he sabido, aún peor. En un momento dado, después de la escalada de Trump, de la carnicería en Palestina y de los corruptos en el PSOE, una amiga me escribe (en broma, pero con la seriedad que el buen humor siempre impone) "volved antes de que se desate el fin del mundo". En ese momento yo me tomaba un gin tonic al borde del hermosísimo lago Leman y los suizos parecían tan ricos y tan neutrales como siempre. No quería saber nada de cataclismos. He viajado por Alemania, Suiza e Italia, por ciudades grandes y pequeñas y he disfrutado como si no pasara nada. Además, está Ginebra llena de banderas del arcoíris y de celebraciones por el Orgullo, como si no estuvieran los bárbaros a las puertas de la ciudad. Decido sumarme a la inconsciencia por unos días.

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