Plaza Pública

“Clase médica”: entre lo mejor y lo peor

Una doctora y una enfermera de la UCI del Hospital Morales Meseguer de Murcia cambian el respirador a un paciente ingresado por covid-19.

Joaquín Ivars

Será raro encontrar un caso en el que el contacto con la llamada clase médica no haya dado lugar a ambos tipos de experiencia: la terriblemente angustiosa y la sumamente benefactora, y no solo por razones fisiológicas. Cuando hablo de lo mejor es porque de lo que más podemos sentirnos agradecidos es de tener buena salud física y mental y de que existan personas que velen por ella adecuadamente. Lo peor, por tanto, ya no hay que explicarlo.

Las vicisitudes de la vida han querido que anduviese siempre cerca de las profesiones sanitarias. Con 17 años sacaba algún dinero extra como aprendiz de instrumentista en un quirófano mientras iniciaba mis estudios en medicina; luego, para ganarme la vida mientras estudiaba, trabajé como celador, haciendo las veces de auxiliar lavando cuerpos dañados por la enfermedad, o de enfermero, sanando escaras o heridas o repartiendo medicación en clínicas privadas, o recibiendo llamadas como telefonista de urgencias o controlando por radio el vaivén de las ambulancias en la sanidad pública. Finalmente, antes de cambiar definitivamente de rumbo, ejercí como médico en ambulancias, en entrada de urgencias de hospital, en campamentos de verano para peques y en atención primaria. Fue una experiencia breve, muy pocos años, y, aunque repleta de anécdotas, supongo que no del todo brillante; mis inquietudes y mi peculiar sentido del deber no me llevaron por esos derroteros de tan altas responsabilidades.

Es quizás debido a esos antecedentes por lo que siempre he admirado tanto el ejercicio de la profesión médica y de todo lo que tiene que ver con el cuidado de la salud. Mi admiración no solo proviene de un cierto contacto y conocimiento como profesional, sino también como enfermo, especialmente en estos últimos años en los que la vida ha decidido guardarme algunas sorpresas de fin de fiesta. Poner en marcha todo lo que se estudia en medicina, hacerlo con esfuerzo y sacrificios, inteligencia y estudio permanente, disponibilidad, humildad ante la propia ignorancia, empatía y compromiso social es algo absolutamente digno de encomio; si no has tenido roce con sus exigentes quehaceres, es difícil entender y poder comparar con otras actividades lo que las profesiones sanitarias demandan de las personas que están en ejercicio. Porque estuve cerca, pero decidí alejarme por razones que no vienen al caso, es por lo que siento el privilegio de haber estado ahí observando desde dentro y también desde fuera; oteando desde el exterior, pero no a tanta distancia que pudiese perder el foco de lo que ocurría entre camillas y sueros, fonendoscopios y rayos X, incubadoras y escáneres, quirófanos y jeringuillas, historias clínicas y charlas de pasillo de hospital.

En ese tránsito de aquí para allá, he visto bastantes cosas, algunas de ellas de lo mejor, otras de lo peor. Y no creo que mencionar algunas observaciones sobre lo malo vaya en contra de la profesión médica, sino que va a favor de mejorar sus prácticas y de hacernos a todos reflexionar sobre esta curiosa relación que se establece, o debiera establecerse, entre médico y paciente. (Me centro aquí en el personal médico y no en otras profesiones sanitarias, por las que mi admiración es igual de grande, porque entiendo que los responsables últimos de lo que ocurre en esas relaciones con la salud suelen ser los médicos y las médicas; ellos y ellas son quienes marcan el paso al tomar las decisiones más delicadas y al asumir las mayores responsabilidades. No existe ninguna otra razón para hablar aquí de la “clase” médica que pudiese escatimar reconocimiento y exigencia a otros sectores sanitarios).

