Henry Kissinger: con los pies por montera
El idioma español es rico en expresiones que contienen la imagen original que permitió al mundo crecer y multiplicarse: la del homo habilis et viator, o el ser que se desplaza y ha permitido nuestra revolución cognitiva, supuestamente, hace unos dos millones de años, desde algún lugar de África, y como eufónicamente diría luego Lenin, para el exiliado, se identificaba ya porque (b)votaba con los pies.
Así en español, hablamos de vestirnos por los pies, como imagen de persona cabal, que curiosamente no lo hace por la cabeza. Conjuntando ambas extremidades, señalamos que hay algunas cosas que no tienen ni pies ni cabeza, y quedan supeditadas a solo el mal albedrío de un tronco desgajado de sus raíces, ramas y copa. En el lenguaje diplomático, se suele recomendar la discreción como norma para evitar que el probable adversario, o el futuro amigo, desconozca las intenciones hasta el último momento, y por ello se puede emplear la expresión de andar con pies de plomo. Esta apunta al sibilino Arte de la guerra, como descrito por Sung Tzu, para someter al adversario, sin tener que luchar a campo abierto, frente a un Maquiavelo en El príncipe que recomendaba apartarse de la neutralidad, piedad, fe, humanidad o integridad como estrategia de dominio. Y por ello, es conveniente no tener ideas peregrinas, ya que los itinerantes del camino están siempre limitados por el desgaste de sus pies para limpiar su alma. Aunque la ruta aporte beneficios y sabidurías, y el perdón de faltas y pecados, no deja de ser una penitencia ajena o autoimpuesta, consecuencia de la caída original, y a merced del espacio de lo grotesco y paródico carnaval que analizó Mijaíl Bajtín. La contingencia sensible sólo puede ser ratificada entonces por razón y fe en comunión de caput y espíritu silentes entre el quietismo monacal simbólico de la perfección eterna atribuida a la divinidad. Y sin exilios del espacio originario que se pierde por el pecado hasta el más profundo círculo del infierno y ronda de Judeca, en el que Dante hace penar a Lucifer y al máximo traidor: Judas. En cuanto a vestirse de la cabeza a los pies, representaría un giro radical de prioridades, para apuntar, al contrario, que pensamos y decidimos autónomamente por arriba, como lógica del humanismo liberado de las cadenas de la fe, siendo la parte superior reflexiva del cogito frente a nuestras extremidades reactivas, la que, en realidad, nos permitiría avanzar: ergo sum.
Pero de nuevo, los pies son sensores fundamentales para nuestra sobrevivencia, algo que bien conocen los marinos, o las familias preocupadas por el bienestar de sus retoños en edad temprana, cuando al borde de las olas temen que pierdan o no hagan pie bajo la arena entre el piélago movedizo. A esas alturas, ponerse a los pies, y hasta besarlos, es señal de cortesía, devoción, pleitesía, sumisión o amour fou, al estilo de Luis Buñuel en L’âge d’or (1930), o lo que parece señalar hacia el parterre un exigente dedo de la duquesa de Alba, en el retrato de su ¿suplicante? criado-pintor, [Solo] Goya de 1798, adverbio de exclusividad descubierto en la restauración del cuadro. Lo adquirió Archer Huntington, para la Hispanic Society of America de la ciudad de Nueva York, y no precisamente, por no haber dado pie con bola. Así dedicó los abundantes beneficios en la inversión ferroviaria estadounidense de la Central Pacific Railroad de su padre, Collis P. Huntington, a favor de su hispanofilia. Contrasta con el personaje del magnate selfmade man, George Russell, ahora seguido en los nuevos seriales televisivos, que se disfrazan de calidad cinematográfica, como The Gilded Age, en la que su esposa, Mrs. Russell, sólo busca la inversión en mejorable descendencia, el glamour social y la preeminencia en el palco central de lo que será, por esa época, la nueva Ópera Metropolitana de Nueva York. Por el contrario, ésta nada quiere saber hoy de otro supuesto benefactor del bel canto hispano como Plácido Domingo, acusado, de no tener los pies en tierra, cuando pisaba sin miramientos el camerino alguna voz femenina de deseable planta.
