Técnica legislativa, ideología y democracia

El debate en torno a la interpretación judicial de la L.O. 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual, nos ha dejado un florilegio de opiniones: desde las que se han ocupado de los complejos aspectos técnico-jurídicos (reconforta constatar la abundancia de expertos con los que contamos en nuestro país en asuntos tan complicados como los cuadros penológicos, el derecho transitorio o los requisitos de calidad de la técnica legislativa), a las simples descalificaciones partidistas, propias de la más burda demagogia y trufadas de acentos populistas. Claro está que ha habido también aportaciones rigurosas, que han contribuido al esclarecimiento de la discusión. En lo que sigue, tomaré pie de uno de los argumentos sobre los que se ha insistido, la supuesta ilegitimidad de la ley, consecuencia, al decir de algunos, de su “carácter ideológico”, para ofrecer una reflexión que trata de ir algo más allá de este caso concreto.

Sobre las condiciones de calidad de las leyes

Para juzgar de la calidad de una norma en términos de técnica legislativa, debemos preguntarnos por su necesidad, su adecuación a los fines que propone y su justificación. Son cuestiones que los expertos han explicado en términos de las condiciones de racionalidad de las leyes, y remiten a cinco manifestaciones de esa racionalidad (a) lingüística/comunicativa, (b) jurídico formal, (c) pragmática, (d) teleológica y (e) ética. En principio, la función de los letrados de las cámaras legislativas consiste en asegurar esas condiciones, al menos las tres primeras. Pero con alguna frecuencia comprobamos que, respecto a las otras dos, el debate excede el juicio técnico de los mismos y nos lleva a la arena pública, esto es, precisamente al ámbito del pluralismo ideológico. En lo que sigue, propongo una reflexión sobre el lugar de la ideología en la técnica legislativa, a partir de la discusión sobre esta ley.

Creo que conviene avanzar alguna precisión sobre el uso peyorativo o descalificador del término “ideológico”. Sin perjuicio de entrar en ello con más detalle después, resulta inaceptable que alguien pretenda descalificar a sus adversarios alegando que actúan por motivos “ideológicos”, como si eso fuera ilegítimo, mientras uno mismo siempre lo haría por razones “objetivas” o de interés general. Tener una ideología no sólo es algo inevitable, sino legítimo. En una sociedad democrática, el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Intentar excluir del espacio público y no digamos querer obligar a alguien a renunciar su ideología, es inaceptable, siempre que esa ideología se defienda por medios pacíficos y no implique violación de derechos fundamentales de nadie. Por lo demás, que un proyecto político pretenda que su programa político sea coherente con la propia ideología es sólo una muestra de consistencia lógica.

En cualquier caso, corresponde libremente a los ciudadanos optar por una u otra preferencia ideológica y dar su apoyo a las correspondientes opciones políticas. Otra cosa es, claro, que con la descalificación como “ideológica” (que, insisto, suele ser selectiva: unos rechazan la ideología comunista, social comunista, otros, la liberal conservadora, o la independentista) en realidad se persiga mostrar que, en lugar de apuntar al interés general, al bien común, se ponen por encima intereses particulares. Pero eso es un empleo absolutamente impropio del término ideológico.

La inexorable dimensión ideológica: el Derecho no puede ni debe ser un instrumento aséptico

La discusión sobre la supuestamente espuria “contaminación ideológica de la ley”, remite en realidad a la necesidad de evitar un error conceptual de fondo, que es el que tratamos de explicar a los estudiantes de Derecho desde el primer día de clase de teoría del Derecho.

Frente a la pretensión de que el Derecho es una creación científica o técnica, dotada de asepsia valorativa (suele hablarse de “neutralidad ideológica”), lo cierto es que por sus características como herramienta de intervención en las relaciones sociales y en los conflictos, y por las que son propias (inevitables) de los operadores jurídicos, está inevitablemente cargado de ideología. Por supuesto, eso es así también en el caso de un sistema jurídico de carácter democrático. Trataré de presentar brevemente las razones de una afirmación como ésta, que no me parece difícil de justificar.

En una sociedad democrática, el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Intentar excluir del espacio público y no digamos querer obligar a alguien a renunciar su ideología es inaceptable

