Cuando cada día caía un avión de pasajeros

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Se han cumplido cuatro años y ahora ya sabemos que no fue lo mismo para todos. ¿Dónde estabas tú el 14 de marzo?, preguntaba esta semana un vídeo conmemorativo del Gobierno por la efeméride. Yo vi aquel anuncio del presidente en el portátil por el directo de TVE. Dónde estaba yo. Yo vivía lejos de España y, por primera vez en tantos años, iba a saber lo que es de verdad vivir lejos. Lo que es emigrar sin tener un avión al que subirte si pasa algo. Temer no poder acompañar ni despedirte: lo que tantísimas personas pasaron en ese tiempo que, desde luego, no fue un día.

Siempre que me encuentro en un lugar donde alguien se queja o se burla de la mascarilla, o cuando alguien dice eso de “quiero otro confinamiento” para descansar, intento apartarme para que no se me vea lo incómoda que me siento. La pandemia del covid-19 no nos afectó a todos por igual, claro. Lo que me impacta es que no haya sido lo mismo para todos. Que el dolor, tantísimo brutal y retransmitido, dolor pueda resultar ajeno. Sobre todo, que cuando miles de personas mayores morían solas en sus cuartos de residencia, exactamente en esos mismos momentos, hubiera quienes –y parece que no pocos– tuvieran espacio mental, desvergüenza y maldad suficiente para buscar cómo birlar dinero público en medio del horror: cuando cada día caía un avión de pasajeros en el recuento de muertes.

Siempre son los mismos: los que se creen más espabilados, los que no necesitan pasar por todas las laboriosidades de la gente corriente, los que no pueden guardar su turno ni esperar por el último

Recuerdo muy bien a la gente que te consideraba exagerada por cumplir las medidas sanitarias y defenderlas. Por proteger a los tuyos, protegerte a ti y, de paso, a ellos. Siempre son los mismos: los que se creen más espabilados, los que no necesitan pasar por todas las laboriosidades de la gente corriente, los que no pueden guardar su turno ni esperar por el último. Los que piensan –esto siempre me ha parecido lo más alucinante– que a ellos no les pasará nunca nada. 

Esa cultura, cómo la podemos llamar, canallita, hace mucho daño a este país. Ese discurso de tonto el último me da mucha pena. Estos días hemos escuchado a representantes públicos como mínimo relativizar la importancia de pagar tus multas, tus obligaciones fiscales, hacer tu parte. Es más común escuchar “nos fríen a impuestos” que “nunca habría podido pagarme esa operación y el tratamiento en la sanidad privada”. 

Dijimos que saldríamos mejores. Cualquiera que tenga cerca sanitarios o lo sea sabe que de esos aplausos de las ocho a veces sólo ha quedado un tortazo. Hay un pensamiento que me asalta a veces y que me acompañó en esta semana de cuarto aniversario: si volviera a haber un estado de alarma, no estoy segura de que todo el mundo lo respetara.

Se han cumplido cuatro años y ahora ya sabemos que no fue lo mismo para todos. ¿Dónde estabas tú el 14 de marzo?, preguntaba esta semana un vídeo conmemorativo del Gobierno por la efeméride. Yo vi aquel anuncio del presidente en el portátil por el directo de TVE. Dónde estaba yo. Yo vivía lejos de España y, por primera vez en tantos años, iba a saber lo que es de verdad vivir lejos. Lo que es emigrar sin tener un avión al que subirte si pasa algo. Temer no poder acompañar ni despedirte: lo que tantísimas personas pasaron en ese tiempo que, desde luego, no fue un día.

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