Puente sobre aguas turbulentas

Pedro  Sánchez ha convertido la política española en un drama serializado: cada crisis trae su propio acontecimiento inesperado que da un giro a la trama y, contra todo pronóstico, el protagonista sobrevive. Pero ningún personaje es eterno —aunque a este es posible que le queden todavía unos cuantos episodios más como presidente—. La pregunta que ronda a la izquierda hoy no es si Sánchez resistirá hasta  2027, sino quién será capaz de disputar la próxima temporada de un guion que se calibra a golpe de algoritmo y augurios de catástrofe.

La derecha ha encontrado su tono: una mezcla de épica nacional-católica, revisionismo imperialista y testosterona digital. A ese imaginario se le suman soflamas contra el feminismo, la inmigración y el ecologismo, envueltas en un relato emocional que explota el miedo al presente y alimenta la nostalgia de un pasado idealizado que solo perteneció a unos pocos.

En contraste, la izquierda institucional parece atrapada entre una burocracia bienintencionada y un activismo que, aunque justo, se percibe como una lista interminable de obligaciones. A nadie le gusta sentirse reprendido, y para muchos votantes la izquierda suena más a corrección que a comunidad. Mientras la derecha grita «orgullo» y «libertad», y levanta estatuas de soldados en los parques —a mí Almeida me colocó una en el parque infantil junto a casa: un soldado de la guerra filipina empuñando un arma—, la izquierda ofrece «respeto» y «cuidados», procurando que el salario mínimo saque de la miseria a quienes menos voz tienen.

Es la historia de siempre: la madre que se queda en casa, pendiente de que todos tengan las necesidades cubiertas, pero a la que nadie ve. Y luego llega el tío divertido, que propone planes atrevidos —incluso peligrosos— y todos los niños le siguen. Atención, navegantes: nosotros somos los niños.

Esa madre cuidadora, noble y sacrificada, no gana elecciones. No en un mundo polarizado donde los mensajes fáciles, provocadores y sin matices se propagan como fogonazos emocionales en redes sociales. La izquierda no puede resignarse a ser la figura invisible que sostiene mientras otros incendian el relato. El buenismo no moviliza pasiones.

La extrema derecha crece entre los jóvenes, no por su coherencia, sino por su osadía. Ofrece discursos simplones, plagados de falacias, en boca de líderes «rebeldes» que gritan sin complejos. Y la juventud, que siempre ha buscado referentes desafiantes, se engancha. Hubo un tiempo en que ese líder rebelde llevaba chaqueta de pana y se apellidaba González. Hoy el carisma lo pone Ayuso con su gusto por la fruta y su discurso de barra de bar. 

Pedro  Sánchez no será eterno. La cuestión no es si se irá, sino qué viene después. ¿Una líder feminista, ecologista, comprometida y reflexiva que hable con matices? Ojalá. Pero los deseos nunca han hecho a nadie presidenta: hay que seducir a una generación que reclama valentía y contundencia. Hará falta alguien que emocione a hombres y a mujeres, que hable claro sin parecer autoritario y que no tema entrar en el barro del relato sin traicionar los principios.

La batalla cultural exige un relato emocional de pertenencia. Si la izquierda no lo ofrece, lo llenará Vox con su 'fast‑food' identitario

Óscar  Puente no es mi primera opción, ni la que hubiera imaginado hasta hace poco, pero la política no te deja elegir con el corazón. Puente no es un outsider, pero tampoco un producto puro de aparato. Abogado laboralista, alcalde durante ocho años de una capital tradicionalmente conservadora, aprendió a patear calle, negociar con vecinas, lidiar con el empresariado y pactar —cuando tocaba— con partidos a su izquierda. Ese recorrido forja un capital político híbrido: cercanía de barrio y cintura de salón de plenos.

Lo que lo distingue no es el currículum, sino el registro. Puente salta a cámara con un lenguaje que quiebra la solemnidad típica del PSOE: frase corta, ironía y una pizca de mala leche. Viralizable. No teme la palabra gruesa y la dosifica con la habilidad de un guionista de prime time. La extrema derecha conquista parte del voto joven porque sabe destilar —en treinta segundos verticales— un relato de orgullo y pertenencia. En ese ring, Puente maneja X como quien reparte cartas marcadas, desplaza el foco del adversario y genera emoción antes de que la audiencia haga scroll.

Y no es solo la forma: el fondo que propone —reivindicación de lo público, combate a la corrupción y defensa de los servicios esenciales— encaja con la precariedad que vive la generación millennial tardía y la GenZ.

La teoría política feminista recuerda que el poder también es performativo. Teresa  Ribera o Salvador  Illa encarnan la solvencia, pero difícilmente la seducción. Puente exhibe músculo, pero debe demostrar que su fuerza no es mero pavoneo.

La batalla cultural exige un relato emocional de pertenencia. Si la izquierda no lo ofrece, lo llenará Vox con su fast‑food identitario. Puente podría tejer una épica progresista que mezcle humor, orgullo de clase y una masculinidad menos tóxica; una narrativa donde la vehemencia no excluya la empatía política.

El camino está lleno de minas. La línea entre 'macarrismo' y frescura es fina. Puente tendrá que demostrar 'estadismo': rodearse de perfiles técnicos y feminizar su equipo para evitar la deriva 'testosterónica'. Y romper con los viejos clichés en la cúpula: esos varones de mediana edad más cómodos en reservados que con mujeres al mando. Además, deberá ganarse la confianza del aparato: vencer en un congreso federal o unas primarias exige alianzas dentro y fuera del partido. Su estilo punk puede incomodar a los barones. Y aunque la derecha roce el poder sin programa, él necesitará articular uno: economía verde, digitalización justa y cohesión territorial.

¿Por qué me mojo? ¿Por qué Óscar Puente? No es un deseo, sino una salida. No aparece nadie más en el horizonte y, aunque el futuro es un interrogante, los liderazgos no se improvisan de un día para otro. Lo único claro es que, a estas alturas del siglo XXI, la política ya no se decide en el terreno racional. Si el PSOE quiere seguir escribiendo la serie tras la era Sánchez, necesita un protagonista capaz de moverse en el arena de la polarización sin renunciar a la ética pública. Óscar Puente parece, hoy, el único con la voz, el pulso y la narrativa para intentarlo… cuando toque.

Pero el reto no es solo suyo. Es de un socialismo que debe reinventar su gramática para hablar a una ciudadanía fatigada, precarizada y huérfana de épica progresista, en shock por los casos de corrupción y machismo en sus propias filas. Puente puede ser el altavoz; el contenido, urdido entre todos, todavía está por escribir.

Pedro  Sánchez ha convertido la política española en un drama serializado: cada crisis trae su propio acontecimiento inesperado que da un giro a la trama y, contra todo pronóstico, el protagonista sobrevive. Pero ningún personaje es eterno —aunque a este es posible que le queden todavía unos cuantos episodios más como presidente—. La pregunta que ronda a la izquierda hoy no es si Sánchez resistirá hasta  2027, sino quién será capaz de disputar la próxima temporada de un guion que se calibra a golpe de algoritmo y augurios de catástrofe.

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