Las fiestas (y el verano) también son nuestras

Hace más o menos mil años (o así lo siento) la joven feminista lesbiana que yo era entró en COGAM para comenzar lo que sería más de una década de activismo. Al llegar, me encontré una organización en la que apenas había mujeres y en las que el feminismo era considerado algo excéntrico y, desde luego, no necesario para el activismo LGTBI (aunque en realidad era gay). Comencé, junto con otras mujeres, a hacer feminismo dentro de la organización, lo que supuso cuestionarlo todo. Y no fue nada fácil. La agenda gay, en aquellos años, y excepto en la cabeza de algunos y raros activistas, estaba completamente alejada del feminismo. Comenzamos trabajando la cuestión de la representación, de las listas electorales para la dirección, de la inclusión de determinadas cuestiones en la agenda reivindicativa, de presupuestos con enfoque de género y… llegó la siempre difícil cuestión de los espacios. No es siempre la cuestión más importante pero es la más visible, la que afecta a todos y todas y la que se siente de una manera más física. Son los cuerpos los que se ponen ahí. Y cuando alguien que ha ocupado desde siempre todo el espacio se ve obligado a compartirlo, vive dicha situación como una expulsión, como una ofensa y como una declaración de guerra. Y así fue. 

En COGAM las lesbianas nos reuníamos los viernes en un espacio en el que podían entrar los hombres. La verdad es que no nos preocupábamos porque nunca venían. De hecho, en alguna ocasión hubiéramos deseado que vinieran y programamos charlas y conferencias que pensábamos que les interesarían, pero jamás lo consideraron así. Las cosas de mujeres… ya se sabe. Incluso les invitamos explícitamente en muchas ocasiones para debatir sobre asuntos comunes y para que escucharan lo que teníamos que decir las mujeres sobre el activismo y la organización, pero escuchar a las mujeres no era de las cosas que más les apetecía un viernes por la tarde y nunca vinieron. 

Con el tiempo, y cuando la visibilidad LGTBI se hizo mayor, lo que ocurrió fue que comenzaron a entrar en nuestras reuniones de los viernes algunos hombres heterosexuales atraídos por el morbo de que allí se reunían lesbianas (eran “esos” tiempos). Debido a estas intrusiones, las feministas aprovechamos para definir el grupo como no mixto. Necesitábamos y reivindicábamos un espacio exclusivo para tener el control al menos sobre un pequeño lugar, un solo día, un par de horas. Todos los demás grupos, todos los demás días, eran mixtos, lo que quiere decir que los ocupaban los hombres. Ocupaban el espacio físicamente, ocupaban los puestos de representación, decidían la agenda política, determinaban las conversaciones… Queríamos nuestra esquina. 

Pero cuando las lesbianas decidimos apropiarnos de una sala durante dos horas una vez a la semana, los compañeros gays (no todos, claro, pero sí la mayoría) se mostraron indignados. Muy indignados, como si les hubiésemos robado algo. El primer viernes de reunión del grupo de lesbianas no mixto nos encontramos con que un grupo grande de gays se puso en la puerta con la intención de entrar.  Ninguno de ellos había venido nunca a nuestras reuniones ni les interesaba lo más mínimo lo que allí discutíamos, pero la sola posibilidad de que existiera un espacio en el que las mujeres pudiéramos decidir quién entraba y quién no, les sublevaba al punto de tomarse la molestia de venir un viernes por la tarde para demostrarnos quiénes eran los dueños. Nosotras nos pusimos en la puerta decididas a razonar con ellos. Eso sí que fue un error. Nos empujaron, nos tiraron por los suelos y pasaron, claro. Tengo que decir que eso sólo ocurrió un día, porque después ya no se molestaron en volver. Era únicamente una cuestión de demostrar quién mandaba allí. Fue como un sarampión pasado el cual el feminismo comenzó a hacer su trabajo. Nos organizamos, buscamos alianzas con los hombres no misóginos, explicamos, trabajamos, ofrecimos formación y poco después éramos una organización mixta que se definía como feminista, una de las primeras en tener una dirección obligatoriamente paritaria, en ofrecer formación feminista y en incorporar en su agenda reivindicativa las cuestiones que las mujeres considerábamos imprescindibles. Y teníamos nuestros espacios, claro. 

