La encrucijada democrática

José Errejón Villacieros

La legislatura parece que no termina de arrancar. A las dificultades derivadas de la tramitación de la Ley de Amnistía y las movilizaciones de agricultores y ganaderos contra la PAC , se unen ahora los demoledores efectos de la presunta corrupción de un colaborador del que fuera secretario de organización del PSOE y ministro de Fomento en el gobierno de Sánchez. La negativa de este a entregar su acta de diputado abre una incógnita muy seria sobre la viabilidad del Gobierno de coalición. El hecho de que en marzo aún no hayamos oído hablar de los PGE para 2024 es indicativo de las incertidumbres que pesan sobre la acción del Gobierno.

Ciertamente la composición del bloque que hizo posible la investidura de Sánchez no permite demasiadas alegrías sobre el impulso a las políticas progresistas. La propia composición de la parte socialista del gabinete parece mostrar más una vocación defensiva frente a la que se espera durísima oposición de los partidos de la derecha. Parecería que el objetivo de Sánchez no fuera otro que durar y, como mucho, agotar la legislatura.

Razones de diversa índole parecen avalar esta hipótesis. La primera seguramente tiene que ver con el propósito de consolidar la hegemonía del propio Sánchez al frente del PSOE, tratando de mostrar que su llegada a la secretaría general no fue un accidente fortuito y que su labor como gobernante ha dejado huella, como contraposición a lo que han venido denunciando los "ancianos" del partido.

Que la estrategia y las alianzas escogidas desde 2018 no han sido solo movidas por el oportunismo sino que responden a un proyecto de partido distinto al del legado por Felipe González.

Su condición de presidente de la Internacional Socialista también le obliga a ello; los partidos socialdemócratas en todo el mundo y en Europa en particular se encuentran en franco declive y el nombramiento de Sánchez para presidir una organización tan venerable histórica como anémicamente, expresa bien la ansiedad que invade a sus integrantes por recuperar siquiera una mínima parte de la influencia de otro tiempo. De hecho algunas de las políticas adoptadas por el gobierno de España en el ámbito internacional están explicadas en buena medida por esa intención traducida en el propósito de recuperar cierta autonomía respecto al rumbo y las directrices de USA.

Ninguna de las realizaciones de la socialdemocracia después de 1945 ha resistido el paso del tiempo. La UE, modelo que durante lustros se ha intentado vender como tercera vía, se encuentra en una profunda crisis que las próximas elecciones europeas podrían desembocar en una inusitada descomposición del Parlamento y la Comisión. Valga esta digresión para ilustrar el difícil propósito que anima la posición de Pedro Sánchez y el PSOE. Pero donde este propósito alcanza su dimensión de apuesta estratégica es en el ámbito interno, en la forma de afrontar la ya larga crisis del régimen del 78.

No parece que Pedro Sánchez fuera muy consciente de tal crisis a la altura de su primera toma de posesión como secretario general del PSOE. Los descalabros sufridos desde 2009 eran achacados, en el sentido común socialista dominante, a déficits de liderazgo, dejando fuera la deficiente ejecución de la políticas aplicadas o errores en la planificación de las campañas. Cualquier cosa menos admitir que algo profundo estaba cambiando en la sociedad española respecto a los "felices ochenta" bajo el 'reinado felipista'.

Ni el 15M ni el procés sirvieron para despertar algún interrogante en la dirección del PSOE acerca del marco en el que debían desenvolverse sus políticas. En el primero desgastando como ministro del Interior a una de las mejores cabezas que ha pasado por la política española, incapaz de advertir sin embargo la quiebra de hegemonía que dicho movimiento suponía para el PSOE. Y el segundo, desconociendo las posibilidades de renovación del régimen del 78, en particular de su "constitución territorial", que representaba el procés, incluidas sus dudas y vacilaciones.

El PSOE no entendió la potencia de ambos movimientos, coincidentes en su aspiración a la profundización de la democracia. Y cuando la corrupción del PP le deparó la oportunidad, previa moción de censura, de volver al Gobierno, no tuvo más remedio que admitir que solo podía hacerlo con quienes heredaban la legitimidad del 15M.

Ya en el Gobierno, Sánchez pudo comprobar los efectos de la reforma del 135º pactada por su partido, el PP y las nefastas políticas aplicadas por el partido azul desde 2011, así como el enquistamiento del procés como consecuencia de la judicialización y posterior represión contra los dirigentes del mismo.

Una agenda de gobierno muy cargada, la ausencia de una gramática común con su socio y, sobre todo, el reflujo de la movilización democrática de la ciudadanía, dificultaron sacar todas las consecuencias posibles de tan importantes factores. No obstante, el Gobierno dio pasos inequívocos en el frente social de la mano de su ministra de Trabajo en aspectos como la reforma laboral, el IMV, los ERTEs, derechos con la ley trans y la del "solo sí es sí". Y, por otra parte, en las relaciones con Cataluña, concediendo indultos a los represaliados por su participación en el procés y abriendo un período de negociaciones con el Govern que ha permito destensar las relaciones.

Las sucesivas renovaciones en la dirección del PP no han permitido tampoco vías de entendimiento con el partido de la oposición, marcado como ha estado por la aparición de VOX y para no perder a su electorado más explícitamente franquista. Los llamamientos de González y su corte al acuerdo con la derecha suponían de facto entregarse a la prematura terminación de la experiencia de gobierno, toda vez que no ha habido en la dirección del PP intención política alguna que no pasara por la liquidación del PSOE para una larga temporada; y, con él, los restos de las instituciones sociales y democráticas presentes en la Constitución del 78.