No hablaré aquí de la medicina anti-industrial y anti-patente que en los años 70 del siglo XX se desarrolló principalmente desde el trabajo y las publicaciones de ciertos pensadores que pusieron en cuestión la medicina profesional tal y como la conocemos hoy día. El pensador austriaco Ivan Illich fue precursor de estas corrientes anti-institucionales y un exponente avanzado en términos anticapitalistas, o anarquistas, respecto a la escolarización estandarizada, la medicina industrializada, el consumismo que destruye el medio ambiente, etc.; esta reflexión podría ser actualizada en un artículo de más largo recorrido y más detenimiento. Aquí solo voy a señalar tres ámbitos que atañen a lo que solemos llamar medicina “convencional”, que es la que disfrutamos y padecemos en la actualidad en la mayoría de sociedades “avanzadas”.

Desde que tengo conocimiento se habla del corporativismo de la clase médica (lo de “clase” quizás es un arcaísmo, pero las conductas de algunos de sus profesionales a menudo no producen estímulos suficientes para acabar con este uso desagradable de la palabra). Y sí, lo he visto en multitud de ocasiones, puedo atestiguar el corporativismo y también la autodefensa frente al no iniciado. Existe tanto la ocultación a ultranza del acto médico del colega que pudiese ser acusado de negligencia o de simple error, como existe la indescifrable jerga tecnocrática que encubre o separa, aliena, al enfermo de lo que su propio cuerpo trata de decirle y cuyos intérpretes no les aclaran. En muchos casos, existe pues tanto el encubrimiento profesional como la falta de transparencia del lenguaje, dos maneras de oscurecer lo que ocurre al margen de lo que el enfermo debiera conocer en un legítimo estado de derecho.

Del otro lado, está quien te explica perfectamente qué ha pasado antes de llegar hasta él o ella, y qué ocurrirá cuando hayan de tomarse decisiones de cualquier tipo en actos preventivos, diagnósticos o terapéuticos. Este tipo de profesional te detalla con claridad la información que maneja y lo hace con el debido respeto por los derechos del paciente. Y si el enfermo por alguna razón estuviese dificultado para entender lo que ocurre, o su sufrimiento se incrementase mucho al conocer su verdadero estado, entonces los profesionales hablan y traducen a las personas cercanas lo que haya de saberse para tomar las decisiones adecuadas en las pertinentes condiciones de información del caso. Probablemente bastantes lectores se reconocerán preguntándose a sí mismos al salir de la consulta qué ha querido decir el facultativo cuando ha mencionado tal o cual síntoma, este u otro signo, esta o aquella prueba diagnóstica. El ejercicio hermenéutico, interpretativo, es de gran calado y exige un esfuerzo adicional a quien no suele estar en condiciones de aprender tecnicismos, desenredar galimatías o descifrar jeroglíficos. Por tanto, es fácil ver que la mala o buena praxis médica puede ir acompañada además de aciertos o ruidos (intencionados o no) en la comunicación. Es decir, no siempre fluyen las cosas como se supone que deberían, y quizás convendría revisar esto un poco más por parte de quienes saben del asunto; la pelota está en su tejado y no en el de quien no ha estudiado medicina y no debería necesitar husmear en internet para salir con la cabeza llena de desinformaciones o malas interpretaciones, sin aclarar definitivamente ninguna duda y habitualmente en estado de agitación y miedo. El hermetismo aunque ya sabemos que no todo el mundo está dotado para la divulgación de saberes o la simple comunicación humana ayuda muy poco a la salud, y quizá constituya lo que eufemísticamente llaman “área de mejora”.

