Nos quieren quitar la alegría

¡Ay Andalucía! Tierra querida mía, de mis padres, de mis abuelos y dos de mis hijos. Hoy te ves nuevamente amenazada por los herederos del franquismo que, como ayer, te quieren arrastrar a épocas rancias en las que el toro, el traje de volantes y la pandereta simbolizaban, supuestamente, “nuestra esencia”, uniformada tras estos iconos para encubrir lo plurales y diversos que siempre hemos sido, algo que nos enorgullece, enriquece y nos da fuerza. 

Criado en el corazón de Sierra Mágina, entre olivos, cerezos y altivas gentes con una tremenda capacidad de resistencia, he vivido primero el tiempo oscuro y silencioso de la dictadura, luego la desobediencia contra la resignación y más tarde la esperanza del camino que con dificultad recorrimos hacia la democracia. Todo ello sucedió en Andalucía hasta que recalé en Madrid. Mis raíces me dan vida y, cuando veo los riesgos, sufro. No entiendo cómo ni por qué hay quienes ahora deciden retroceder, con lo mucho que nos ha costado llegar hasta aquí, poniendo en cuestión lo que somos y lo que con tanto denuedo hemos conseguido.

Tengo clavados en la memoria los miedos familiares ante el futuro de una familia de cinco hijos con un sueldo de 75.000 pesetas, estudiando todos en un piso de 90 metros cuadrados en Sevilla; el esfuerzo titánico de mi padre que nos abandonó muy pronto, a los 63 años, y de mi madre, con su paciencia, su bondad y su amor profundo. Nunca hasta hoy la he visto perder su sonrisa triste salvo por nuestra tierra y su situación. Mi madre tenía razón, cuando desconfiaba de las estirpes rancias de abolengo cuyos componentes, curiosamente, siempre le pedían consejo. Temía en especial qué iba ser de mí cuando entré en el mundo de la judicatura, tan elitista. Siempre le decía que no tuviera miedo porque no sucumbiría y, en todo caso, iba a resistir. Ella me respondía: “Lo sé. Por eso tengo miedo”.

Un chorro de aire fresco

En Andalucía, el Estatuto de Autonomía fue un chorro de aire fresco. Luchamos por conseguirlo. Fue revitalizante, un verdadero punto de partida que abrió la puerta a la ilusión, a las ganas de avanzar en democracia y derechos y nos permitió recuperar el rumbo de nuestra propia historia. Retomábamos el sueño que el golpe de Estado del 36 nos había arrebatado. Fuimos un pueblo que tuvo fe en la República y, por ello, sufrimos un castigo severo, descomunal, que nos condenó al atraso por decenios.

 La democracia fue el detonante: “Quita un cacique, elige un alcalde”, proclamaban los carteles del PCE en las elecciones municipales de 1979 y, a partir de ahí, los andaluces encontramos nuestro sitio, revitalizando la industria, el campo, construyendo comunicaciones de primer orden, reanimando los servicios públicos y la cultura. El flamenco encontró la vía para brillar con mayúscula en la cultura, hasta llegar a ser reconocido en 2010 como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, dejando atrás los tiempos en los que se reducía a un mero reclamo turístico en tablaos de supervivencia y tugurios de mala vida. Nuestro acento ahora sonaba con fuerza, con más lustre, digno.

Por ello no es de extrañar que en aquellos años y hasta hace muy poco Andalucía fuera en esencia progresista. Pienso que reinaba el espíritu de quienes habían vivido en una etapa lóbrega ansiando el cambio y de los que, siendo niños y jóvenes, habíamos conocido el final de aquel tiempo y poníamos el entusiasmo en el futuro. En aquel entonces, un retroceso era inimaginable.

Se acabó el sueño

La vida da muchas vueltas, las cosas cambian y llegaron épocas de incertidumbre. A algunos les pudo la soberbia, perdieron la sensibilidad ciudadana, el sentir del pueblo y se parapetaron en la burocracia del poder. No se cuidó al detalle lo conseguido y quedó espacio libre para que otros lo ocuparan. Esos otros recortaron derechos y plantearon alternativas conservadoras estableciendo de nuevo diferencias, apoyándose en aquellos que rechazan la Autonomía, que pretenden destruirla, que no creen en la igualdad de todas y de todos los andaluces, ni en la memoria democrática e, incluso, añoran al dictador.

