Cincuenta años después, aún se me saltan las lágrimas cuando leo la carta de despedida que José Humberto Baena escribió a sus padres, desde la cárcel de Carabanchel, horas antes de ser fusilado. Me acuerdo, inevitablemente, de la que escribió mi abuelo a su hija (mi madre) la noche previa a ser fusilado en la prisión de San Marcos de León por las tropas franquistas. Todas las cartas de los reos tienen algo en común, son tristes, trágicas y estremecedoras hasta el punto de convertirse en un alegato irrebatible contra la pena de muerte.
Ahora, como entonces, me pregunto por qué los cinco fusilados el 27 de septiembre de 1975 tuvieron tan mala suerte. A poco que se hubieran retrasado los trámites burocráticos se habrían librado de las ejecuciones. Franco murió unas semanas después y, además del dictador, el presidente Carlos Arias Navarro y su siniestro entorno, nadie tenía especial interés en que se cumpliese la sentencia de los Consejos de Guerra sumarísimos en los que se condenó a muerte a once jóvenes militantes antifranquistas, cuyos delitos no estaban suficientemente probados. De los once, seis fueron indultados y cinco ejecutados. Se decidió de forma arbitraria quiénes serían fusilados y quiénes se librarían de la muerte, porque los juicios sumarísimos eran así, poco escrupulosos, actuaban sin garantías legales y se tomaban decisiones despóticamente. Jamás hicieron justicia, se limitaban a infringir castigos ejemplarizantes para afianzar su posición y detener lo que ellos consideraban la violencia terrorista. Sobre la conciencia de los miembros que formaron parte de los numerosos Consejos de Guerra que existieron durante la dictadura debería pesar el asesinato de muchos inocentes.
Recuerdo, una vez más, para que no olvidemos sus nombres, que los últimos fusilamientos del franquismo tuvieron lugar en Barcelona donde fue ejecutado Juan Paredes Manot, Txiki, de 21 años; en Burgos, Ángel Otaegui, de 33 años, ambos integrados en ETA político-militar; en Hoyo de Manzanares (Madrid), José Luis Sánchez Bravo, de 22 años, Ramón García Sanz, de 27, y José Humberto Baena Alonso, de 24, militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) Las condenas trataron de evitarse presionando, dentro y fuera de España, a un Franco decrépito al borde de la muerte. Un año antes, en Barcelona, Salvador Puig Antich había sido ejecutado con el siniestro método del garrote vil. Todo fue inútil. Tanto en la vanguardia de la lucha contra la dictadura como en la retaguardia, se vivía en estado de alarma.
Más que por mí misma, yo tenía miedo por los compañeros que querían volver del exilio y, sobre todo, por los amigos que seguían luchando en la clandestinidad. Cualquiera podía caer en una redada y pasar por los calabozos donde se torturaba a los presos o, a poco que tuviera mala suerte, terminar sus días en el paredón de fusilamiento. No exagero un ápice. Desde el atentado que acabó con la vida de Carrero Blanco y con los planes sucesorios del dictador, se había recrudecido la violencia política en todos los frentes. El régimen franquista se sentía acorralado y endureció la represión contra la mayoría de los universitarios, asociaciones vecinales, abogados laboralistas, movimientos feministas, sectores cristianos de base, militares de la UMD y otras organizaciones clandestinas que luchaban, de un modo u otro, contra la dictadura. Soñábamos todos con la democracia, pero la mayoría queríamos implantarla de una manera pacífica y nos apartamos de los que defendían la violencia. El espíritu de Azaña, presidente de la Segunda República –paz, piedad y perdón– había calado en la mayoría del pueblo español. Durante un tiempo, unos y otros fuimos compañeros de viaje, quiero decir que, aun maldiciendo el terrorismo, fuimos incapaces de manifestarnos contra los que optaron por la vía violenta. De ahí que la transición no tuviera nada de pacífica y se prolongase mucho más allá del tiempo que establecen los historiadores.
