La economía moral y el capitán Renault

Dieciocho de febrero de 2022. Pablo Casado plantea desde los micrófonos de la COPE un dilema que sentenciará su futuro político: “¿Es entendible que el 1 de abril, cuando morían en España 700 personas al día, se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000€ de beneficio por vender mascarillas?” La pregunta alude a las comisiones millonarias cobradas por el hermano de Isabel Díaz Ayuso cuando más letal era la pandemia. Y la respuesta del partido fue clara y tajante: Sí. A los pocos días Casado fue decapitado como presidente del PP.

Su defenestración hizo pensar a muchos que el PP fulmina a quien denuncia la corrupción interna. Es una interpretación, cuanto menos, apresurada. Porque Casado nunca denunció la corrupción. De hecho –y ese fue su gran error–, se limitó a preguntar si era “entendible” la actuación del hermano de Ayuso; no si era “ética”. Si hubiera enfocado así el asunto, la única respuesta posible habría sido no. Pero no lo hizo. Sus calculadas palabras solo eran, a la vista de todos, una maniobra contra la lideresa de Madrid. Su debilidad dentro del partido hizo el resto.

En realidad, Casado no podía hacer otra cosa. Asumir una perspectiva ética hubiera implicado plantear un dilema universal que superaría el caso de Ayuso: ¿Es ético cobrar comisiones aprovechando el dolor, el sufrimiento y la muerte de la gente? Esta pregunta legitimaría la posibilidad de una respuesta que cuestionara la lógica del capitalismo realmente existente, y eso es algo que a un ultraliberal como él ni se le pasaría por la cabeza. Por eso, Casado pregunta si es “entendible” una actuación dudosa y concreta. Y la respuesta de los suyos fue coherente: Claro, el mercado confirmaba que era un negocio redondo. (El mismo argumento podría utilizarse, por ejemplo, si se pregunta: ¿Es “entendible” que una gran empresa como Acciona pague comisiones para asegurarse contratos millonarios?)

Afirmar lo contrario hubiera significado asumir una lógica diferente, la de aquellos artesanos y campesinos del siglo XVIII y principios del XIX en defensa del control del trabajo, de los jornales justos, de los bienes comunales o de la limitación del precio del pan. Aquel imperativo ético defendía una economía comunitaria, cuyos frutos estuvieran al servicio de las personas y no de comerciantes y hombres de negocios. E.P. Thompson denominó economía moral a esa mentalidad que legitimaba los motines de subsistencia, la destrucción de máquinas o las huelgas de las clases populares. Una economía moral que a menudo idealizaba las viejas comunidades, pero que, sobre todo, se enfrentaba a una nueva economía inmoral que estaba naciendo y que, justificada por las supuestas –y no menos idealizadas– bondades del individualismo, el progreso y el laissez faire, destruía las comunidades, privatizaba las tierras comunales o sojuzgaba el trabajo.

Sobre aquellas premisas éticas se gestaron la clase trabajadora, el movimiento obrero y los diferentes proyectos emancipadores que, con el tiempo, transformaron la economía moral en una aspiración colectiva de justicia social. Para combatirlos, el liberalismo solo pudo tranquilizar su conciencia con unas ideas malthusianas que afirmaban que el único problema de los pobres era haber nacido. Y así ha continuado hasta hoy: por eso la derecha sigue atacando a los sindicatos con la misma virulencia que en el XVIII combatió a los gremios; por eso Esperanza Aguirre dice que el Estado no tiene por qué ocuparse de la salud de todos, o por eso Ayuso considera “entendible” afirmar que los 7.291 ancianos que agonizaron en sus residencias se iban a morir igual.

Lamentablemente, Pedro Sánchez no está demostrando estos días un oído muy fino. Su anodino recurso al “y tú más” frente a Feijóo tiene más en común con la postura de Casado de lo que parece y le convendría

Por muy lejana que parezca aquella economía moral, lo cierto es que la presencia de su espectro sigue siendo la línea que delimita la izquierda y la derecha. Algunos han llamado a eso superioridad moral de la izquierda. Pero se confunden quienes crean que esto garantiza la naturaleza inmaculada de todo individuo nominalmente de izquierdas. Por desgracia, la historia no carece de episodios que demuestran lo contrario mucho antes de que Koldo pusiera en marcha su grabadora. No, lo que daba superioridad ética a la izquierda no era la inquebrantable honestidad de los individuos, sino los implacables mecanismos de control de la comunidad para rechazar a los traidores. Por eso el esquirol fue tanto o más odiado que el explotador, y su comportamiento no quedaba sin castigo social.

Escuchar lo que nos susurra el espectro dieciochesco de la economía moral es, posiblemente, el mejor ejercicio que puede hacer hoy la izquierda. Sus lamentos de ultratumba nos llegan por todos los lados, como en ese insufrible malestar por el precio de la vivienda, cada vez más cercano a los motines de subsistencia. En cualquier caso, hay que reconocer que la izquierda real no lo tiene fácil para atender a esos mensajes. La destrucción de los lazos de solidaridad, que comenzó en aquel siglo y que ha llegado hoy al paroxismo 2.0., se lo ponen difícil. Eso explica la distancia que separa a las organizaciones progresistas de las capas populares. Y también explica lo tentador que le resulta a un partido como el PSOE suplir la falta de cuadros populares provocada por ese distanciamiento, dando cabida en su seno a turbios aventureros que nada tienen que envidiar a los favoritos, de carreras fulgurantes y caídas estrepitosas, que llenaron la corte de Carlos IV.

Lamentablemente, Pedro Sánchez no está demostrando estos días un oído muy fino. Su anodino recurso al “y tú más” frente a Feijóo tiene más en común con la postura de Casado de lo que parece y le convendría. Transpira nerviosismo y tacticismo. Eso acabó siendo letal para el exdirigente popular porque le dejó cínicamente desnudo ante su militancia y la opinión pública. Casado fue víctima del mal del capitán Renault, aquel personaje que, escandalizado por el juego ilegal, clausuraba el café a Humphrey Bogart en Casablanca mientras cobraba su fraudulenta comisión por las apuestas. Hoy Sánchez debe encontrar con urgencia la mascarilla que le proteja del mismo mal mientras sufre la presión de socios como Junts o de algunos de sus compañeros, como Felipe González o Page, tan cercanos todos a lo “entendible”. O de Podemos, con su inclinación a confundir economía moral y moralina.

Por eso, ante este panorama, conviene que nadie en la izquierda olvide una cosa no menos crucial: en aquella escena de Casablanca, el capitán Renault les hacía el trabajo sucio a los nazis.

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José Manuel Rambla es periodista.

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