Sin duda se juntan también otros factores. Muchos años de continuismo sin renovar ideas y planteamientos, desoyendo a las generaciones nuevas que se encontraron con el desempleo, sin oportunidades ni la esperanza de un futuro mejor. A ello hay que añadir la ausencia de innovación, la falta de vivienda y un largo etcétera, propio de gobiernos que marcan el paso, piensan en los que gobiernan y no en los gobernados, a quienes se deben como servidores públicos.

Aún es posible, y debemos dejarnos la piel en ello, pues lo que nos jugamos es demasiado. Y esta vez, el pueblo andaluz, que siempre ha estado dispuesto a luchar y levantarse frente a la adversidad, no nos va a perdonar

Lo que vino después fue solo la agonía del que sabe que todo ha acabado, el trastabillar de quien ha tropezado, es consciente de que antes o después acabará cayendo al suelo y coloca las manos en la posición que cree mejor para que el daño sea el menor posible. 

El error fue grave y el quebranto también.  Aquellos barros trajeron estos lodos y la desmovilización y el desánimo propio de una situación así fue aprovechado por una derecha que estaba al quite, que supo explotar el descontento, haciendo lo que siempre hace y sabe hacer muy bien, ofrecer lo que haga falta, aunque sea imposible; falsear la realidad aun de manera grosera; torcer lo necesario para ofrecerse como la solución a todos los problemas. Esta vez con un añadido: la ultraderecha estaba al acecho esperando su momento, bombardeándolo todo con sus discursos de odio contra la inmigración, negando la violencia de género, exigiendo recortar la educación, implantar el famoso pin parental o lo que haga falta. Todo falso, todo inventado, pero tremendamente movilizador al apuntar directamente a las emociones.

Miren qué dato más curioso: según la creencia común, en Andalucía Vox obtuvo votos en mayor medida en zonas rurales donde la mano de obra era inmigrante. Pero los estudios demuestran lo contrario: fue en localidades de mayor población donde tuvieron su público. Tiene el sentido de que en aquellos pueblos en que se trabaja mano a mano con “los que vienen de fuera”, se les conoce, se les integra y son valorados. Allí no hay miedo ni odio posible. En localidades alejadas de esta proximidad, las mentiras cuelan mejor y son terreno abonado para sentimientos de miedo y malquerencia. Esa es la realidad.

Las fuerzas progresistas

La realidad es que las fuerzas progresistas siguen siendo mayoritarias en Andalucía y tienen el deber de volver a ilusionar, a reencantar, a demostrar que han aprendido las lecciones de los errores cometidos, corregirlos y sumar. Las fuerzas progresistas no se pueden permitir más errores ni más dudas, ni más discrepancias y confrontaciones internas tan huecas como absurdas, porque enfrente tendrán un bloque compacto y sin fisuras aparentes. Aún es posible y debemos dejarnos la piel en ello, pues lo que nos jugamos es demasiado. Y esta vez, el pueblo andaluz, que siempre ha estado dispuesto a luchar y levantarse frente a la adversidad, no nos va a perdonar.

Se auguran nubarrones para las personas progresistas, pero para solucionar y aclarar el horizonte a partir de las elecciones del 19 de junio, hay que participar y romper la inercia que nos anuncia un triunfo de los populares de la mano de Vox. Si así fuera, iremos hacia atrás. El gobierno actual del PP, que llegó al poder con el apoyo de Ciudadanos y la aquiescencia interesada de sus socios ultraderechistas, se ha puesto al frente de los resultados de casi 40 años de adelanto apropiándose la paternidad de todos los logros. Hasta de las ayudas europeas para el campo.

El PP, para gobernar, tendrá que dar entrada a una extrema derecha que avergüenza en Andalucía, en España, en Europa y en el mundo ante lo reaccionario de sus proclamas y objetivos. Debemos ser conscientes de que se trata de defender los intereses de Andalucía frente los intereses de aquellos que lo único que quieren es conseguir una cuota de poder que muy posiblemente no les corresponde. Amigos, amigas, con sus discursos de miedo y odio nos quieren quitar lo nuestro, la alegría, y eso es algo que los andaluces no podemos tolerar.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGAR.

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