El asunto es tan grave, tan importante, tan doloroso, tan imposible de abordar que creo preciso un considerable ejercicio de contención. La pregunta medular es la del título; no obstante, solemos señalar como genocidas a los más evidentes, a esos líderes de dentro de Israel que han puesto en marcha esta limpieza étnica a ojos de todo el mundo; pero hay más preguntas, por ejemplo, ¿qué tipo de responsabilidad ética o incluso penal se puede atribuir, si es que hay alguna posibilidad legal, a esos otros líderes externos que colaboran con estos delitos de lesa humanidad de manera proactiva o por omisión de auxilio? Y ¿qué ocurre con todas aquellas personas que aparentan tener una menor responsabilidad inmediata, pero participan igualmente por activa o por pasiva? Y la pregunta subsecuente: ¿Podría ocurrir que algún tribunal internacional, dotado de las máximas garantías procesales, pudiese señalar a esos colaboradores necesarios en el genocidio sin rostro ni nombre que —a estas alturas de los hechos y en la realidad ultramediática en que nos movemos— tienen muy difícil argumentar su coartada con la ignorancia o la obediencia debida salvo en determinados casos? ¿Es razonable pensar que existen muchos más “humanos” implicados en el genocidio? Además de los obvios, ¿hay alguien más en quienes podamos pensar como responsables, tal vez en segundo o tercer nivel, pero que deban sufrir señalamiento ético o incluso consecuencias penales? Quizás sea un brindis al sol con las legislaciones vigentes, doctores tiene el derecho internacional, pero eso no significa que estas preguntas no sean pertinentes éticamente y sugieran a la filosofía del derecho el deber de sentar doctrina renovada respecto a la pertinencia jurídica de estudiar las posibles consecuencias penales de hechos tan inhumanos. Evidentemente, esto además requeriría un despliegue policial y judicial sin precedentes, pero quizás tan inédito como los mismos hechos que, con menor o mayor alcance, habrán de juzgarse algún día y que son difícilmente comparables, por su contexto mediático y político, a los ocurridos a mediados del siglo pasado en la Europa ocupada por Alemania. Hoy día existen medios de control de movimientos de todas y cada una de las personas en el mundo: ¿sería imposible detectar quiénes y cómo han colaborado en esta epopeya del mal? Si las tecnologías avanzan para descubrir y acusar a delincuentes de poca monta o incluso, con algunas dificultades más, a los de cuello blanco, ¿de veras que no podemos conseguir encontrar más responsabilidades que las obvias? Si nos detectan el último movimiento personal o bancario, ¿no podemos saber dónde y cómo está cada quién?
Veamos ahora los medios desde otro punto vista. En la actualidad, con los medios de información y comunicación de los que disponemos —omnipresentes y atronadores, y a pesar de las “burbujas epistémicas” o “cámaras del eco” (esos dos modos de aislamiento, ignorante de la realidad el primero o plenamente consciente y voluntario el segundo)—, alegar falta de información requiere de un cinismo de un nivel solo al alcance de quienes parecen estar en absoluta connivencia con la hambruna, la tortura, el exilio forzado y la muerte de decenas de miles de civiles (¡¡¡miles de niños!!!) a los que hay que sumar como víctimas a cientos de miles de heridos, mutilados, famélicos o traumatizados de por vida en Gaza. Cinismo e inhumanidad de quienes ordenan, perpetran o ignoran voluntariamente esas atrocidades y todos los efectos letales producidos en un Oriente Medio devastado por el expansionismo del Estado de Israel con la complicidad de secuaces de dentro y fuera de sus fronteras.
La Historia, en numerosas ocasiones, se toma como una lección a aprender (por ejemplo, eso tan simple y tan complicado de no tropezar dos veces con la misma piedra), pero a veces se nos olvida que es la propia Historia, esa con mayúsculas, la que ha de aprender del futuro que no alcanza a registrar, y que a buen seguro va a modificar también el presente o el pasado, por las buenas o por las malas, con razón o sin ella, en todo o en parte y de una u otra manera; esperemos, sin ingenuidad, que el trayecto histórico que tenemos por delante conduzca a la justicia real y efectiva (no como en Argentina, en España no digamos, cuyas leyes de obediencia debida y de punto final más los indultos de Menem llevaron a lo que se llama "leyes de impunidad", cuyas consecuencias libraron del castigo a muchos responsables de crímenes durante las dictaduras entre 1976 y 1983). Bien es sabido, por otra parte, que además de alegar ignorancia de los hechos, el concepto jurídico de "obediencia debida" es tan complejo y con tantas variantes y formulaciones que al final sirve para alimentar las falacias con las que los abogados de los sátrapas suelen eludir los cargos contra los investigados dificultando enormemente la acusación en sistemas garantistas.
