“La palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión” (Gorgias, filósofo griego, 460a.C- 380a.C).

Les pido disculpas de antemano por hacer un poco de historia, necesaria para llegar a la conclusión de lo ridícula que resulta la contienda de quienes, en España, desde la intolerancia o, mejor dicho, la simpleza, pelean contra el uso de las lenguas vernáculas cooficiales junto al castellano en el Congreso de los Diputados.

Antes de la llegada de los romanos, en nuestra península vivían diferentes pueblos. Tradicionalmente se les ha clasificado por criterios lingüísticos y esto llevó a definir cinco grandes colectivos. Los iberos en Levante y sureste; al suroeste tartésicos y turdetanos; los celtas residiendo en áreas del norte y oeste pero también en la zona interior. Luego encontramos a los protoceltas en el oeste y noreste y ya al este de la cordillera Cantábrica y al oeste de los Pirineos, campaban aquitanos o protovascos, divididos entre los de procedencia indoeuropea y los que no tenían tal influencia. Pero esto es una simplificación, pues luego cada grupo se dividía en tribus. Comerciaban con griegos, fenicios y cartagineses, y de ahí alguna influencia se produjo en los lenguajes múltiples que sonaban por la piel de toro.

En el siglo III antes de Cristo, con las huestes venidas de Roma, el latín empezó a absorber todas las lenguas existentes. Hago excepción de los vascos, que se resistieron al invasor y consiguieron mantener su lengua. De hecho, el origen del euskera sigue siendo enigmático. Me sorprendió saber que, a miles de kilómetros de Euskadi, en Georgia, existe una universidad de euskera en base a vocablos comunes –al parecer no más de 300– de los primitivos idiomas georgiano y vascuence. Una muestra de los milenarios lazos comunes que sólo el lenguaje es capaz de proporcionar.

El común latín

El latín de la romanización nos abdujo en una acepción vulgar, pues quienes arramplaron con los idiomas vigentes e impusieron el suyo eran legionarios y familias que llegaron a establecerse en los nuevos territorios y que, probablemente, hablarían en distintos dialectos. Entre estos colonos, también se asentaron en Hispania familias de la nobleza. Aquí nacerían famosos emperadores; recuerden a Trajano, Adriano y Teodosio I, o pensadores como el filósofo Séneca. El latín en Hispania evolucionó y dio lugar a otras variantes, de manera que el castellano, el portugués, el gallego y el catalán, con su primo hermano el valenciano, son las cuatro lenguas románicas fruto de aquella incursión que llegó a la península Ibérica desde Italia y se mantuvo hasta el siglo V. Fue entonces cuando cayó el imperio romano y arribaron los visigodos, que se impusieron sobre alanos, suevos y vándalos y que, aunque traían ya un barniz latino, también aportaron algo de su idiosincrasia lingüística. Después, en el siglo VIII, (año 711), los musulmanes se aposentaron en Al Andalus y dominaron tres cuartas partes del territorio hispano hasta que, casi 800 años después, fueron expulsados por los católicos, al igual que hicieron con los judíos, todos tan hispanos como ellos. La etapa previa a este hecho fue un tiempo de convivencia entre lenguas de la que quedan restos sefardíes y unas cuatro mil palabras que proceden del árabe por la necesidad de nombrar objetos y calificar trabajos y que se quedaron aquí para siempre.