Aparte de los problemas de comunicación que como digo no siempre se dan, pero sí ocurren mucho más de lo deseable, existen otro tipo de dificultades, algunas relacionadas tangencialmente con la transmisión verbal o escrita y otras no. Me refiero aquí al dilema de la técnica versus la atención humanizada. Entre los clínicos, los médicos que atienden patologías “vivas”, los hay que hacen descansar toda su efectividad en el dominio técnico y otros que compatibilizan la destreza tecnológica (ahora también asistida por inteligencia artificial) con la empatía; estos últimos son los que entendieron durante la carrera que escuchar y mirar a los ojos, prestar atención al paciente en su conjunto, es la primera y gran tecnología que debe emplearse cuando se han de enfrentar con personas que sufren alguna dolencia. No cabe duda de que los avances técnicos han cambiado la medicina en los últimos decenios y que cada vez se consiguen mayores éxitos en la prevención, diagnóstico y tratamiento de enfermedades, complicaciones y cuidados paliativos. No vamos a enumerar aquí siquiera alguno de esos pasos de gigante que llevan tanto tiempo salvando vidas y mejorando la calidad de las mismas; quien no los tiene en mente es que no se entera de nada (todos sufrimos en carne propia o tenemos cerca a alguien que padece). Sin embargo, al mismo tiempo, un cierto proceso de deshumanización ha eclosionado en los médicos y médicas que prestan todo su interés a la atención técnica y descuidan, nunca mejor dicho, la atención humana, cercana, emocional. El equilibrio no es fácil, muy al contrario; es dificilísimo estar al día para no quedarse atrás en el conocimiento y al mismo tiempo ocuparse de la salud emocional de las personas con problemas físicos y/o mentales. Y desde luego la administración con sus burocracias y sus deficiencias no facilita que los sanitarios puedan emplear más tiempo en cada paciente. Pero aun así… ¿no hemos visto que algunos y algunas profesionales tienen tiempo de todo y para todos, y otros ni un segundo para casi nadie y para casi nada ni una mirada, ni una sonrisa, ni un mínimo gesto de comprensión o solidaridad?

Un cualificadísimo médico, especialista y de amplio espectro, jefe de servicio en un gran hospital y catedrático, que me salvó la vida, y al que no cito para no perjudicar su buena fama con la mía, me invitó en calidad de exmédico y paciente a un coloquio final en unas jornadas profesionales muy especializadas. El título de la mesa redonda que él mismo dirigía y moderaba era: “El rostro humano de la medicina”. He de confesar que cuando mi médico me invitó a comentar alguna cosa en el estrado junto a afamados cirujanos o especialistas me sentí aterrorizado; el lugar que había abandonado muchos años atrás regresaba como un boomerang y me golpeaba de lleno para tener que balbucear palabras sobre lo que nadie puede estar muy seguro mucho menos frente a semejante auditorio. Al mismo tiempo que sentí miedo y vergüenza, confieso que me divirtió pensar en el título del coloquio, pues si la medicina no tenía “rostro humano”, entonces ¿se trataba de veterinaria? Una broma que me hice a mí mismo para relajarme ante lo anómalo de mi presencia allí; un chascarrillo que por supuesto me abstuve de comentar en ese contexto porque sabía que la cosa era mucho más seria y significaba mucho para quienes decidieron quedarse a hablar de “lo humano” en la charla final (después de haber compartido experiencias muy técnicas durante un par de días con el resto de compañeros, aquellos que se marcharon antes porque sus agendas estaban apretadísimas o porque simplemente decidieron no molestarse con semejantes elucubraciones “emocionales”). Allí mismo, en ese foro, con la intervención de varios colegas se pudieron ver diferencias de mirada o de estatus en uno u otro sentido. Este segundo problema que menciono tiene que ver con el primero que he citado porque el énfasis en lo tecnológico deja poco tiempo para desarrollar otro tipo de habilidades; sí, y ya sé que una gran cantidad de médicos sienten frustración, o deberían sentirla, por no poder ocuparse de todo en un contexto que además facilita poco su labor y los inunda con papeleos, economías miserables, malas gestiones administrativas y políticas, falta de apoyo logístico y enfrentamientos difíciles o imposibles con enfermos a los que muchos no profesionales dejarían en la estacada por sus groserías, sus abusos o sus amenazas. Pero insisto en que reflexionar en lo que uno o una hace por sí mismo solo debería servir para adentrarse de manera más crítica en el ser humano que cada quién lleva dentro, en un estrato más profundo que el del mero envoltorio profesional especializado que sabe mucho de alguna cosa y muy poco de lo demás. Muchos médicos y médicas reflexionan voluntariosamente o ejercen técnica y emocionalmente de manera natural; ellos y ellas representan lo mejor de la profesión porque entienden que la medicina siempre irá más allá de sus propios desarrollos tecnocientíficos.