Dejando la Historia y sus “debilidades” por un momento, y siguiendo la actualidad más inmediata, todos y todas podemos observar, en las distintas máquinas de visión que tenemos a nuestro alcance, no solo la figura clara y nítida de rostros criminales ya acusados por el Tribunal Penal Internacional, como el del primer ministro y líder del Likud, sino esa masa de individuos, de momento amorfa e indistinguible, más o menos grande, que se refugia precisamente en eso, en estar a cobijo tanto de la misma masa indiferenciada y pretendidamente irresponsable, y a resguardo también tras la sombra que genera la iluminada exposición pública de los dirigentes de la misma. A pesar de la necesaria prudencia que a todos nos suelen enseñar en la familia y en la escuela, y también en la calle —eso de que está feo señalar a los demás—, he llegado a la conclusión de que solo puedo sentirme un poco mejor en esta ocasión si al menos me pregunto sobre el señalamiento de otros actores “menores” como posibles colaboradores plenamente conscientes, y, por tanto, quizás responsables —en la medida en que haya de certificarse en los tribunales— del genocidio (ya digo que estimo que no es tan difícil detectarlos); y también me haría sentir mejor, hacer valer la idea de que si todos los implicados, todos y todas, se encuentran señalados, quizás entiendan que no puedan eludir sus responsabilidades y culpas amparándose ni en la ignorancia ni en la obediencia debida y se pregunten por las consecuencias de sus actos y de sus omisiones hasta ahora impunes. ¿Una quimera? Es lo más probable; dudo que algún implicado contemple la mínima posibilidad de que deba, por su bien y por el de los suyos, redimirse por temor a ser señalado o acusado. Pero hay que intentarlo: buscar un último sustrato de humanidad, o al menos de temor, en seres deshumanizados, ellos sí, que no sueltan la presa ni con la posibilidad de una sentencia firme sobre el ejercicio de su mal.
Se trata de repensar no solo la responsabilidad de los hechos de cualquier persona que participe activamente, sino también la de quienes actúan como colaboradores necesarios
Regresando de nuevo a la Historia, quizás no son sus contenidos los que, vistos los antecedentes, pueden ilustrarnos de modo exhaustivo y claro sobre la actualidad, sino simplemente el hecho de que exista algo que es muy propio de esta disciplina y a lo que denominamos Historia comparada; por tanto, quizás no hay que buscar “una única verdad” común sino acaso el paralelismo entre dos hechos históricos separados en el tiempo y en la geografía. El libro de Hanna Arendt publicado en 1963 —reportaje del juicio y sentencia a muerte en 1961 del organizador del transporte a los campos nazis de extermino— y titulado Eichmann en Jerusalén, no puede ser sino un ejemplo a considerar en este momento como incomparable, pero, de algún modo, “paralelo”. Eichmann, ejecutado en la horca, fue definido por la filósofa alemana de origen judío como alguien que solo quería trepar en la jerarquía nazi y cuya actitud y tipología no eran la de un monstruo maligno obsesionado con acabar con los judíos, sino la de alguien que solo cumplía su cometido lo mejor posible para recibir prebendas y palmaditas en la espalda que le reportaran un importante ascenso en el escalafón: un frío mortal. Esa es la banalidad de la que Arendt nos habla al final de su libro respecto a las estúpidas últimas palabras del sentenciado a muerte, con loas a Alemania y a Argentina (donde se escondió después del final de la Segunda Guerra Mundial y donde fue secuestrado por la inteligencia israelí), proclamando su condición de no cristiano y no creyente en la vida eterna, y al mismo tiempo enunciando paradójicamente: “Volveremos a encontrarnos” [sic], más otros vivas también a Austria y un “Nunca las olvidaré” en referencia a esas tres naciones. Un imbécil mortal. Termina la autora: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.” Eichmann sabía lo que hacía y se califica su mal y el de muchos otros que fueron castigados como banal. El resto escapó de la “particular” justicia aplicada porque en aquella época aducir ignorancia de los hechos era aún creíble, y además ese enjuiciamiento más general hubiese estado marcado por muchas dudas, sobre todo la de arrastrar inocentes a la cárcel o al patíbulo (la posibilidad de registro de acciones u omisiones en aquella época nada tienen que ver con la actual por suerte o por desgracia). Así que, en aquellos tiempos, Núremberg incluido entre 1945 y 1946, se tragaron la impunidad de no pocos culpables de genocidio o de otros tipos de crímenes (la lista es larga y aterradora).
No es posible dejar de pensar en si solo son responsables de lo que está ocurriendo en Gaza los líderes y altos cargos de las cúpulas que perpetran esta masacre a ojos vista en todos los dispositivos que manejamos. Releer sobre la banalidad del mal de Arendt ayuda a repensar los conceptos de culpa y responsabilidad penal en hechos innombrables. Y, además, he tenido la ocasión de encontrar por el camino alguna voz que dice prácticamente lo mismo que venía barruntando desde algunos meses; opiniones que han venido a fortalecer mis argumentos, pero, sobre todo, también a decidirme a publicarlos pese a lo peliagudo del asunto.