La Reconquista y el castellano

La llamada Reconquista se inició en las montañas del Norte. Y resultó que un dialecto del latín que se hablaba en un territorio fronterizo llamado Castilla, dio paso al castellano (lengua romance) que comenzó su auge, como todas las lenguas, cuando pasó del ámbito familiar a las demás áreas de la ciencia, de la jurisprudencia o la literatura. Los avances militares de Castilla y la conquista de otros territorios provocaron que el castellano fuera haciéndose con otros dialectos también procedentes del latín, y se extendiera hacia el sur. A partir de ahí, ya saben: Alfonso X el Sabio en el siglo XIII regularizó la ortografía y sustituyó el latín en favor de la nueva lengua común impulsando la traducción de obras clásicas. Después, en 1492, la primera gramática castellana de Antonio de Nebrija viajó con Cristóbal Colón rumbo a las Indias, por decisión de la reina Isabel I de Castilla. La epopeya colombina derivó en el “descubrimiento” europeo de un “nuevo” mundo que, sin embargo, tenía una tradición y cultura milenarias, y allí el castellano, lengua imperial, se impuso y, después, se enriqueció con palabras de los diferentes idiomas nativos. La Real Academia de la Lengua surgió en 1713 y sigue a día de hoy estableciendo qué vocablos merecen integrarse en el acervo del idioma; luego, a finales del siglo XX, se creó el Instituto Cervantes, cuyo objetivo es impulsar la cultura hispana y su idioma principal por todo el mundo.

Las palabras unen y separan

Como ven, la historia de las lenguas en España es intensa y  se ha visto sometida a los vaivenes de quienes nos fueron dominando por la fuerza o políticamente, en cada momento. Pero el idioma ha servido tanto para unir como para dividir. En nuestro país está reconocido el derecho a utilizar la lengua materna. De ese modo, el gallego, el catalán y el euskera son idiomas cooficiales en sus respectivas comunidades, incluyendo el valenciano o el balear, junto con el castellano.

Evidentemente, no estamos en la etapa del franquismo, que de inicio puso trabas y reprobaciones a la utilización de los idiomas hablados en España, ajenos al castellano, hasta que en los años 40 y con el ojo puesto en la ONU, abrió la mano a que, por ejemplo, el catalán se utilizara de manera corriente, aunque no de manera oficial. Pero el resto del Estado es testigo en los últimos años de los tira y afloja por la enseñanza de las lenguas cooficiales, en particular en Cataluña y en Euskadi, o, más recientemente, por los catastrofistas comentarios del PP y VOX ante el hecho de haberse acordado mayoritariamente que las tres lenguas existentes en España se utilicen en el Congreso de los Diputados, tanto desde la tribuna como para la presentación y registro de documentos, entre otros trámites. 

“Esto no es avanzar hacia la unidad y la igualdad”, manifestó histriónico el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, en una entrevista. Por su parte, sus socios de la ultraderecha, el día en que el Congreso aprobó la medida, arrojaron con desprecio los pinganillos que facilitaban la traducción sobre el escaño del presidente del Gobierno en funciones. Y durante el debate de investidura, ninguno de esos partidos atendió a quienes hicieron uso de sus lenguas propias en sus alegatos, lo cual es especialmente grave en el caso del que fuera aspirante a la investidura porque no pudo rebatir los argumentos de vascos y catalanes (a menos que, como Aznar,  Núñez Feijóo hable el catalán o el euskera en la intimidad).

Al igual que todos estos temas que sirven de propaganda política a la oposición, a los pocos días el gran “escándalo” ya se había olvidado y quien desea intervenir en el Parlamento en su propia lengua lo hace o utiliza el castellano, en función de si se dirige a un público local a le interesa que le entienda la ciudadanía en general. Baste con decir que en el Senado esta fórmula está aprobada desde 2015, y nadie se rasga las vestiduras ni se echa ceniza en la cabeza en señal de duelo.

¿A qué tanta manipulación? En la dinámica que mantiene la derecha que abraza ya sin disimulo y con entusiasmo los postulados de la ultraderecha, cualquier iniciativa vale para desprestigiar, para difamar y perturbar. Sobre todo, si se trata de los diputados catalanes o vascos. ¿Importa que los ciudadanos de Cataluña hablen preferentemente la lengua en que Ramón Llull dejó por escrito sus conocimientos científicos y filosóficos, o en la lengua de Gabriel Aresti, poeta y escritor vasco, o en el galego de Rosalía de Castro? No. El catalán, el euskera o el galego, para estos rancios diputados, no debe tener más categoría que la de dialectos, como el franquismo los consideró.