Esta batallita de mi juventud me ha venido a la cabeza cuando he visto los videos de la celebración de “la Gaita”, en Cervera del Río Alhama. Es una celebración en donde los hombres bailan y entran en las iglesias pero las mujeres no pueden hacer lo mismo. Ellas sólo pueden mirar. Ante la negativa de los hombres a dejarlas participar en una fiesta de la que la tradición las ha excluido, decidieron formar un grupo mixto y bailar, aunque sin entrar en la iglesia. Ese conformarse con bailar en el exterior no ha sido suficiente para calmar a los hombres que este año la han emprendido a empujones con las mujeres que se empeñaban en participar en sus fiestas al mismo nivel que ellos. La llamada “Gaita tradicional”, que se debería llamar misógina, ha declarado después que las culpables de la violencia ocurrida en la plaza han sido ellas, por ponerse a bailar donde no deben, por ponerse en medio del espacio que los danzantes pretenden suyo.  

Esta misma cuestión se produce en el Alarde de Hondarribia todos los años, este año incluso con peticiones a los tribunales para que impidieran el desfile de la compañía mixta. Teniendo en cuenta la composición electoral de Hondarribia, estoy segura de que muchos de los hombres que están dispuestos a hacer lo que sea para que las mujeres no ocupen sus mismos espacios en la fiesta se consideran a sí mismos muy progresistas, casi revolucionarios. Ya sabemos –por experiencia– que las revoluciones no tienen en la misma consideración a todas las igualdades.  

Cuando llega el final del verano y España se llena de fiestas populares se hace muy evidente que muchos hombres están dispuestos a seguir peleando cada pequeño o gran espacio que nosotras exijamos legítimamente ocupar. La excusa es siempre la tradición, que no puede servir como freno a la igualdad, que no puede utilizarse tampoco para que no se cumpla la ley. Y vemos cómo las instituciones no son tampoco muy diligentes en defender que los espacios y las tradiciones, las que sean, no pueden excluir a las mujeres que desean participar. Hay miedo por parte de todos los representantes políticos que siempre van avanzando con pies de plomo en esta cuestión.  

Se diría que a la larga ha sido más sencillo ocupar una cátedra universitaria que poder salir en la procesión de tu pueblo

En fin, mucho ánimo a las danzantes y a todas las mujeres que reclaman su derecho a participar en las fiestas populares en las mismas condiciones que los hombres y que para hacerlo ponen en riesgo –todavía– su integridad física y moral. Ganarán, ganaremos, no me cabe duda, pero no está siendo sencillo. Se diría que a la larga ha sido más sencillo ocupar una cátedra universitaria que poder salir en la procesión de tu pueblo. Las tradiciones se han convertido en uno de los últimos reductos del machismo más acendrado, en uno de los más difíciles de romper quizá porque, en cierto sentido, las tradiciones son el alma de los pueblos, para bien y para mal. Pero, precisamente por eso, tienen que adecuarse a los cambios que se imponen con legitimidad y justicia; de otra manera morirán. 

Con todo lo que está pasando en el mundo puede que esto sea, para algunos, una cuestión veraniega, sin más. Ciertamente es una cuestión veraniega pero fundamental. No es poco importante recordar que el verano, y las fiestas, también son nuestros.

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Beatriz Gimeno es exdirectora del Instituto de las Mujeres

Hace más o menos mil años (o así lo siento) la joven feminista lesbiana que yo era entró en COGAM para comenzar lo que sería más de una década de activismo. Al llegar, me encontré una organización en la que apenas había mujeres y en las que el feminismo era considerado algo excéntrico y, desde luego, no necesario para el activismo LGTBI (aunque en realidad era gay). Comencé, junto con otras mujeres, a hacer feminismo dentro de la organización, lo que supuso cuestionarlo todo. Y no fue nada fácil. La agenda gay, en aquellos años, y excepto en la cabeza de algunos y raros activistas, estaba completamente alejada del feminismo. Comenzamos trabajando la cuestión de la representación, de las listas electorales para la dirección, de la inclusión de determinadas cuestiones en la agenda reivindicativa, de presupuestos con enfoque de género y… llegó la siempre difícil cuestión de los espacios. No es siempre la cuestión más importante pero es la más visible, la que afecta a todos y todas y la que se siente de una manera más física. Son los cuerpos los que se ponen ahí. Y cuando alguien que ha ocupado desde siempre todo el espacio se ve obligado a compartirlo, vive dicha situación como una expulsión, como una ofensa y como una declaración de guerra. Y así fue. 

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