Pero, como solía decir un antiguo profesor de matemáticas que detestaba depositáramos los pies en la tarima sobre la que tronaba su mesa, no le busquemos más los pies, y menos los tres pies a la gata Pipa, que tanto adora mi hija, la cual como soprano, no quiere tampoco cojear del pie que canta… Aunque para evitar levantarnos con el pie izquierdo, en recuerdo de los condenados en los pórticos románicos, mucho más interesantes en los rasgos de su pecaminosa vida que esos, todos iguales y sin distinción siempre, ecuánimes santones a la diestra del padre, a lo mejor conviene contar ya lo que daba pie a estas líneas. Y para no enredarse más los pies, traer a colación una pedestre anécdota de ese Henry Kissinger que acaba de fallecer, casi nada más que todo un centenario, dicen que gracias a los buenos consejos de un reconocido galeno residente en la Gran Manzana. Kissinger ha sido glosado por socios o enemigos, respectivamente, como visionario o terrorista, sobre todo ahora que lo mismo se repite, dependiendo del pie que uno cojee, de algunos israelís, y de origen judío como él.
Pues, érase que se era, 1956, cuando nacía la defensora de la libertad de la identidad sexual postnatal, Judith Butler, la que sin cortarse un pie, declara hoy que Israel no es una democracia, con su Knéset, dominada ahora —es lo que toca en el juego de las urnas— por la política ultra, frente a repetidas protestas civiles contra la de Netanyahu. Supongo que piensa también en las mujeres libres que hasta pueden ser primeras ministras en Israel, no tienen que elegir velo alguno, o aceptar el martirio de sus hijos enviados a las razias por la causa contra los que rompen la sharía, frente a todos esos creyentes libres de elegir su identidad sexual fluida y no binaria entre los tolerantes espacios del salafismo y sus extensiones como Hamás, la democracia saudí, o el chiismo de Hezbolá, o la policía de la moral que asesina a las mujeres que buscan su libertad en Irán. Érase por entonces la Guerra de Suez, con Israel a favor de los intereses franco-británicos, frente a la nacionalización del canal por Nasser, en la que falleció David Seymour, Chim, un judío estadounidense, fotógrafo único de la retaguardia republicana de la Guerra de España. Érase, cuando la historicidad del futuro no esperaba a la mayoría de los que dan pie a cualquier teoría sobre la peoría anterior frente a la santurronería de hoy, y que, naturalmente, empieza por ellos mismos.
Mientras, este fragor se traga lo de Ucrania, o los crímenes chinos en la región de minorías predominantemente musulmanas de Xinjiang …, o lo de Armenia, o lo de Nigeria …, o …
Por entonces, aterrizó en EE. UU. un grupo de catedráticos de economía españoles que lograrían con sus políticas de estabilización esquivar más hambrunas y cartillas de racionamiento en 1959 ante la anticipada insolvencia de la autarquía franquista. Invitados por el Departamento de Estado estadounidense, viajaban gracias a un programa iniciado en 1940, el International Visitors Leadership Program, que busca todavía intercambiar mutua y globalmente ideas y conocimientos. Entre aquellos, un verdadero hueso en sus exámenes de economía política para tantos abogados sólo interesados en recitar el Catón, y que explicaba a John Maynard Keynes, del que nadie hablaba por entonces, en su seminario de la Facultad de Derecho de la todavía Universidad Central de Madrid. Habrá que imaginarse la sorpresa de aquel economista de enseñanza liberal y raíces republicanas, cercanas al ponente socialista de la Constitución de 1931, Luis Jiménez de Asúa, y acostumbrado a formas aprendidas en su estancia de postguerra en la London School of Economics, cuando en una de las entrevistas programadas por el Leadership Program en Harvard University fue recibido con los pies por montera sobre la mesa de su despacho, por un catedrático experto en política internacional, luego gurú máximo de la seguridad nacional estadounidense, y refugio áulico para muchos presidentes a partir de Richard Nixon.
