Cultivos de secano: no es sólo el cuánto sino el cuándo

Isaac Pozo Ortego

La última semana de abril ha alcanzado temperaturas de 40ºC y ha habido noches tropicales. La mayor sequía desde hace cuarenta años. El nivel de los embalses está ya por debajo de los valores de verano. Quizá le suenen estos titulares u otros que están apareciendo últimamente en las noticias. Son un tanto alarmistas, porque nos enfrentamos una vez más a una sequía de las que suele sufrir nuestro país, pero esta vez es diferente.

La Península Ibérica tiene un régimen de precipitaciones estacionales. Excepto la zona norte, somos un país de secano que concentra las lluvias al final del invierno y al final del otoño. Tiene tendencia a sufrir sequías estacionales sobre todo en los meses de verano. Hemos conseguido solucionarlo a base de adaptar nuestros métodos agrícolas y con ingeniería, construyendo presas en los grandes ríos. Pero la diferencia de este año es que se ha roto este ciclo de lluvias de otoño-primavera, y esto es lo que producirá mayores problemas de los que estamos acostumbrados a sufrir.

Las plantas no tienen un cerebro con el que decidir si es un buen momento de brotar y florecer, sino que utilizan una estrategia indirecta que es contar los días de calor. Cuando están en forma de semilla, pueden medir de manera rudimentaria la temperatura de la superficie, y cuando se han acumulado unos cuantos días de calor, asumen que ha llegado la primavera, brotan y comienzan su ciclo de crecimiento. Es un proceso complejo en el que corren el riesgo de brotar demasiado pronto y congelarse en alguna helada tardía, o salir demasiado tarde y que otra planta haya ocupado su lugar. 

Pero ahora llegamos al agua y aquí es donde tenemos el problema. Todos hemos estudiado en el colegio el ciclo del agua. Se evapora del mar, las nubes que la transportan a lo alto de las montañas caen en forma de lluvia, se filtra por la tierra hacia los ríos y estos la devuelven al mar. El paso clave de este proceso es cuándo se filtra por el suelo, ya que esta agua es la que utilizan las plantas para crecer. 

Y ahora llegamos a 2023, donde hemos tenido la tormenta perfecta, o más bien la falta de ella. Tuvimos un otoño relativamente seco donde no se recargó de agua demasiado la tierra. Hemos tenido un invierno especialmente caluroso, que hizo que las plantas brotaran con algo más de un mes de adelanto. Si hubiera llovido lo necesario en primavera, simplemente la cosecha se habría adelantado, y hubiéramos tenido las típicas noticias de la sección de Sociedad sobre la campaña de la uva que se adelanta un mes.

Pero es que no ha llovido apenas y las plantas han realizado su ciclo más rápido, creciendo menos y madurando antes; por ejemplo, en el caso de los cereales, en lugar de tener plantas de una altura normal nos hemos quedado con unas plantas mucho más pequeñas con mucho menos fruto. No hay más que darse una vuelta por cualquier zona cerealista y ver que en pleno mes de abril el trigo ya está amarillo, los frutales ya están sacando fruto y, en general, todo está más seco.

Pero para rematar, ha llegado una semana de calor en el peor momento, cuando las plantas esperan el agua para dar el último empujón a la producción de frutos. Esta semana de calor terminará por agotar las pocas reservas de agua que queden en el suelo y no dejará nada a las plantas para terminar su ciclo.

El refranero español dice que “cuando marzo mayea, mayo marcea”, pero aún en el caso de que siga siendo válido en un contexto de cambio climático y tengamos alguna borrasca salvadora, probablemente sea demasiado tarde y las plantas ya hayan finalizado su ciclo, y ese aporte extra de agua sólo complique la cosecha. Eso si no se complica más con alguna helada tardía que termine de rematar las cosechas.

