Golpismo y guerracivilismo político

Gutmaro Gómez Bravo

Bajo la promesa de no avivar rencores ni reabrir las heridas del pasado, asistimos al uso pasmoso del recuerdo de la guerra civil. La razón principal de esta situación no responde a un enfrentamiento social (nuestras principales preocupaciones según la encuesta anual siguen siendo las económicas y las sanitarias) entre los hipotéticos herederos de aquellos dos bandos, sino a una constante apropiación del pasado por parte de la política de todos los ámbitos, desde lo local a lo autonómico, pasando, claro está, por el escaparate parlamentario nacional.  Si buceamos en las páginas de los periódicos o en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados de los últimos años, encontramos la repetición de una serie de mantras elaborados desde distintas posiciones ideológicas con el mismo objetivo: socavar la legitimidad del adversario acusándole de “golpismo”. El guerracivilismo trata de rememorar así una situación de polarización previa a la guerra civil que permita fijar, de cara a la opinión pública, dos bloques antagónicos: izquierda y derecha. La famosa equidistancia de la Transición democrática ha quedado pulverizada hace tiempo con dos ingredientes políticos más: la consolidación de nuevos partidos y formaciones políticas que terminaron con el mapa bipartidista (Ciudadanos, Vox, Podemos, Compromís, Más País..), y el auge de las posiciones soberanistas o independentistas del nacionalismo catalán. Ambos factores retroalimentados con fuerza en los últimos años, en el centro de un proceso que coincide en el tiempo, además, con un verdadero hito como fue el del final del terrorismo de ETA.

El guerracivilismo trata de rememorar así una situación de polarización previa a la guerra civil que permita fijar, de cara a la opinión pública, dos bloques antagónicos: izquierda y derecha

Sobre esa dinámica “nueva”, sorprende ver cómo, desde aquel entonces, los discursos y posiciones fijadas por los dos grandes partidos, populares y socialistas, prácticamente no han cambiado hasta hoy. Es cierto que se han centrado o matizado en función de su posición tanto en el Gobierno como en la oposición, en los que se han ido alternando a lo largo de los últimos años. Además del guerracivilismo, se han lanzado también a la acusación de golpismo, usando para ello distintos referentes históricos. Para los populares la reminiscencia clara al usar dicho término está en los meses anteriores a la guerra civil, con parada previa en la revolución de 1934 considerada como auténtico golpe de estado, reproduciendo una visión tradicional que culpa del desencadenante del conflicto a la radicalización de la izquierda. Por su parte, los socialistas apelan al golpe del 23-F como el momento decisivo de involución democrática auspiciada por la derecha. El mundo político conservador ha utilizado ese argumento en contra, convirtiendo su estrategia en una defensa de la Constitución y de la propia Transición. La denuncia de actuar o de ir en contra del espíritu de la Transición ha sido una de las acusaciones más recurrentes en los últimos años, incluso dentro de los mismos grupos y formaciones políticas para reforzar una determinada estrategia, incluida aquella que trata de restarle legitimidad como forma de continuidad de la dictadura refiriéndose a ella como “el régimen del 78”. Esto, a su vez, ha fortalecido la identificación en negativo del concepto de patria que hacen formaciones como Vox, usando la diferencia entre España y sus enemigos, la anti-España, usada al comienzo de la guerra civil, pero sobre todo mantenida como objetivo y misión de la dictadura franquista.

La política nacional parece no salir nunca de esos dos escenarios en los que se quiere situar o alejar, siempre, al contrario: verano del 36 y noviembre del 75. No consigue salir nunca de ese verano del comienzo de la guerra, que sigue teniendo un enorme poder de atracción, de sugestión y de correa de transmisión del miedo en el imaginario colectivo de la sociedad española. El lenguaje gubernamental para pilotar, primero la crisis sanitaria y la inflación disparada después, ha tirado también del pasado para tratar de fijar referentes comunes. La llamada a los Pactos de la Moncloa, los grandes acuerdos laborales de partidos y sindicatos en la Transición para superar la crisis económica, no ha tenido eco en un escenario político que se mantiene en un bucle disputado por todas las partes.

Mas allá de memorias enfrentadas, con la excepción de aquellos nostálgicos defensores del franquismo, parece que esta utilización constante del pasado como arma arrojadiza ha venido para quedarse. El pasado manipulado, reinterpretado en función de lo que plantee el adversario político, queda así normalizado, por muy absurdo que pueda parecer en algunas ocasiones en las que se rompen las costuras de toda lógica histórica. El problema no es la historia, sino la traslación de la misma táctica al debate y al enfrentamiento político e institucional.  En su lugar, se impone una postura fija sobre el pasado en la que se recrean todos los mitos de nuestro pasado reciente, amplificados en la sociedad digital con el insulto, la descalificación, el odio y las amenazas.

Se consolidan así dos bloques de opinión separados antagónicamente cuya ruptura parece inevitable. Una situación particular que ha trascendido y sigue siendo palpable, por ejemplo, en el tratamiento que reciben la propia guerra civil y el franquismo en el sistema educativo. De mantenerse la polarización política y el desgaste institucional con el pasado de fondo, no terminaremos nunca de incorporar los avances que se han producido en las últimas décadas de forma científica y consensuada en el conocimiento histórico. Mantendremos artificialmente, en cambio, una visión tradicional y deformada de la historia, antesala y desván de aquel enfrentamiento cainita que glosaban los viejos libros de texto.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor Titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y director del grupo de investigación de la guerra civil y el Franquismo.

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