Zapatones Oxford como barcazas de desembarco en cualquier playa del Mekong, imagen luego rebajada a farsa por un tal George Bush y su visitante José María Aznar, casi cuatro décadas después. Albarcas para toda una declaración de principios, a lo nibelungo pensante en cowboy reciclado, para cómo Henry Kissinger pudo concebir el mundo. Fue un privilegiado judío alemán refugiado en EE. UU. antes de la Shoah para luego ayudar a desatrancar lo menos hediente (mis bastardos para su nueva nación) del pasado nazi en la derrotada Alemania, hasta el desenmascarador juicio de Eichmann en Jerusalén entre 1961 y 1962. Este finalmente cohesionó Israel, y ratificó la necesidad de juzgar a los perpetradores de aquellos crímenes de nefanda memoria, que un premio Nobel de la paz sobreviviente de aquello, Elie Wiesel, luego también residente neoyorquino como Kissinger, trasladó en su literatura y trabajo a favor del Museo del Holocausto en Washington D.C., aunque sin criticar la política israelí sobre Palestina. Otro Kissinger abonó de consejos regueros de muertes y ejecuciones en torno a Argentina, Bangladesh, Camboya, Chile, Indonesia, Laos o Vietnam …; al que la ETA político-militar pudo tener en su punto de mira pocos días antes del magnicidio de Carrero Blanco el 20 de noviembre de 1973, en su cincuenta aniversario; el que, tras aplicar la tradicional máxima del divide y vencerás con China frente a la U.R.S.S., como Jorge Semprún de la quinta de 1923, predijo que el miedo occidental giraría del comunismo al islamismo; o cual lector de Goethe, ambivalente admirador de Napoleón, ahora resucitada su pulsión de sangre-copuladora, doscientos años más tarde, por Ridley Scott, se inclinaba siempre por el teórico orden y su ápice de justicia, ya que nada de ella se podía hallar tras el caos.
Metáfora del puntapié y tentetieso que los halcones israelíes parecen aplicar abyecta, reactivamente y con escasos miramientos, en una política de hechos consumados para una contienda asimétrica contra pogromos de expresión militar-terrorista antisemita y fundamentalista con aquiescencia iraní en el cambiante tablero regional y global que han aportado los Acuerdos de Abraham de 2018, con Arabia Saudí e Israel como beneficiados fundamentales. Ante esta reordenación, la política exterior española ha mostrado un hipócrita tacticismo con doble vara de medir hacia saharauis y palestinos, mientras uno de sus firmantes, Marruecos, se arma como superpotencia con tecnología israelí, entre otras, una de jaqueo cuyo nombre de alado caballo blanco evoca también el de un fabricante de automóviles de lujo y camiones con productores represaliados en 1955 por el franquismo, y con algún ejemplar todavía rodante en Cuba. Las de Hamás son eficaces provocaciones desde la debilidad, difundidas al grado infinito de un espectáculo de lo invisualizable para cualquier resquicio que pueda quedarnos de humanidad, pero propagables en imágenes en bucle de la osadía analógica de sus kamikazes sin otra visión que la de morir matando, mientras avisan con sus razias a apóstatas, increyentes y los eternos enemigos de la fe judía, al estilo de las ejecuciones digitalizadas del Daesh. Pueden ser aculados o expulsados pero no erradicados como la OLP en Líbano a partir de la primera campaña de 1978, lo cual ulteriormente germinó en la intricada estructura de Hezbolá y una retirada israelí en 2000, o el surgimiento de Hamás, mediante su rama religiosa inicial en Gaza a partir de 1976. Y buscan el efecto Pávlov condenable por la airada réplica israelí ajena a los eufemísticos efectos colaterales sobre la población civil palestina encerrada, escudo y alabarda martirizada por lógicas sin fin de la destrucción y el dolor. Todo se encuentra allí casi huérfano de unos principios internacionales obsoletos, a los que Kissinger acudía de tanto en cuanto como en los acuerdos de París con Vietnam del Norte, para luego aceptar el premio Nobel de la Paz — lo que toca—. Más papel mojado para esta contienda inadaptable a los baremos de derechos durante y tras la guerra, cuyos embriones se gestaron en la escuela de Salamanca de Francisco de Vitoria. No ha habido pactos sostenibles, ni, desde luego, aceptación de los mínimos pies para sentarse en mesa alguna, salvo para negociar lo de la toma de rehenes, prohibida en cualquier enfrentamiento con reglas asumibles por partes con baraja común.