Económicamente puede que no lo notemos mucho, el beneficio para los agricultores será menor, pero afortunadamente existen los seguros agrícolas que algo paliarán las pérdidas. Al haber menos producción subirán los precios, que se sumarán a las subidas de la inflación y a las debidas a la guerra en el gran granero de Europa que es Ucrania. Probablemente la barra de pan suba cinco céntimos más en otoño, y la cesta de la compra se encarezca un poco.

Al haber menos producción subirán los precios, que se sumarán a las subidas de la inflación y a las debidas a la guerra en el gran granero de Europa que es Ucrania

Pero esto es un patrón que cada vez se repite más, y si bien podemos aguantar algún año puntual de sequía, si esto se cronifica, los beneficios serán menores, las primas de los seguros subirán y la producción descenderá tanto que hará que el campo cada vez sea menos rentable, sumándose el efecto mayor de abandono rural e incremento del reto demográfico.

Es un problema con mala solución. No es posible regar con agua embalsada toda la superficie agrícola, primero porque aumentarían estratosféricamente los costes, pero también porque ya tenemos un sistema de presas en funcionamiento que ocupa los mejores lugares y aprovecha al máximo el agua para riego, pero si no hay lluvias los embalses no se llenan.

En estos días está surgiendo el debate, al hilo de la demolición de una presa en Extremadura, de si es necesario construir más presas. Lo primero que deberíamos aclarar es que la presa a demoler apenas tiene un papel importante en la agricultura de la región, y son las grandes presas de los grandes embalses las que realmente recogen agua, primero para el consumo humano, después para producción de electricidad y, por último, para uso agrícola. Sin embargo, existen multitud de presas pequeñas, que son más perjudiciales que lo que producen

No podemos represar toda el agua, sin respetar los caudales ecológicos, no ya por consideraciones ecologistas, sino porque unos ríos sanos contribuyen a una biodiversidad sana que es la que produce procesos naturales, como la polinización o el filtrado de agua, que son básicos para la agricultura; si tuviéramos que hacer estos procesos a mano, multiplicaría los costes a niveles inaceptables. Como todas las soluciones extremadamente sencillas, cuando profundizas se descubre que no solucionan los problemas reales, y más bien los cronifican.

Desde las administraciones se debe apoyar a los agricultores en una progresiva migración hacia modelos de agricultura más adaptados al cambio climático, que huyan de soluciones cortoplacistas que cronifiquen el problema, como está pasando con la legalización de regadíos en el entorno de Doñana, que acaban perjudicando al común de la ciudadanía por beneficiar a un sector relativamente pequeño, y que cuentan con métodos anticuados que sólo priorizan la producción frente a la calidad. Por otro lado, se deben implementar medidas de control del precio de productos básicos.

A menudo surgen noticias tecno-optimistas, como nuevas variedades vegetales que resisten la sequía, o el descubrimiento de un gen que hace que las plantas necesiten menos agua. Pero hay que ser conscientes de que se tardará unos años en llegar al mercado, y que los resultados reales nunca son los de laboratorio. Por otro lado, hay que pensar en los aumentos de coste de las nuevas semillas, que se trasladarán por toda la cadena al consumidor, y ese trigo moderno hará que la barra de pan se vaya a los dos euros.

No existe una solución sencilla al problema, y probablemente venga de una combinación de factores tecnológicos como la investigación, la introducción de nuevas variedades de cultivos, un ciclo del agua regulado que mantenga unos caudales ecológicos, y políticas públicas de control de los precios de la cesta de la compra y apoyo al cambio del modelo agrícola. Pero, sobre todo, tenemos que ir pensando en adaptarnos a un cambio climático que ha alterado los ciclos naturales, y que, si estas sequías de primavera continúan, tendremos que cambiar nuestro sistema de producción de alimentos para adaptarlo no sólo a nuestro nivel de lluvias, sino a cuándo se producen esas lluvias.

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Isaac Pozo Ortego es gestor de Proyectos de la Fundación Alternativas.

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