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Hubo otra guerra en Europa y se parecía a esta

Teresa Aranguren

Una amiga serbia me manda un video del partido de fútbol que se ha celebrado en Belgrado el pasado 18 de marzo entre un equipo escocés y el Estrella Roja de Belgrado; la imagen muestra las gradas de un lado del estadio cubiertas de arriba abajo por pancartas en las que en inglés y en serbocroata se reclama paz, una oportunidad para la paz. Y no puedo por menos que pensar que quienes sostienen esas pancartas saben lo que es vivir en una ciudad bombardeada como lo fue la suya y el resto de ciudades de Yugoslavia durante la campaña de bombardeos de la OTAN que comenzó hace 23 años, un 24 de marzo de 1999.  Recordar aquellos ataques ahora, cuando otras ciudades en otro país están siendo bombardeadas por otro poderoso ejército, no es desviar la atención de lo que ahora ocurre sino recordar que lo que ahora ocurre no es la primera vez que ocurre y que alguna lección deberíamos sacar de aquello. La primera, que cuanto más se prolonga una guerra más atroz se hace. Vladimir Putin pensaba que su invasión iba a ser una operación relámpago y victoriosa, que la población ucraniana no ofrecería resistencia y hasta los acogería como libertadores en algunos territorios del sur y el este del país, y ha encontrado todo lo contrario, ejército y población civil unidos, resistiendo bajo las bombas, defendiendo su país. Es el problema que tiene el poder despótico, que desprecia y por tanto desconoce la fortaleza de la que son capaces los humillados y ofendidos.

También la OTAN pensó que su campaña iba a ser rápida, como mucho 10 días, y que la población se levantaría contra el gobierno para parar las bombas, pero no ocurrió eso y las bombas siguieron cayendo sobre puentes, fábricas, trenes, autobuses de línea, barrios residenciales, la embajada china, el edificio de la Televisión estatal, hospitales, sí, hospitales, al menos yo fui testigo de dos hospitales bombardeados,  uno en el centro de Belgrado, otro en Nis… Y las bombas siguieron cayendo durante 78 días.  A medida que la campaña se prolongaba, los objetivos civiles, como dejar sin luz y sin agua las principales ciudades del país, pasaron a ser “el objetivo” de los bombardeos.  Cuanto más dura una guerra, más frecuente es el crimen de guerra. Lo estamos viendo ahora en la asediada y resistente ciudad ucraniana de Mariúpol, con su población refugiada en sótanos, sin luz, sin agua y sometida a bombardeos cada vez más atroces. 

Hay sin embargo  diferencias sustanciales entre lo que ocurrió hace 23 años y lo que ocurre ahora: la primera es la atención mediática, los muertos causados por las bombas de la OTAN no se querían ver ni contar, de hecho algunas televisiones de países occidentales tenían orden de no mostrar cadáveres de las víctimas de los bombardeos y  se difundían como hechos rumores propagados muchas veces por el portavoz de la OTAN, Jamie Shea, que hablaban de fosas comunes con decenas de miles de muertos, que después se demostraron totalmente falsos.  El primer equipo de forenses, dirigido por el español Emilio Pérez Pujol, que, tras la entrada de tropas de la OTAN, llegó a Kósovo con la misión de investigar las fosas comunes y el posible genocidio de población albano-kosovar a manos de las fuerzas serbias, fue contundente en sus informes: “no hemos encontrado el menor indicio de genocidio”.  Sin embargo, ese había sido el gran argumento con el que se justificaron los ataques de la OTAN contra Yugoslavia. Y ese ha sido también el argumento propagandístico de Vladimir Putin para justificar la invasión de Ucrania: defender a la población rusa y filorrusa de la región del Donbáss, en riesgo de genocidio a manos del ejército ucraniano. En el Donbáss no había riesgo de genocidio, lo que sí ha habido es un enfrentamiento o si se quiere una guerra estancada durante 8 años entre ejército y paramilitares ucranianos y un movimiento separatista armado que cuenta con el apoyo de Rusia. Como en Kósovo, aunque en este caso quien financiaba y apoyaba a la guerrilla separatista del UCK era Estados Unidos.  

Esta guerra no puede terminar con una derrota total de Rusia por mucho que Rusia, o si se quiere el Kremlin o si se quiere Vladimir Putin, sea incuestionablemente la parte agresora. Parar esta guerra supone negociar

La ofensiva de la OTAN contra Yugoslavia, como la invasión de Irak años después, ambos casos de flagrante violación del derecho internacional, terminaron con la desaparición de un país, Yugoslavia, y la casi total destrucción de otro, Irak, pero todos sabemos que en ambos casos los agresores eran potencias occidentales con Estados Unidos a la cabeza, así que no hubo ni petición de cuentas ni reclamación de responsabilidades por crímenes de guerra ante Tribunal Internacional alguno.  Esa es otra importante diferencia con lo que ocurre ahora con tantas voces reclamando castigos ejemplares contra Rusia para evitar que otra agresión así pueda repetirse.  

Pero sin duda la diferencia más importante entre aquellas guerras y ésta es que tanto Yugoslavia como Irak eran destruibles porque no tenían capacidad militar para defenderse, pero Rusia es una potencia nuclear y, a menos que se asuma el riesgo de confrontación nuclear algo que afortunadamente nadie está dispuesto a afrontar, no es destruible. Esta guerra no puede terminar con la destrucción total del otro. Esta guerra no puede terminar con una derrota total de Rusia por mucho que Rusia, o si se quiere el Kremlin o si se quiere Vladimir Putin, sea incuestionablemente la parte agresora. Parar esta guerra supone negociar. Y negociar supone estar dispuesto a ceder al menos algo. Y eso cuadra mal con las arengas patrióticas, las llamadas al heroísmo, el heroísmo de otros se entiende, y los postulados maximalistas. Hay por supuesto argumentos estratégicos a favor de prolongar esta guerra hasta conseguir que las sanciones y el coste de la invasión debiliten al máximo la posición rusa en la mesa de negociaciones. Son argumentos de despacho que se elaboran lejos del lugar donde caen las bombas y al margen del sufrimiento de quienes padecen la guerra.  Los cálculos geoestratégicos suelen ser crueles, bastante cínicos y a menudo erróneos, y la historia, la terrible historia europea del siglo pasado, debería hacernos desconfiar de ellos. Defender a la población ucraniana ahora es ante todo parar la guerra. Y pararla ya. 

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Teresa Aranguren es periodista y cubrió la campaña de bombardeos de la OTAN en Yugoslavia 

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