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'Pescao vendío'

En tiempos como los actuales, en los que algunos de nuestros representantes públicos han tomado por costumbre vivir en precampaña permanente, suele suceder que, cuando llega la campaña electoral de verdad, la ciudadanía fácilmente se siente ya saturada de mensajes políticos grandilocuentes y de pretensión trascendental. Si a ello se añade que la última convocatoria a urnas se produjo literalmente en cuanto se conoció el resultado de unas elecciones autonómicas y municipales, por añadidura planteadas en clave plebiscitaria –como si de unas pre-generales se tratara–, el efecto de saturación, cuando no de hartazgo, entre los ciudadanos se adivina poco menos que inevitable.

El efecto de dicha circunstancia se está dejando notar con claridad en estos días. Se diría que la práctica totalidad de formaciones políticas ya han agotado por completo su munición argumentativa, de tal manera que los pequeños giros que, de semana en semana, van imprimiendo a sus planteamientos, poniendo el acento en una u otra cuestión, en uno u otro presunto punto débil del adversario, son meramente coyunturales. En realidad, se limitan a intentar sacar partido de alguna declaración desafortunada, de algún acuerdo contradictorio con las declaraciones más solemnes de sus líderes nacionales y de otros deslices de parecido tenor. Por decirlo con una terminología importada de otro ámbito, se diría que todos confían más en el error del contrario que en el acierto propio.

Como es natural, ello introduce un elemento añadido de incertidumbre al resultado final. Pero la propia incertidumbre resulta expresiva de las transformaciones que han ido experimentando nuestras sociedades en las últimas décadas. Así, el hecho de que en la pasada, en especial como resultado de los demoledores efectos de la crisis del 2008, pudieran prácticamente desaparecer de la escena pública partidos políticos con una larga historia y profunda implantación social (pienso en algunos de los partidos socialistas europeos más clásicos) resulta indicativo, entre otras cosas, de que un cierto tipo de vínculo, digamos que fuertemente ideológico, entre ciudadanos y formaciones políticas también parece estar desapareciendo. En concreto, es cada vez menos el caso aquel vínculo en el que algunas personas concedían sistemáticamente su voto a una determinada fuerza política, con absoluta independencia de quién ocupara el cartel electoral, porque aquella representaba la aspiración a un determinado modelo de sociedad con el que este votante se identificaba. Como tampoco lo es aquel otro vínculo que establecían quienes, tras mantener su fidelidad a una fuerza durante bastantes elecciones, necesitaban pasar una en la abstención para llevar a cabo una mudanza de voto.

Tal vez lo más inquietante en estos momentos sea el hecho de que muchos (en cualquier caso, demasiados) ciudadanos han llegado al equivocado convencimiento de que ya no tiene demasiado sentido hablar en términos de derecha e izquierda

Parece claro que la relación con sus representantes que mantienen hoy en materia de ideas una considerable cantidad de ciudadanos es mucho más ligera, por no decir volátil, que antaño. Se diría que se ha ido imponiendo lo que en la jerga futbolística se denominaría resultadismo por encima de los alineamientos ideológicos más clásicos. Ello explicaría que el signo de algunas de las mudanzas en materia de ideas que venimos constatando desde hace un tiempo pueda tener un carácter tan exageradamente contrastado. Pero, a poco que se piense, no debería extrañarnos tanto. A fin de cuentas, solo a los de mayor edad nos sorprende que en nuestros días no sean pocos los políticos que a lo largo de su trayectoria pública han tenido un compromiso fuerte (sin excluir cargos de alta responsabilidad) con partidos incluso ideológicamente enfrentados.

Habrá quien extraiga de todo ello la conclusión de que no solo las presuntas diferencias entre los alineamientos ideológicos clásicos deben considerarse por completo superadas, sino que incluso la propia contraposición entre derecha e izquierda ha quedado obsoleta. Sin duda no es así, si atendemos a la gestión que, cuando acceden al poder, las diferentes formaciones llevan a cabo en determinados asuntos, relacionados fundamentalmente con la esfera del trabajo, la propiedad y la función del Estado al respecto. Pero una cosa es que la mencionada contraposición en absoluto pueda considerarse superada si pensamos en determinados ámbitos, y otra, ciertamente distinta, que los ciudadanos la perciban con claridad. Sobre todo desde el momento en el que en el debate público han ido ganando peso cuestiones de diferente naturaleza, como, sin ir más lejos, las que se suelen subsumir bajo el rubro de “guerras culturales”.

Los que vivimos en determinadas comunidades autónomas ya tuvimos ocasión de vivir lo que, desde cierto punto de vista, podríamos considerar un ensayo general de esta situación, con la atribución absolutamente injustificada de la condición progresista a quienes defendían una propuesta secesionista. De esta atribución  se desprendía otra, complementaria, consistente en endosar la condición reaccionaria, cuando no directamente autoritaria, a quienes no participábamos de aquella propuesta, por más que la discrepancia estuviera planteada desde  posiciones inequívocamente democráticas (amén de izquierdas en otros ámbitos).  

Pues bien, es probable que en la actualidad puedan experimentar un estupor análogo muchas personas que, considerándose a sí mismas de izquierdas, constatan que no son consideradas como tales por otras, supuestamente de su misma cuerda, por el hecho de no participar de determinados planteamientos en alguno de esos ámbitos denominados, no sin cierta imprecisión, “culturales”. Entrar en el detalle de este asunto, o incluso ejemplificarlo en determinadas figuras públicas (probablemente en la mente de todos), a las que se les ha pretendido desposeer de la condición de progresistas, cayendo en desgracia en determinados sectores por censurar concretas iniciativas legislativas, nos distraería de lo primordial ahora, al fijar la atención sobre los árboles en vez de sobre el bosque. 

El bosque que debería preocuparnos es el de la generalizada percepción de que el viejo anuncio de Daniel Bell acerca del fin de las ideologías parece haberse cumplido en gran medida. Pero repárese en el matiz fundamental, apenas insinuado antes: no tanto porque hayan dejado de dar cuenta del mundo como porque hemos renunciado a servirnos de ellas para hacerlo, prefiriendo otros discursos, de muy diferente naturaleza. Pero del relativo agotamiento de las ideas políticas heredadas no siempre se sigue inexorablemente la necesidad de su abandono; en ocasiones lo que procede es una reconsideración en profundidad de las mismas. 

Probablemente eso explique en gran medida lo que nos está pasando. Porque si, como sabemos, en política la percepción de la realidad forma parte de la realidad, tal vez lo más inquietante en estos momentos sea el hecho de que muchos (en cualquier caso, demasiados) ciudadanos han llegado al equivocado convencimiento de que ya no tiene demasiado sentido hablar en términos de derecha e izquierda (o su equivalente: no saben muy bien por dónde pasa la línea de demarcación que las separaría y eso facilita la volatilidad de sus decisiones electorales) porque buena parte de quienes más obligados venían a reivindicar la diferencia entre ellas, en vez de hacer eso, se han dedicado a hacer ruido. 

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg). 

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