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España se rompe... otra vez

Toño Benavides

Este año se acerca la Navidad como una amenaza sorda de cuñados mal informados, de esos que cargan la bandera en la recámara de toda conversación y convierten la Nochebuena en un frente de guerra; de esos que no esperan a la sobremesa para entrar de lleno en materia de actualidad y amargarle la noche a la abuela que, si bien se pasa el año deseando ver a la familia reunida en torno a la bandeja de los dulces, acabará huyendo a la misa del gallo, no tanto por devoción cristiana como por agobio político. Y allí rezará al santo de sus nietos para que tengan suerte en la vida y no se les rompa España en las manos, que a ella ya se le rompió una vez de niña y, a día de hoy, no estará rota, pero debe de estar mal arreglada a juzgar por lo que dura la polvareda en los telediarios; tanto que los hijos de algún que otro periodista deben de estar pensando en pedir asilo político en Disneylandia y cada día es un sin vivir de politólogos alarmados, manifestaciones, declaraciones, opiniones, discursos y banderas al viento de la exaltación; un viento que se parece demasiado al soplo de la sinrazón como para no temer lo peor. La abuela era una niña cuando estalló la guerra civil, pero su juventud fue una posguerra en una dictadura que, en aquella España, era una forma bastante gris de que se te rompiera el futuro y que el talento y el currículum quedasen reducidos a poco más que “tus labores”.

Salvo por el terrorismo, hacía mucho tiempo que no pasaba nada tan grave. Los conflictos humeaban en tierras tan lejanas que parecían míticas. Ella me comentaba algunas veces, viendo los informativos: –Pero, qué le pasa a la gente en “esos países”, que parece que están endemoniados–, a lo que yo contestaba: –No creas, los que están endemoniados son los telediarios.

Y ahora, las noticias parecen la crónica de una catástrofe geológica de alcance continental, como si se hubiese abierto una falla tectónica desde Vinaroz hasta los Pirineos produciendo réplicas en toda la Península (y alguna que otra en Bruselas). Trato de explicarle que no debe hacer mucho caso de lo que vea en televisión, que los telediarios son obras de ficción que escriben algunos dramaturgos aficionados y tienen más que ver con la catequesis que con el periodismo. Además –le digo– España se ha roto ya muchas veces. Ésta de ahora, sólo es la última y habrá otras, pero no hay que asustarse, que visto desde fuera como lo veía Otto von Bismarck, éste debe ser el país más fuerte del mundo porque los españoles llevamos siglos intentando destruirlo y todavía no lo hemos conseguido.

Y es que en España las heridas no se producen sobre el terreno, como ocurre con los terremotos, sino sobre la piel de los españoles, una piel cuarteada por el sol de cada época, tan resistente y espartana, tan habituada a la fatalidad, que aguanta las calamidades como si no fueran más que lluvias de primavera.

Por no remontarnos a la pérdida de las colonias, cuando Cuba, Puerto Rico y las Filipinas se alejaron navegando como balsas de piedra (quizá para proporcionarle ideas a algún escritor hispano-luso), España se rompió en 1936, estuvo rota durante cuarenta años y sus trozos fueron dando tumbos por el mundo, (sobre todo por México y Argentina) cuando no recalaban, muy a su pesar, en lugares como Mauthausen, Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen o Ravensbrück; nombres que se pronuncian con un estruendo de cañón en la garganta y en la memoria de los muertos suenan como el traqueteo de los trenes de prisioneros o el cerrojo de las armas en el pelotón de fusilamiento.

España se rompió, durante la dictadura en miles de pequeños trocitos unipersonales que están repartidos por las cunetas del suelo patrio, pero también se rompe todos los días, cuando los sucesivos gobiernos de la democracia han ido postergando la aplicación de la Ley de Memoria Histórica o la han obstaculizado directamente; una ley que, a costa de negociar con un partido que nunca renegó de su origen franquista, se termina aprobando treinta años después que la Ley de Amnistía, en 2007, famélica de contenido jurídico, como una categoría vacía que expone al juez que la aplique al delito de prevaricación.

Más recientemente, España se rompió cuando los dos principales partidos políticos pactaron una reforma exprés de la Constitución para modificar el artículo 135, llevada a cabo en pleno agosto con los agravantes de nocturnidad y alevosía, para primar el pago de la deuda externa a costa del presupuesto en perjuicio de los servicios públicos esenciales.