Para entender el ambiente en Israel, cito lo escuchado a Gideon Levy, periodista reconocido internacionalmente, por ejemplo, con el premio Olof Palme (2015) otorgado en Suecia en memoria del primer ministro socialdemócrata asesinado en febrero de 1986, o el premio Sokolow (2021), otorgado por el mismísimo ayuntamiento de Tel Aviv, una suerte de premio Pulitzer de periodismo con el nombre de un periodista y escritor sionista, Nahum Sokolow. A pesar de lo contradictorio de este galardón, Levy, calificado por algunos medios como “azote del sionismo”, se ha declarado avergonzado de ser israelí y no ha escondido en absoluto su lucha por los derechos humanos implicándose desde posiciones netamente progresistas en la denuncia de numerosos abusos neocoloniales emprendidos, desde hace muchos años, por el gobierno ultraconservador. Nos dice el periodista hebreo que los israelíes conviven con la ocupación y “esta realidad brutal” de abuso de fuerza contra Palestina y Líbano porque:
- Una gran mayoría se siente perteneciente al “pueblo elegido” y, como tales, tienen derecho a hacer lo que les venga en gana.
- No solo juegan el papel de víctimas, sino el de las únicas víctimas de la situación que los ha llevado necesariamente a la ocupación
- Para la mayoría, los palestinos no son seres humanos y por lo tanto no tienen derechos, no son semejantes.
Poco más que añadir, salvo que no creo que la palabra adecuada sea que los israelíes “conviven” con esta situación por esos tres motivos; entiendo que “convivencia” no es la palabra adecuada, del mismo modo que en esta ocupación absolutamente ilegal, una más, no es de recibo hablar de “conflicto” o de “guerra”. Se trata, en definitiva, según Levy, de que los elegidos como pueblo están siendo de un modo u otro masivamente proactivos o indiferentes al sufrimiento y por tanto conniventes con la masacre (he visto fotos muy recientes de israelíes en las playas de Tel Aviv disfrutando del ambiente costero sin que se estremezcan lo más mínimo por lo que está sucediendo a menos de cien kilómetros de allí). A propósito de esa reflexión de Levy, tan didáctica como ferozmente autocrítica respecto a su propio pueblo, recojo ahora el argumento de la psicóloga bonaerense Silvia Bleichmar en la conferencia impartida en Rosario en 2007 poco antes de su muerte. Bleichmar haciéndose la pregunta ética sobre la figura del “semejante”, se refiere a que, en la Alemania nazi, como estrategia principal, se trataba de invisibilizar, entre otros, a los judíos por no ser considerados semejantes al resto, y al hacerlos desaparecer conquistaban el lugar de ellos como víctimas haciéndose con el derecho a ejercer lo que su sola voluntad les dictara; un genocidio, por ejemplo. Y se pregunta la psicóloga si la ética debe salirse de los carriles de la ley para poder configurar un concepto de semejante más allá de la moral acomodada al imperio de una legislación dada; una legislación que es probablemente insuficiente para que esa figura, la del semejante, tenga un carácter incluyente y califique de ese modo a cualquier ser humano de toda índole y condición.
Todos y todas sabemos de la dimensión de esta invasión/expulsión que además está contando o con la aquiescencia internacional mayoritaria o con su indiferencia al apartheid mirando hacia otro lado
Pensemos ahora en el pueblo palestino y lo que viene ocurriendo especialmente en Gaza desde el oscuro atentado de Hamás y la que parece una respuesta ultrapreparada de Israel contra dos millones de personas (no hay que olvidar que la Franja de Gaza es, o era, una de las tres áreas más densamente pobladas del planeta); a esta barbarie se suman las incontables rupturas del alto el fuego y el confinamiento hasta la hambruna total y el aislamiento informativo a que están siendo sometidos los gazatíes en los últimos días. No daré más datos, tampoco soy un experto, desde luego, pero todos y todas sabemos de la dimensión de esta invasión/expulsión que además está contando o con la aquiescencia internacional mayoritaria o con su indiferencia al apartheid mirando hacia otro lado; parece que no solo para una buena parte del sionismo los palestinos no son semejantes.
Bien, pues parece razonable pensar que todo esto no puede haberlo conseguido solo Netanyahu ni su gabinete ministerial ni la cúpula de su estado mayor, ni el Mossad ni todos los agentes bélicos, informativos, técnicos y financieros de más alto rango o estatus que se exponen como máximos responsables de esta masacre. Entonces, cabe la pregunta: ¿Tienen todos estos líderes a su servicio a una mayoría del pueblo israelí? No vayamos a pensar que una parte sustancial de ese pueblo sea la que ha transferido a Netanyahu y sus adláteres el mandato de hacerles hueco y liberar territorio para que sus vidas no tengan que verse afectadas por unos seres que, como dice Levy, ni siquiera son sus semejantes, humanos.
