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¿Qué hacemos con la cosificación de las mujeres?

El título de esta columna va entre interrogaciones porque es, efectivamente, una pregunta. Y la pregunta, adoptando muchas formas, flota últimamente en el aire en la conversación feminista. Así, por ejemplo, Andrea Fernández recogía los datos que muestran una exposición cada vez más temprana a la pornografía en los menores y se preguntaba por el papel que la humillación de las mujeres y la misoginia juegan en la excitación sexual de los jóvenes. Elizabeth Duval reflexionaba críticamente sobre una cierta prevalencia, como modelo para las personas trans, de una hiperfeminidad quirúrgica espectacularizada vía TikTok o Instagram. Creadoras de contenido digital como culomala, aymeroman o feminismoen8bits analizan frecuentemente en sus vídeos o memes la cuestión de la cosificación de las mujeres en el mundo de la música, medios o videojuegos. Luna Miguel apuntaba al porno actual como relato único del abuso.

Parece que la cuestión del cuerpo y la sexualidad femeninas toman un rol preponderante en la discusión. Y es normal. El movimiento feminista comienza su andadura en la Modernidad con un propósito muy claro: realizar el programa de la Ilustración, dotando a las mujeres de los mismos derechos civiles, políticos y sociales que los hombres. Tras las conquistas del derecho al sufragio, a la igualdad ante la ley, la educación o la propiedad, se reclamaron, ya en el siglo XX, derechos reproductivos como el acceso a la educación y la salud sexual, el aborto o el uso de métodos anticonceptivos. También fue reconocido, en 1998, la violación como delito de genocidio dentro del Derecho Internacional. El feminismo de la cuarta ola, ya en nuestros días, ha puesto el foco en cuestiones como las formas de acoso y violencia sexual, los derechos de las personas trans o la cuestión del trabajo reproductivo y de cuidados y su relación con el modelo económico neoliberal.

Entonces, y según las demandas feministas que se van precisando desde reivindicaciones formales a garantías concretas, se cerca la cuestión del cuerpo de las mujeres —en su doble vertiente de sexualidad y reproducción— como núcleo de los debates. Como si, de alguna manera, el cuerpo de las mujeres condensara y recibiera la organización simbólica y social que constituye el poder. No es de extrañar, por tanto, que la problemática de la cosificación aparezca en sus distintas aristas.

¿Y qué decir? De alguna manera, parece que, según las mujeres conquistan terrenos de poder y autonomía económica, laboral, social y familiar, al mismo tiempo se recrudece la cosificación y mercantilización del cuerpo femenino, mientras sigue sometido a formas insidiosas de violencia sexual. ¿Podríamos proponer la hipótesis de que vamos acercándonos aquí a un núcleo de poder muy duro que se resiste a disolverse? Por otro lado, no faltan las voces que plantean que hay formas de objetivación del propio cuerpo que pueden ejercerse en un sentido emancipador. Personalmente, me parece problemático. De entrada, por una comprensión profundamente neoliberal del propio cuerpo como propiedad explotable —y no es de extrañar que algunas feministas conservadoras esgriman argumentos de esta línea—. Además, y más grave, no se desactiva la estructura jerárquica sujeto que mira-objeto mirado; todo ello alimentado por una omnipresente y permanente cultura de la cosificación —cuando no directamente de la violación— que entrena la mirada de los hombres, desde el porno, los grupos de WhatsApp o las imágenes que les muestra el algoritmo de Instagram. Las redes sociales, por otra parte, se inundan cada vez más de fotos y vídeos donde cuerpos de menores, casi niñas, aparecen constantemente sexualizados —basta ver algunos retos virales en TikTok—. ¿De qué agencia o autonomía podemos hablar en el caso de menores? Estas cuestiones no pueden desligarse unas de las otras, y deben ser abordadas integralmente.

Precisamente mientras redactaba estas notas, salta la noticia de la brutal agresión sexual y paliza a una menor de 16 años en Igualada, cuando volvía a su casa la noche del domingo. La investigación parece apuntar a una agresión grupal, presuntamente por parte de unos hombres que habría conocido por las redes sociales. La joven ha quedado gravemente herida en genitales, ano y cráneo. Se valora que el caso acabe en tentativa de homicidio. Es imposible abrir la noticia sin estremecerse. No podemos contentarnos con echarnos las manos a la cabeza y rasgarnos las vestiduras otra vez, con la compulsión de una repetición que es ya casi esperada, anticipada, ante la enésima noticia de violaciones grupales a mujeres muy jóvenes.

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¿Qué hacemos con todo esto? ¿Es solo cuestión de tiempo? Después de la autonomía política y económica, ¿vendrá la plena autonomía corporal, sexual y pulsional de las mujeres? ¿O hay aquí núcleos de resistencia más problemáticos? ¿Hay un progreso lineal en la situación de las mujeres? ¿Cómo conquistar la libertad? ¿Existe un uso empoderante de la cosificación? ¿Podemos siquiera imaginar otras formas de mirar y desear? No tengo todas las respuestas. Pero creo que ni siquiera podemos empezar a hablar si no nos planteamos estas preguntas.

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Clara Ramas es doctora Europea en Filosofía (UCM) y profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido investigadora en Albert-Ludwigs-Universität Freiburg y HTW Berlin y profesora invitada en universidades europeas y latinoamericanas. Fue Diputada en la XI Legislatura en la Asamblea de Madrid.

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