El primer argumento roza el terreno de la obviedad, por más que sea ese tipo de obviedad que se consigue ocultar o enmascarar. Eso que llamamos Derecho, no tiene nada que ver con una suerte de deus ex machina. No consiste en la revelación o descubrimiento de verdades inmutables, como parece sugerir el lenguaje jurídico cuando habla, por ejemplo, de la “naturaleza jurídica” de sus normas e instituciones. Ni la propiedad, ni el matrimonio, ni la hipoteca, ni los desahucios, ni los préstamos personales, ni las suspensiones de pago o la adquisición de la nacionalidad responden a nada parecido a la naturaleza o a las leyes naturales. Son soluciones, herramientas, que hemos inventado para obtener y asegurar determinados objetivos. Por tanto, su razón de ser depende de esos propósitos, que es tanto como decir de la finalidad que persiguen los actores sociales que tienen capacidad para imponer sus soluciones a esos propósitos. Durante la mayor parte de la historia de nuestras sociedades, esos objetivos, su prioridad, los medios para asegurarlos, han sido decididos por quienes dominan en ellas. Las más de las veces, mediante la amenaza o el ejercicio de la fuerza (luego se llamará a esto “monopolio legítimo de la coacción”), que ya a San Agustín le servía para mostrar la analogía entre los imperios y los piratas o bandas de ladrones. La única diferencia entre unos y otros, señala el de Hipona, es que esa fuerza esté al servicio de la justicia, lo que reenvía a un problema conceptual muy difícil de resolver, tanto que llevamos más de veinticinco siglos sin establecer una respuesta inequívoca: ¿qué es la justicia? Respuestas aparentemente claras (“dar a cada uno lo suyo”) se han mostrado en el fondo ambiguas, si recordamos que tal fórmula literal fue utilizada como emblemas en los campos de concentración nazis: jedem das seine. Esto es, para pervertir esa fórmula de justicia, basta con que quien tenga la competencia de decidir sostenga que lo suyo de los otros es nada, o peor que nada: discriminación, explotación, tortura, genocidio para mujeres, judíos, negros, indígenas colonizados, palestinos, rohingyas, personas pertenecientes a grupos LGTBQ y tutti quanti.

Y aquí vamos al segundo argumento, relativo a lo que sucede en un sistema jurídico como el nuestro. La legitimidad democrática del Derecho ha venido a proporcionarnos una solución que, si no es mágica ni perfecta, resulta la más convincente: las normas e instituciones jurídicas que median en las relaciones sociales deben ser aquellas que cuenten con el acuerdo de la mayoría de los sujetos que tienen derecho a decidirlas y que son también los mismos a quienes serán aplicadas. En otras palabras, eso que llamamos Derecho debe responder a la voluntad popular. Y su justificación, lo que llamamos justicia, lo que hace posible que lo veamos aceptable y lo obedezcamos, consiste en aquello que a la mayoría le parece justo. Aunque no sin límite alguno: hay cuestiones que se sustraen a lo decidible: son lo que conocemos como derechos, al menos los derechos humanos y fundamentales que, como se ha dicho, constituyen una suerte de coto vedado, unas garantías para todos y en especial para los más alejados del poder, para las minorías.

La ideología de la mayoría, fundamento de la ley

Añadiré una obviedad: en un sistema democrático, la producción de la ley es el resultado de obtener acuerdos de mayoría. Mayoría que, hoy y en nuestro país, ya no es absoluta, sino que debe ser construida por la negociación y el acuerdo de diferentes grupos que, sumados, constituyan una mayoría parlamentaria. Eso relativiza considerablemente la realización tout court del programa electoral: al no contar con mayoría absoluta, ni siquiera la primera fuerza parlamentaria puede imponer su programa, traducirlo en leyes. Por tanto, el Derecho propio de una democracia parlamentaria sin mayorías absolutas es, forzosamente, un Derecho negociado desde posiciones y proyectos ideológicos plurales, en torno a qué es más oportuno en cada momento para gestionar las relaciones sociales, pero también sobre lo que es aceptable o quizá, más claramente, sobre lo que no debemos ni podemos aceptar. Eso último es el cometido del Derecho penal, que en sociedades democráticas es la ultima ratio, el último recurso para garantizar que no se cause a nadie un daño en aquellos bienes que consideramos valiosos: la libertad, la integridad física, la autonomía, la preservación de la intimidad, pero también el acceso a recursos necesarios para una vida digna (trabajo, vivienda, recursos energéticos, por cierto…) y, obviamente, el acceso a la salud y a la educación. Por eso el Derecho ni puede ni debe ser neutral ideológicamente: no lo es ante la tortura, ante las manifestaciones de crueldad, violencia, discriminación o explotación.

Esa toma de posición ideológica, propia de un Derecho democrático, exige que evitemos que quienes ejercen posiciones de poder puedan imponer su propia conciencia o su ideología) frente a las de la mayoría. Y esto sirve en particular como advertencia frente a la falacia argumentativa y profundamente antidemocrática de la que se sirven quienes reservan a algunos privilegiados una suerte de capacidad de decisión superior: por encima o incluso contraria a la de la mayoría. Como recordaba mi compañero, el profesor Carbonell, en un artículo en estas páginas , esto debe tenerse muy en cuenta ante el riesgo de que determinadas decisiones judiciales puedan invadir o suplantar la voluntad general que expresan las leyes.

Los jueces no son una especie de última cámara legislativa, ni deben pretenderlo. Ni siquiera lo es el Tribunal Constitucional, cuya función -conforme al modelo kelseniano- es la de control negativo, esto es, expulsar del sistema jurídico aquello que no es conforme con lo que dispone la Constitución, pero no la de decir cómo se debe legislar esta o aquella materia, algo que es competencia del poder legislativo, como representación de la voluntad soberana del pueblo. La conciencia de un juez -por refinada que sea- no es argumento suficiente ni legítimo para corregir -a fortiori, menos aún para suplantar- la conciencia de la mayoría que se expresa en las leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria. En nuestro sistema, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad, la que dictan las cámaras legislativas. En todo caso, pueden plantear cuestiones de constitucionalidad cuando entiendan que una ley plantea problemas respecto a las exigencias constitucionales. Otra cosa sería tomar en vano los principios de soberanía popular y separación de poderes.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.

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