Sin empeñarse en reformas constitucionales imposibles, lo importante es fortalecer los vínculos de la sociedad civil, tan deteriorados por la ofensiva de una derecha que los presenta como obstáculos a la libertad atrabiliaria

De modo que Sánchez no ha tenido más remedio que admitir que la única posibilidad de permanecer en el Gobierno era con el apoyo de su izquierda y de los partidos nacionalistas (hacer de la necesidad virtud). Pero ¿para gobernar en qué marco? Ha perdido la mayoría de CCAA y Ayuntamientos en los que gobernaba, tiene a la judicatura en posición de abierta hostilidad, tiene a los agricultores —que fueron una cierta base social por los beneficios de la PAC en los ochenta— en pie de guerra contra lo que advierten que es riesgo de proletarización por la conjura de tecnócratas y ecologistas...

Tiene, en fin, un partido muy debilitado y a un socio de gobierno en trance de construirse. Pero, sobre todo, carece de una base social consistente sobre la que pueda proyectar sus políticas. Lo fueron los trabajadores en los primeros tiempos de sus gobiernos y luego esa inmensa clase media sinónimo de prosperidad. Pero hoy los primeros han desaparecido como actores de relieve y la segunda se debate entre el riesgo de descomposición y el apoyo a políticas de involución democrática.

El PSOE ha sido el partido del régimen desde su fundación pero no está claro que pueda seguir siéndolo. La tendencias contrapuestas de la evolución del mismo desfiguran sus rasgos esenciales. De un lado del tablero político, la tendencia a incrementar el autogobierno de sus territorios y la extensión y profundización de la democracia a la mayoría de los espacios de la sociedad civil. Del otro, la tendencia a la recuperación del Estado por paquetes competenciales básicos en materias como educación, industria, transportes, seguridad social y servicios sociales, así como la supresión de esa parte del ordenamiento jurídico ensanchado por el impulso a los derechos civiles.

Dos proyectos históricos, como se ve, absolutamente antagónicos, el tendente a la generalización de la democracia y el autogobierno, frente al postulante de un Estado más centralizado y autoritario, y a una sociedad civil colonizada por la empresa y el mercado.

Es verdad que la Constitución del 78 pretendía amparar (con desigual intensidad) ambos mundos. Había, sin embargo, en la ocasión constitucional, un hecho que permitía la convivencia de estos dos mundos: era la necesidad de abandonar el período histórico del franquismo.

No puedo extenderme sobre el devenir histórico acaecido desde entonces, pero parece claro que la resultante se ha inclinado más hacia el mundo de la empresa y el mercado. La merma de los derechos civiles y sociales, entendida como supresión de los obstáculos a la eficiencia y la rentabilidad de los negocios ha llegado a convertirse, así, en auténtico sentido común de época.

Es en este marco en el que el PSOE —y, con él, el conjunto de la izquierda política— debe elegir qué dirección tomar si quiere mantener su posición vertebradora de la que ha disfrutado en este casi medio siglo. En realidad, creo que no tienen alternativa, solo pueden optar por seguir la tendencia que —impulsada por movimientos como el 15M, el procés, las mareas, la PAH o el movimiento feminista— pretenden hacer de la democracia, más allá de un procedimiento para elegir gobernantes, la forma cotidiana de vida de las mayorías sociales.

Sin empeñarse en reformas constitucionales imposibles, lo importante es fortalecer los vínculos de la sociedad civil, tan deteriorados por la ofensiva de una derecha que los presenta como obstáculos a la libertad atrabiliaria.

Porque, de última, lo que está en juego es el tipo de sociedad en el que queremos vivir. Una sociedad en la que sus integrantes somos conscientes de vivir con los demás, en la que los que nos necesitamos entre nosotros, con derechos que recíprocamente nos reconocemos y con los que nos autogobernamos. O una sociedad de solitarios solo relacionados por los mercados y las tecnologías de la (in)comunicación. Una sociedad en la que la libertad de cada uno exige como condición la libertad de los demás o aquella en la que la libertad de uno descansa en la explotación y la exclusión de los demás.

A veces oímos a dirigentes del PSOE caracterizar esta legislatura como de consolidación de los logros de la anterior. Nada sería más desafortunado que entender tal cosa como dejar pasar el tiempo de la legislatura, sin otra finalidad que agotarla. Hay que diseñar un itinerario para la legislatura teniendo en cuenta las condiciones en que habrá de desplegarse, y proponer al conjunto de los componentes del bloque de investidura —que deberá ser ya bloque de legislatura— un programa a desarrollar durante la misma.

Circunstancias como la nueva vigencia del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o la situación de tensión geopolítica en Europa aconsejan abordar cuanto antes la discusión y negociación de este Acuerdo de Legislatura.

La aprobación de los PGE para 2024, contra el boicot del PP en el Senado, es una auténtica piedra de toque para probar la consistencia de ese acuerdo. Hacer compatibles la reducción del déficit y la deuda con el compromiso de incrementar la inversión social, por un lado, y la inversión en armamento, por otro. Todo ello va a exigir un alarde de capacidad negociadora así como una perspectiva estratégica en la que queden claros los objetivos como Estado de aquí al final de la década.

La Constitución del 78 ha cumplido algunas funciones positivas para la sociedad española pero su tiempo se ha acabado. Aferrarse a la defensa de sus obsoletas instituciones solo serviría para evidenciar aún más su obsolescencia y precipitar los riesgos de una descomposición social que ya se vislumbra (para facilitar la devastación social y el gobierno despótico del capitalismo sin trabas).

Este es el tiempo de la decisión y la audacia, proponiendo metas y objetivos a la sociedad para su comprensión y asunción, en la seguridad de que el empeño en su consecución fortalecerá aún más los vínculos sociales que nos permiten pensarnos y vivir como una sociedad de mujeres y hombres libres.

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José Errejón Villacieros es administrador civil del Estado.

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