"¿Vas al gimnasio con ese culo que tienes?"

"Un yogur, tres galletas, nosotras dos y un verano de dietas". Me lo dedicó una amiga en un cuaderno cuando yo tenía 11 años y ella 13. En 1998 hicimos el primero de los tantísimos intentos por tener un cuerpo distinto al nuestro. La penúltima vez que la vi, el día antes de su boda a sus 37 años, me explicó entusiasmada las maravillas del ayuno intermitente y yo la dejé hablar, creo que incluso le dije que lo probaría. Por alguna razón no le conté que yo ya había instalado y desinstalado la aplicación Fastic hacía unos años en Estados Unidos. Creo que no lo hice por respeto a nuestra jerarquía infantil: ella era la que llegaba al pueblo anunciándonos la existencia del Tamagotchi como si nosotras no estuviéramos ya aburridas de ese aparatico incordioso. Quizás también lo hice porque yo entonces salía de un aislamiento pandémico llevado a rajatabla seguido de un embarazo y un posparto en los que comí saludable pero no dediqué ni una milésima de mi preocupación a nada que no fuera que mi hijo llegara bien a este mundo.

No quería que me pasara como aquella tarde de los 2000 en la Escuela Oficial de Idiomas. Tenía 16 años. Yo estaba contando que luego había quedado para ir al gimnasio con mi mejor amiga y mi compañera de pupitre dijo: "¿Vas al gimnasio con ese culo que tienes?" Ese culo que tengo lo he tenido siempre. Mi culo, mis caderas y mis muslos siguieron ahí incluso cuando adelgacé tanto a los 19 años que yo misma dije "de aquí no bajo más porque esta cara y esta clavícula no se parecen a mí’". Incluso en ese momento, seguro que alguien habría sido capaz de decir que estaba gorda. No lo estaba ni entonces, ni a los 16 años ni muchísimo menos a los 11, cuando aún no me había venido la regla y era todavía una niña altísima –y espigada– para mi edad.

Tampoco lo estaba a los 25, esa noche en el piso de una amiga en el Born antes de salir. Yo estaba exactamente bien: con una figura que me hacía sentir cómoda y sin vivir a dieta. Mi amiga –de constitución delgada– se miraba al espejo con unos pantalones cortos pero elegantes y dijo: "¿No me harán gorda, ¿verdad?". En ese momento, y en tantos otros antes y después con otras amigas delgadas, pensé, pero no dije: "Si tú te ves gorda, cómo me verás a mí". Nunca lo dije porque en el fondo, o al final, siempre he sido capaz de atisbar que detrás de cada comentario de una mujer que me ha hecho daño había mucho dolor propio. Un dolor de generaciones. Ahora, que tengo 36 años y sí quiero perder el peso que gané en la combinación de la pandemia y el embarazo, cuando encuentro todavía a alguna mujer que dice algo así ya siento más lástima que ofensa: una pena enorme, universal, por todas nosotras.

El intento machista de tenernos entretenidas en una batalla constante contra nuestro cuerpo es más viejo que el mundo. Nosotras seguramente no podamos zafarnos nunca del todo, pero liberemos por favor de esta cruz a las que vienen

Sí, me acuerdo de todas las frases que me han dicho en mi vida sobre mi cuerpo. Soy una chica blanca, heterosexual, extrovertida. A mí me tocó que se metieran conmigo por mi cuerpo. A cada uno nos encuentran algo. No fue muchísimo, ni fueron muchísimos, tampoco necesariamente en alto. Creo que la mayoría de las personas que lo han hecho no querían hacerme daño. Muchas ni siquiera se dirigían a mí. Esta semana misma, una señora decía que ella no iba "a estropear todo" por una comida. La comida que íbamos a compartir todos al rato. Es una señora que tiene oficialmente un tipazo. Y a sus cincuenta años largos sigue preocupada.

Las revistas "de mujeres" deberían ponerse las primeras en la fila para pedirnos perdón. Dónde está nuestra ayuda psicológica por haber crecido en la miserable cultura de la dieta. Quién recompone todo lo que ese discurso –que por supuesto sigue existiendo, no se vayan a pensar– ha podrido dentro y fuera de nosotras. Uno de sus exponentes más reveladores es que nos avasallen con adelgazar cuando tenemos que enfrentarnos a algo tan transformador y arriesgado física y mentalmente –sí, lo es, no se dice mucho– como parir un hijo y recibirlo en el mundo. 

Empecé a escribir esta columna indignada por la lona de una clínica estética que anunciaba una operación de aumento de pecho con la frase "Otro verano más cambiando el panorama de las playas". En concreto proclamaba "la nueva era del aumento de pecho". La nueva era. Ahora mis muslos, mi culo y mis caderas están más aceptados que en los 2000, pero sólo si terminan en una cintura de avispa coronada de dos pechos contundentes y firmes. La guinda son unos labios gruesos y, por supuesto, ya tampoco valen ni las pestañas ni las cejas naturales. El mercado nos quiere insatisfechas y es insaciable (e imaginativo). Las redes, sí, son como estar expuestas a un bombardeo de revistas de mujeres y de mujeres evangelizando esos mandatos. Las redes sólo tienen de diferente su potencia abrumadora. El intento machista de tenernos entretenidas en una batalla constante contra nuestro cuerpo es más viejo que el mundo. Nosotras seguramente no podamos zafarnos nunca del todo, pero liberemos por favor de esta cruz a las que vienen.

Más sobre este tema
stats