En tercer lugar, desde lo mejor a lo peor, también nos vamos a encontrar dos polos entre los que se podrán apreciar matices. La mala suerte, por ejemplo, me hizo ver y comprender lo peor. Siendo muy joven, cuando era “chico para todo” en una clínica privada, presencié cómo un afamado, prepotente y brutal cirujano se ufanaba de abrir y cerrar el vientre de una señora de edad avanzada en estado terminal y sin solución posible solo para ganar el equivalente entonces a tres mil euros multipliquemos por más de treinta años y nos saldrá una cifra mareante para semejante carnicería: una manera despiadada de añadir sufrimiento para ganarse un dinero infame. La buena suerte, lo mejor, sin embargo, me llegó unos años antes de ese funesto incidente, y me permitió ayudar y aprender en quirófano de una de las personas más generosas que alguien pueda encontrarse, un cirujano no menos brutal en cuanto a sus maneras verbales (soltaba tacos y chistes a cada paso que daba) pero delicadísimo y de una generosidad absoluta con los pacientes. Regalaba su tiempo, sus abrazos, sus bromas y su dinero a quien más lo necesitaba; y encima, toda su sofisticada técnica, que no era poca, la ponía al servicio de los demás con la naturalidad de quien había entendido que su venida al mundo tuvo que ver con ayudar a los otros y no con pavonearse patéticamente de su fama o de su dinero. (Desgraciadamente, su propio hijo es un lamentable contraejemplo de lo que digo, cosas de la vida).

Nada de esto es cuestión de generaciones, si bien es cierto que los de más edad solían tener un sentido de “clase”, más social que profesional, distinto al que hablaba al principio y que hoy día eso resulta como pasado de moda. También es cierto que entre los más jóvenes los hay admirables, enérgicos, empáticos, resolutivos, comunicadores, etc., pero igualmente nos topamos con los insufriblemente distantes, siempre con la cara de póker en su rostro, con los monotemáticos (los que no quieren saber nada de lo que no sea su exclusiva parcela de dominio o su técnica) o con los peseteros hasta la náusea –o todo al mismo tiempo–. No hay que pensar mucho para darse cuenta que tanto la distancia como la microparcelación tecnológica o la avidez de dinero y estatus (manifiesta de muchas maneras) son de los peores males que pueden aquejar el ejercicio de esta prestigiosa profesión y resultar fatal a nuestras necesidades más básicas.

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Espero que no quede en la mente de nadie que mis palabras van dirigidas a la generalización de una polaridad absoluta ni a un absurdo maniqueísmo. Hay muchos casos intermedios de médicos que hacen cuanto buenamente pueden por atender emocional y técnicamente a los pacientes y que no miran cuestiones económicas más allá de lo razonable. Pero estimo que recapacitar sobre estos temas no empeorará la salud del señor o la señora que en un hospital espera que se le ofrezca lo mejor técnicamente al alcance de nuestras posibilidades como país, sin querer sacarle las tripas para así sacarle los dineros, y que además pueda sentirse ciudadano con derechos frente a un aparato gigante, hermético y burocratizado que a menudo lo trata como una pieza defectuosa de la maquinaria productiva. Y toda mi admiración por una profesión tan digna y tan bien encarnada por muchos y muchas de sus facultativos que sufren el desprestigio en el que algunos compañeros y compañeras se empeñan, esos y esas a los que no debemos ofrecer coartadas administrativas y políticas para que puedan justificar semejantes comportamientos. Tampoco estaría de más que los profesionales de la medicina alguna vez reflexionaran de manera mucho más amplia sobre las condiciones de posibilidad de su propio ejercicio y de las instituciones y empresas para las que trabajan a menudo de manera “ciega”.

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Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga.

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