Los casos de corrupción y financiación ilegal que afectan a esos dos partidos también han roto España. Los palos que han ido metiendo en la rueda de la justicia no son buenos pegamentos para un sistema cuya integridad se basa paradógicamente en la división e independencia de los tres poderes del Estado. Por otra parte, la cal viva no ha servido precisamente para cerrar heridas o blanquear la historia reciente.

Se rompe España cuando se hace “capitalismo de amiguetes” vendiendo las empresas públicas al mejor postor, que resulta ser el mismo que luego financia ilegalmente al partido que se las ha vendido a precio de saldo con el democrático objetivo de mantenerse en el poder y, eventualmente, asegurarse una dorada jubilación como directivos de dichas empresas una vez privatizadas. A lo que no es otra cosa que un robo, hay que añadir la traición que supone debilitar al Estado despojándolo de los verdaderos emblemas de la soberanía y la garantía de su independencia en un contexto de dominio de la economía global por las grandes corporaciones financieras, que promueven tratados comerciales como el CETA o el TTIP –hermanos del Nafta, aplicado ya en EE.UU., Canadá y México con catastróficas consecuencias para la economía ciudadana, la brecha de clases y el bienestar social– y cuyas condiciones, en lo que se refiere al arbitrio de los tribunales para cualquier posible litigio, hacen que un trato en desventaja con la mafia sea preferible.

Se rompe España cuando se hunde la banca pública y se rescata a la banca privada, cuya codicia especulativa provocó la crisis de las hipotecas, a la vez que se promueven los desahucios.

Se rompe España cuando el Gobierno saquea la caja de las pensiones y privatiza la energía, la educación, la sanidad... Se rompe España con el exilio económico, con el paro, con los ataques a la libertad de expresión... Y esto no será una dictadura como pretenden algunos independentistas para justificar sus desatinos, pero tampoco parece una democracia.

Este país se ha roto tantas veces, antes de la crisis catalana, que sorprende que aún quede algo por romper. A los españoles, todo mal nos parece antes un castigo merecido que un obstáculo a superar y da la impresión de que nuestro estado natural es el perpetuo rompimiento y la penitencia histórica, sin que nadie se defienda, ni saque las banderas a los balcones, ni mande a los antidisturbios, ni muestre su indignación al ver cómo se le aplica el artículo 155 de la Constitución a una Autonomía que desde 2010 no tiene un Estatut aprobado internamente, ni reaccione por que no se aplique en todo el territorio español el 47 (derecho a la vivienda), el 35 (derecho al trabajo digno) o el 14 (igualdad de género).

A la luz de los verdaderos problemas, lo que está ocurriendo en Cataluña parece más una disputa entre ladrones que una verdadera crisis de Estado, pero así somos. Sacamos antes el trabuco contra el árbitro en un partido de fútbol que contra aquellos que nos roban sesenta mil millones de euros, que es lo que ha costado el rescate financiero según el Tribunal de Cuentas, y ya se sabe que en este país de cleptómanos al por mayor, cuando se habla de sesenta lo más seguro es que acaben siendo ciento veinte. Si consideramos la cifra más discreta y tenemos en cuenta que el pago va con cargo a las arcas públicas, cada español debe unos mil trescientos millones de euros. No sé ustedes, pero yo hay meses que no gano ni la mitad. Imagino varias generaciones de españoles pagando por los pecados de nuestros gobernantes porque, cuando se ha vendido todo, lo único que queda por hipotecar es el futuro.

Pero aquí no pasa nada, los pobres españoles siempre dispuestos a que les partan la cara por defender el cortijo del señorito, a llenar el cepillo para sacar el santo en procesión, a correr tras una bandera que no es la suya, a celebrar los goles de la Selección mientras se pelean por pagar en la barra del bar.

Los pobres no tienen patria porque no tienen patrimonio, sólo están de alquiler y no lo saben.

¿Que se rompe España? Hagan el favor de no molestar a la abuela con sus tonterías. No es la primera vez que se rompe, ni será la última. _________________

Toño Benavides es ilustrador y poetaToño Benavides .

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