El problema que no tiene nombre

Día tras día lo mismo. Se levanta, prepara el desayuno para su marido, le acompaña al jardín y le besa antes de que se vaya a trabajar. Después, pasa la aspiradora, limpia enérgicamente el baño, saca brillo a los cristales de toda la casa y con absoluta devoción prepara la comida. Todavía no han tenido hijos, así que dedica el resto de la jornada a tomar el sol con sus vecinas y a esperar paciente a que vuelva su esposo. Impecablemente vestida, peinada y maquillada le recibe con una copa —otra cosa no, pero beber, beben a todas horas— y practican sexo antes de sentarse a degustar una apetecible cena. En el binomio, los roles de cada uno están perfectamente establecidos, así que ella nunca se queja. No discuten, no tienen problemas. Hasta que esa rutina empieza a asfixiarla y se da cuenta de que su idílica —aunque también monótona— vida está llena de grietas

La distopía pija y patriarcal que imagina Olivia Wilde en la película No te preocupes, querida recuerda a la realidad sobre la que teorizó Betty Friedan en los años 60. La investigadora feminista radiografió la frustración que sentían muchas amas de casa norteamericanas —blancas y de clase media en su mayoría— que, despojadas de su independencia económica, se veían relegadas a las tareas domésticas. También a unas pocas aspiraciones vitales que pasaban por ser buena esposa, mejor madre y una excepcional anfitriona del hogar. Y todo sin perder la sonrisa. Aparentemente lo tenían todo para ser felices pero ese rol secundario que les imponía la sociedad les hacía sentirse atrapadas. Encarceladas. Así que empezaron a somatizar ese malestar en patologías como insomnio, ansiedad, depresión o alcoholismo. Friedan lo bautizó como el problema que no tiene nombre porque, aunque muchas se sentían así, casi ninguna era capaz de verbalizar lo que les pasaba.   

El trabajo doméstico y de cuidados ni está remunerado económicamente ni reconocido a nivel social y siempre recae sobre los mismos hombros: los femeninos.

Han pasado casi setenta años y el problema sigue ahí. Un buen ejemplo lo encontramos cuando llegan estas fechas. Mientras el resto de la familia se dedica a la contemplación, un pequeño pero firme ejército de abuelas, madres o tías asumen todos los preparativos navideños. Son ellas las que se ocupan de elegir el menú, algo ya de por sí lo suficientemente complejo y a lo que se añade la dificultad de tener en cuenta los gustos de todos los comensales. Además, se encargan de hacer la compra y se tiran horas metidas en la cocina con las manos —literalmente— en la masa. Todo esto para que, en un alarde extremo de estupidez, alguno de los invitados suelte en mitad de la cena: “El cordero bienpero un poco chamuscado” o “está rico, pero un poco soso”. ¿Es o no es para mandarlo todo al carajo en ese mismo momento?  Y aunque, por suerte, hay otros modelos de familia, en los que los roles de género están cambiando, también sé por experiencia —avergonzada reconozco que yo he sido una de esas familiares contemplativas— que aún hoy, quien asegura que participa en esas labores, como mucho se dedica a poner la mesa, cortar el queso o preparar la bandeja de los polvorones

El trabajo doméstico y de cuidados ni está remunerado económicamente ni reconocido a nivel social y siempre recae sobre los mismos hombros: los femeninos. Así que no es de extrañar que haya mujeres que tengan que drogarse para aguantar una tarea tan ingrata y poco valorada. De hecho, en España el consumo de ansiolíticos y antidepresivos está disparado entre ellas: consumen el doble de estos psicofármacos que los hombres.

Así que puede que el problema no tuviera nombre, pero lo que tenía hace más de medio siglo en un barrio residencial estadounidense —en la realidad o la ficción— y sigue teniendo ahora —en la casa de nuestra madre cada Nochebuena— es rostro de mujer.  

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