En un contexto de creciente malestar social, en el que la desafección y la frustración se extienden entre amplias capas de la población, urge recuperar un principio tantas veces enunciado y tan pocas veces llevado a sus últimas consecuencias: la universalidad de los derechos.
Cada vez que se plantea ampliar algún servicio público desde una perspectiva universal —como ocurrió hace unos meses, cuando el Ministerio de Sanidad anunció la cobertura pública de gafas y lentillas para los menores de 16 años— aparece una resistencia muy particular: la idea de que estas prestaciones deberían reservarse únicamente para quienes no pueden costeárselas, o de lo contrario correremos el riesgo de que los ricos saquen provecho (como si lo necesitaran).
Como señalaba César Rendueles, detrás de esa reacción se esconde una lógica meritocrática, profundamente injusta, segregacionista y conservadora, que concibe los servicios públicos como premios individuales —que hay que “merecer”, ganar y, sobre todo, probar— y no como verdaderos derechos colectivos. Una forma de pensar que ha contaminado incluso a la propia izquierda, debilitando nuestra concepción de los derechos: ya no son algo que nos pertenece por el simple hecho de ser ciudadanos, sino caridad que hay que racionar.
Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario: que el Bienestar verdadero, con mayúscula, solo se puede alcanzar cuando todos tenemos garantizada una buena vida, y que los derechos que funcionan de verdad —no como promesa abstracta, sino como política concreta, visible, efectiva, material— son universales. Porque solo cuando los derechos dejan de ser privilegios, dejan también de ser objeto de disputa.
Solo la universalidad tiene la potencia de quebrar la lógica de la competencia social —esa que el capitalismo inocula desde la cuna, convenciendo a cada cual de que su destino depende de ganar ventaja sobre el resto— y sustituirla por la lógica de la solidaridad. Es una herramienta poderosa para recomponer el tejido social y construir un nuevo sentido común. Frente al 'sálvese quien pueda’, proponer un ‘todos juntos’.
Reconstruir lo común y frenar a la extrema derecha
Buena parte del malestar actual proviene de la incertidumbre: empleos precarios, imposibilidad de acceder a una vivienda y servicios públicos que parecen evaporarse. En vez de ofrecer certidumbres compartidas, muchos gobiernos, de distinto signo político, se han limitado a responder con políticas puntuales, restringidas tanto en su alcance como en su duración. Ayudas pensadas más como alivios para momentos de crisis, que como transformaciones estructurales capaces de redefinir las condiciones de vida.
Ese enfoque es cortoplacista y condena a las políticas sociales a ser percibidas como concesiones excepcionales, en vez de como conquistas permanentes. Apostar por la universalidad significa exactamente lo contrario: significa asumir que los derechos no son parches, sino cimientos; que no deben depender de la coyuntura, sino construir un nuevo estado de las cosas. Solo así puede revertirse la sensación de abandono que alimenta el desencanto y, con este, el repliegue individualista.
La extrema derecha se alimenta de la percepción de competencia entre quienes tienen poco: fomenta la idea de que cada derecho concedido a unos supone una pérdida para otros. Frente a ese discurso venenoso, la universalidad de derechos es un antídoto.
Cuando todas las personas acceden a los mismos derechos en condiciones materiales reales —no solo formales— desaparece el terreno fértil para la política del resentimiento. Se demuestra que el bienestar no es un juego de suma cero, que nadie pierde porque otros ganen, que hay espacio para todos. Por eso, universalizar derechos es también desactivar la guerra entre pobres que tanto provecho da a los reaccionarios.
Repensar el Estado para hacerlo posible
Defender la universalidad exige hacerse una pregunta incómoda: ¿Qué tipo de Estado puede sostenerla? El Estado de Bienestar actual, con sus limitaciones estructurales, su carácter a menudo subsidiario, asistencialista, y su dependencia casi exclusiva de las rentas del trabajo, parece incapaz de garantizar derechos universales de forma sostenida. Mientras el 1% más rico pague menos que quienes menos tienen, cualquier intento de ampliación de derechos se presenta como insostenible.
Por eso, este debate no puede eludir la cuestión económica, fiscal y distributiva. Universalizar derechos implica redistribuir riqueza, enfrentar a los oligopolios y gravar las grandes fortunas. Y exige reinventar, igualar, la relación de los ciudadanos con el Estado: no como aparato benefactor que reparte migajas en momentos de crisis, sino como herramienta democrática al servicio de la emancipación de todos.
Aquí emerge un problema que no es solo de medios, sino también de voluntad. Buena parte de la izquierda parece haber renunciado a librar las batallas de fondo, atrapada en una política de gestos, diseñada para el aplauso fácil del momento y no para construir victorias duraderas que fortalezcan un sentido de pertenencia. Esta lógica del impacto rápido, aunque genere titulares, termina debilitando cualquier proyecto transformador porque sustituye la imaginación por el marketing.
La izquierda necesita despertar: superar la lógica de lo inmediato y volver a pensarse como una fuerza capaz de moldear el futuro.
Todo para todos
Muchos desconfían de la universalidad por considerarla irreal. Pero aceptar esa premisa equivale a renunciar a la idea misma de igualdad. Es claudicar. Es asumir como natural la desigualdad que nos rodea.
Universalizar los derechos no es una utopía; es la condición para que haya futuro compartido, para que la vida cambie
La universalidad no es una política de consumo rápido para redes sociales. No produce efectos instantáneos, pero sí duraderos. Es un proceso lento que requiere relato, alianzas territoriales y sindicales, organización colectiva y voluntad de desafiar los límites de lo posible. No basta con incluirla en un programa electoral: hay que convertirla en causa compartida, en horizonte común que convoque a la mayoría. Porque solo la organización colectiva —no los liderazgos mesiánicos ni el voto cada cuatro años— puede cambiar la vida.
Esto exige que la izquierda recupere la capacidad de imaginar otros mundos posibles y proponer horizontes nuevos. Durante demasiado tiempo, su papel ha sido el de recomponer lo que la derecha derriba, volver a colocar las mismas piedras en su sitio sin atreverse a construir nada distinto. Pero hacer política desde lo común también debería significar ampliar el terreno, no solo defender lo conquistado: proyectar una idea de futuro que no esté encerrada en lo cotidiano y en lo repetitivo, sino que aspire a ensanchar los derechos y el bienestar de todos con ambición y alegría.
Hester y Srnicek, en su libro Después del trabajo, lo sintetizan bien: no debemos aceptar nada menos que todo para todos. Ésa es la radicalidad sencilla que necesitamos: dejar atrás la política de lo individual, salir de la trinchera cómoda desde la que solo nos quejamos, y construir un terreno de lo común donde la competencia social se transforme en solidaridad de clase.
Universalizar los derechos no es una utopía; es la condición para que haya futuro compartido, para que la vida cambie.
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Carlos Entenza es politólogo, jurista y codirector de 'Ideas en Guerra'.
En un contexto de creciente malestar social, en el que la desafección y la frustración se extienden entre amplias capas de la población, urge recuperar un principio tantas veces enunciado y tan pocas veces llevado a sus últimas consecuencias: la universalidad de los derechos.