Conflictos sin pies ni cabeza, como cuando radicales árabes y judíos, frente a teóricos posibilistas, desenmascarados por la historiografía sin bozal nacionalista, tal David Ben-Gurion, se aterrorizaban sin respetar ni una línea del derecho internacional, incapacitado para resolver, de partida, un conflicto civil que ha crecido como un quiste supurante sin reducción posible desde la Primera Guerra Mundial, y que la comisión británica Peel calificó en 1937 certeramente de derecho contra derecho. Sin embargo, sí se buscó sentar, por decisión mayoritaria en la Asamblea General de la ONU en 1947, aquella partición tan dolosa como al-nakba o catástrofe palestina, consecuencia de una visión de élites occidentales y una política de exclusión étnica recíproca, luego reprochada por su ciudadanía de facto y no de jure por minorías palestinas/beduinas/árabe-israelíes no desplazadas (156.000, hoy unos 2 millones no todos ciudadanas) pero representadas en la Knéset desde 1949 a pesar de la ley marcial hasta 1966, dentro de una guerra civil de múltiples matices y las brutalidades, exilios, expropiaciones, injusticias, prejuicios y muertes que ha presentado la inmensa mayoría de los escenarios de paso hacia cualquier nación, y que Goya plasmó con pionera maestría. El estrecho margen de voto en la ONU para impedir el arbitraje del Tribunal Internacional de la Haya solicitado por los árabes en contra de aquella partición sobre la mitad del territorio a favor de una minoría de unos 700.000 judíos o un tercio de la población, a pesar de la escasamente mentada cláusula de una unión económica, debiera ser aviso para ajados caminantes de causas independentistas ibéricas. Estos también exigen el arbitraje de terceros, consentido no por respeto a sus minorías, sino por oportunismo y necesidad electoral de la otra parte, obligada por la compra de sus votos, mientras aduce representar las buenas intenciones de las que están llenos los infiernos.
Pero, desde luego, visto lo visto, aquello luego acelerado por la catastrófica guerra de invasión árabe de 1948-49 parece casi un mal menor tomista, un canto en los dientes, y no este tiro casi permanente en el pie, hasta hoy. Tanto y todo se reclama con criterios de máximos, de la montaña hasta el mar, arrojando la supuesta consistencia de cifras de la dignidad y legitimidad de desplazados palestinos, sin advertir que han ido creciendo desde los 700.000 iniciales a los más de 4.000.000 entre la explosión malthusiana mundial, sin fijarse en las notas a pie de la catastrófica mala fe atribuida al sionismo para encontrar acomodo a millones de judíos marcados por la amenaza del exterminio milenario que no cesa, ni lo que dio pie a la falta de cohesión y olvidos palestinos entre supuestos hermanos árabes, sin olvidar el ejemplo del abandono internacional a la Segunda República española, detalles molestos entre otros batiburrillos deterministas, woke y decoloniales, traídos de los pelos identitarios, y con el espejo de un mantra genocida unilateralmente israelí contra los palestinos —discurso hasta de tufo judeo-masónico que no hubiera desagradado al insigne Caudillo—. Mientras, este fragor se traga lo de Ucrania, o los crímenes chinos en la región de minorías predominantemente musulmanas de Xinjiang …, o lo de Armenia, o lo de Nigeria …, o … Y con esa pelota pinchada en la grada de los dos estados que todavía cree posible jugar al pie tanto pollo sin cabeza…
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José María Naharro-Calderón es catedrático de literatura española, culturas ibéricas y estudios del exilio en la Universidad de Maryland (EE. UU.).