Todas las cartas de los reos tienen algo en común, son tristes, trágicas y estremecedoras hasta el punto de convertirse en un alegato irrebatible contra la pena de muerte
En la década de los setenta ya tenía el título de periodista, estudiaba Ciencias Políticas en la Complutense y trabajaba en periódicos y semanarios que los censores del régimen se iban cargando por razones diversas, todas ellas improcedentes. Tuve la suerte de ser testigo, como periodista, de la descomposición del franquismo desde una posición privilegiada. Antes de los últimos fusilamientos que ahora rememoramos, me tocó entrevistar al equipo médico que fue tratando sucesivamente las múltiples patologías de Francisco Franco. En julio de 1974, fue trasladado a un centro hospitalario a causa de una tromboflebitis con complicaciones que derivaron en una hemorragia gástrica. Aunque trató de ocultarme la verdadera situación, Vicente Gil, que era entonces su médico de cabecera, estaba muy preocupado porque el paciente era, además, enfermo de Parkinson y estaba inconsciente. El momento era de tal gravedad que el Gobierno decidió el traspaso de poderes al príncipe Juan Carlos, que lo aceptó en contra de los deseos de su padre, el conde de Barcelona, enfrentado con Franco por nombrar a su hijo sucesor en 1969, sin reconocer su propio derecho dinástico. Este acontecimiento provocó las iras del yerno de Franco, Cristóbal Martínez-Bordiu, que se enfrentó a Vicente Gil porque consideraba que había metido la pata al hablar de la gravedad del paciente. Varios testigos del personal sanitario contaron atónitos que se produjo una pelea, entre el yerno y el médico, a las puertas de la habitación de Franco. Ganó el marqués de Villaverde, es decir, el yerno, que buscó un médico de su agrado, el doctor Vicente Pozuelo, al que también tuve la fortuna de entrevistar. Cuando le daban por desahuciado, para asombro de todos, el enfermo se recuperó de la tromboflebitis y quiso asumir inmediatamente el poder. Su primera decisión fue cesar al ministro de Información y Turismo, Pío Cabanillas, por ser el más aperturista del Gobierno, lo cual provocó la dimisión de varios altos cargos y del ministro de Hacienda, Barrera de Irimo. Logré entrevistar a Pío Cabanillas que, con gran visión de futuro, me vaticinó que los del “bunker” (la extrema derecha del régimen) se iban a enrocar en posiciones más rígidas, lo cual aceleraría la transición hacia la democracia. En efecto, la regresión provocó descontento y nuevas protestas que fueron reprimidas con dureza al grito de "¡No queremos apertura, solamente mano dura!".
Consciente de la debilidad de Franco, el rey Hasan II de Marruecos quiso reclamar por la fuerza el Sahara, colonizado hasta entonces por España, y envió a sus súbditos a emprender la denominada "Marcha Verde", una estratégica movilización de más de trescientos mil marroquíes desarmados, hombres, mujeres y niños, para invadir pacíficamente el territorio saharaui. Franco se rindió y decidió firmar un acuerdo tripartito con Marruecos y Mauritania para repartirse una parte del territorio saharaui entre ambos países africanos. Los médicos que le atendían me contaron que la claudicación aceleró su decadencia física, pero que lo que precipitó su muerte fueron los fusilamientos del 27 de septiembre. No por los reos, sino por las presiones que ejercieron sobre él personas cercanas y diversas instancias internacionales, sobre todo el Papa desde el Vaticano, que le pidió personalmente clemencia para los condenados. Durante una entrevista con su cardiólogo me reveló que fue la causa indirecta de su primer infarto coronario seguido de una hemorragia gástrica masiva. Para su desgracia, el equipo médico le salvó in extremis de la muerte. Y digo para su desgracia, porque la agonía se prolongó durante varias semanas con un sufrimiento atroz. Según me informaron algunos testigos del personal sanitario, le mantuvieron con vida por deseo expreso de la familia, que solo estaba interesada en controlar los detalles previstos para la sucesión. A estas alturas, todo el mundo sabe que Franco padeció una prolongada agonía antes de morir en la madrugada del 20 de noviembre de 1975, solo dos meses escasos después de aprobar los últimos fusilamientos de una despiadada y brutal dictadura.
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Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, la última, 'El pan de mis hijos'.
Cincuenta años después, aún se me saltan las lágrimas cuando leo la carta de despedida que José Humberto Baena escribió a sus padres, desde la cárcel de Carabanchel, horas antes de ser fusilado. Me acuerdo, inevitablemente, de la que escribió mi abuelo a su hija (mi madre) la noche previa a ser fusilado en la prisión de San Marcos de León por las tropas franquistas. Todas las cartas de los reos tienen algo en común, son tristes, trágicas y estremecedoras hasta el punto de convertirse en un alegato irrebatible contra la pena de muerte.