La derecha siempre va más allá en sus suspicacias (...) utilizando el idioma como instrumento para golpear al de enfrente, sin considerar que pocas cosas hay que unan más que el habla materna

Democracia y respeto al idioma

Soy andaluz y, por ello, hablo castellano. El 25 de septiembre pasado, el Instituto Cervantes celebró el Día Europeo de las Lenguas. Se leyó el poema Grito a Roma, de Federico García Lorca, alegato cumbre del poeta contra el fascismo, en euskera, catalán, gallego y castellano. Eso es. "Se puede ser español sin saber todas las lenguas, pero lo que no tiene sentido es pensar que solo tenemos una, borrando todas las demás", resaltó al cierre del acto el presidente en funciones, Pedro Sánchez. “…Proteger una lengua es también una decisión política, al igual que lo es censurarla. Hay quien tiene la tentación de caricaturizar esta medida, creando batallas donde solo hay normalidad. A quienes así razonan, les diré que el tiempo dará razón a la democracia, como siempre: en lugar del ruido transitorio del presente, la esperanza del mañana…”, dijo el político socialista. Acierta Sánchez en la vinculación entre la lengua y la democracia. 

“Las cuestiones lingüísticas deberían ser centrales para todos los teóricos interesados en el incremento de la participación y la extensión de la democracia”, afirma el profesor de Filosofía Eerik Lagerpetz, de la Universidad de Jyväskylä, en Finlandia.  

Otra cosa es cómo algunas de estas comunidades en particular han planteado la reivindicación sobre la lengua como punto de partida para otros escenarios. No es infrecuente, pero tampoco hay que tomarlo como una tragedia. El propio Lagerpetz subraya en su artículo Sobre los derechos lingüísticos : “El reconocimiento de los derechos lingüísticos de un grupo no debe estar vinculado con la cuestión de si se concibe a sí mismo como una nación en un sentido pleno, o si satisfacen algunos otros criterios (digamos, historia y tradiciones comunes). (…) El derecho puede ser implementado sin dar a todos los grupos lingüísticos un derecho exclusivo sobre algún territorio; puede haber más de una lengua oficial en el mismo Estado, pero no docenas de ellas. Un “Estado nación” no tiene que ser un Estado de una única nación; puede ser el Estado de algunas naciones. Tampoco hay ninguna necesidad de garantizar la realización del derecho creando nuevos Estados soberanos; pueden bastar el federalismo y la autonomía local”.

La derecha, no obstante, siempre va más allá en sus suspicacias, empezando por temer la sumisión de lo que consideran la lengua del Imperio, a otras sobre las que exhiben su menosprecio. O utilizando el idioma como instrumento para golpear al de enfrente, sin considerar que pocas cosas hay que unan más que el habla materna, su acento, sus dejes, la cultura que conlleva, la capacidad de hacer que, con sus tonos, con sus inflexiones, nos sintamos en casa solo con escuchar hablar al otro en la voz familiar que está marcada casi en nuestros genes. Somos una mezcla ecléctica y difícil de diferenciar de miles de lenguajes que han desembocado en el nuestro. En el que hablamos todos y en el que hablan en distintos lugares. Quizás deberíamos escuchar más, estar más atentos a lo que el otro nos transmite, aprender de quien tenemos enfrente a compartir el mismo idioma del respeto y la comprensión.

Sigamos el camino que indica el poema de Pablo Neruda.

Ahora contaremos doce

y nos quedamos todos quietos.

Por una vez sobre la tierra

no hablemos en ningún idioma,

por un segundo detengámonos…

(…)

… tal vez un gran silencio pueda

interrumpir esta tristeza,

este no entendernos jamás…

 (A callarse. Pablo Neruda)

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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo (Planeta).

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