Se trata de repensar no solo la responsabilidad de los hechos de cualquier persona que participe activamente, sino también la de quienes actúan como colaboradores necesarios o como quien se hace el distraído, mira a otro lado y permite que todo esto ocurra. Probablemente con una legislación más adecuada, se podría conseguir una más extensa atribución de responsabilidades, pues ya no hay justificación en la ignorancia, y la obediencia debida debería ser minuciosamente revisada y actualizada. Se trata de todos modos, y a día de hoy, de hacer justicia con los medios que se tengan al alcance. No es fácil siquiera pensarlo, pero el horror es de tal magnitud que una vez que la destrucción de Gaza dé lugar, si nadie ni nada lo evita, a un faraónico resort de lujo, no queda otra acción para resarcir al pueblo palestino que empezar por el señalamiento y la posible acusación, el derecho internacional tiene la palabra, para todas aquellas personas que han colaborado con esto y poder decir luego: “Nunca más”.
Recojo aquí para acabar un par de citas de la relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, sobre los territorios palestinos ocupados; frases enunciadas durante estos últimos meses. Por ejemplo, y refiriéndose al reconocimiento del genocidio: "El tribunal de la historia nos juzgará. Y su conclusión será implacable con los que niegan que hay genocidio en Gaza". Y, por otro lado, respecto a las responsabilidades morales y éticas, dijo: “Si las atrocidades pasadas nos han enseñado algo [evidentemente se refiere, entre otros, al intento de exterminio del pueblo judío a mitad del siglo pasado], es que el problema no es solo el líder. Mirad a esos que lo siguen: las manos que lo aplauden, las bocas que incita, los cuerpos que obedecen… Pero, sobre todo, aquellos que podrían pararlo y en cambio elijen el silencio.” Nada más que añadir, salvo que el bombardeo de Irán parece una maniobra de distracción; así, además del apagón informativo, se desvía la atención hacia otro enemigo “no democrático”.
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Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga.
El asunto es tan grave, tan importante, tan doloroso, tan imposible de abordar que creo preciso un considerable ejercicio de contención. La pregunta medular es la del título; no obstante, solemos señalar como genocidas a los más evidentes, a esos líderes de dentro de Israel que han puesto en marcha esta limpieza étnica a ojos de todo el mundo; pero hay más preguntas, por ejemplo, ¿qué tipo de responsabilidad ética o incluso penal se puede atribuir, si es que hay alguna posibilidad legal, a esos otros líderes externos que colaboran con estos delitos de lesa humanidad de manera proactiva o por omisión de auxilio? Y ¿qué ocurre con todas aquellas personas que aparentan tener una menor responsabilidad inmediata, pero participan igualmente por activa o por pasiva? Y la pregunta subsecuente: ¿Podría ocurrir que algún tribunal internacional, dotado de las máximas garantías procesales, pudiese señalar a esos colaboradores necesarios en el genocidio sin rostro ni nombre que —a estas alturas de los hechos y en la realidad ultramediática en que nos movemos— tienen muy difícil argumentar su coartada con la ignorancia o la obediencia debida salvo en determinados casos? ¿Es razonable pensar que existen muchos más “humanos” implicados en el genocidio? Además de los obvios, ¿hay alguien más en quienes podamos pensar como responsables, tal vez en segundo o tercer nivel, pero que deban sufrir señalamiento ético o incluso consecuencias penales? Quizás sea un brindis al sol con las legislaciones vigentes, doctores tiene el derecho internacional, pero eso no significa que estas preguntas no sean pertinentes éticamente y sugieran a la filosofía del derecho el deber de sentar doctrina renovada respecto a la pertinencia jurídica de estudiar las posibles consecuencias penales de hechos tan inhumanos. Evidentemente, esto además requeriría un despliegue policial y judicial sin precedentes, pero quizás tan inédito como los mismos hechos que, con menor o mayor alcance, habrán de juzgarse algún día y que son difícilmente comparables, por su contexto mediático y político, a los ocurridos a mediados del siglo pasado en la Europa ocupada por Alemania. Hoy día existen medios de control de movimientos de todas y cada una de las personas en el mundo: ¿sería imposible detectar quiénes y cómo han colaborado en esta epopeya del mal? Si las tecnologías avanzan para descubrir y acusar a delincuentes de poca monta o incluso, con algunas dificultades más, a los de cuello blanco, ¿de veras que no podemos conseguir encontrar más responsabilidades que las obvias? Si nos detectan el último movimiento personal o bancario, ¿no podemos saber dónde y cómo está cada quién?