Sin impuestos no hay libertad, y mucho menos democracia

En tiempos de desconfianza hacia las instituciones, la idea de “pagar menos impuestos” suena seductora. ¿Quién no quiere tener más dinero en su bolsillo? Los discursos que glorifican la rebaja fiscal se presentan como una defensa de la libertad individual frente al “Estado opresor”. Pero esta visión es profundamente engañosa: menos impuestos no significa más libertad, significa menos poder ciudadano y más dependencia de quienes controlan los mercados.

A nadie le gusta pagar, pero un impuesto no es un capricho, ni un castigo, ni mucho menos un robo, como algunos pretenden hacer creer. Es una herramienta de organización democrática. Gracias a ellos tenemos escuelas públicas, hospitales, transporte, pensiones y servicios sociales que garantizan derechos básicos a toda la población, no solo a quienes pueden pagarlos.

Renunciar a esa financiación colectiva es renunciar a un modelo de sociedad basado en la solidaridad y la igualdad de oportunidades.

No hace falta recurrir a teorías: ya lo vivimos. Durante la crisis de 2012, España entró en una espiral de déficit, deuda y dependencia financiera que reveló una verdad incómoda: un Estado sin recursos propios pierde soberanía.

Con un sistema fiscal debilitado tras años de rebajas impositivas, desregulación y tolerancia con la evasión el país tuvo que financiarse a través de los mercados. Y fueron esos mercados quienes dictaron las condiciones.

Ese año, el Gobierno se vio obligado a aceptar un rescate bancario de más de 40.000 millones de euros, supervisado por unos personajes de negro, la Comisión Europea, Banco Central Europeo y el F.M.I.

A cambio, vinieron exigencias que marcaron una década: recortes en sanidad y educación, congelación de pensiones, subida del impuesto más injusto de todos el IVA, que penaliza sobre todo a las rentas bajas, restricciones drásticas al gasto público, incluso en plena crisis social.

Las decisiones más importantes no se tomaron en las Cortes, sino en Bruselas, Fráncfort y Washington. La democracia nacional quedó subordinada a los intereses financieros internacionales.

Cuando el sistema colapsó, los grandes bancos y fondos de inversión fueron rescatados con dinero público mientras la ciudadanía pagaba la factura con pérdida de derechos

La ironía fue sangrante: los mismos actores que habían provocado la crisis fueron quienes impusieron las medidas para “resolverla”.

La burbuja inmobiliaria y el colapso financiero no fueron fenómenos naturales. Fueron el resultado directo de la desregulación, la especulación, del sistema económico liberal que confiaba ciegamente en los mercados.

Cuando el sistema colapsó, los grandes bancos y fondos de inversión fueron rescatados con dinero público mientras la ciudadanía pagaba la factura con pérdida de derechos.

Es el corazón del modelo económico liberal: privatizar beneficios y socializar pérdidas.

Un fracaso político y moral del modelo económico liberal que había prometido eficiencia, crecimiento y libertad individual.

En lugar de eficiencia, dejó fragilidad.

En lugar de libertad, entregó poder a actores privados no electos.

En lugar de democracia, impuso austeridad.

El liberalismo económico se mostró incapaz de garantizar estabilidad y, peor aún, erosionó la soberanía democrática. Cuando el Estado se queda sin recursos fiscales, no desaparece el poder, simplemente se traslada a quienes tienen el dinero.

El relato de que menos impuestos significa menos burocracia y más libertad es un espejismo. Lo que realmente significa es menos servicios públicos, más desigualdad y más dependencia de soluciones privadas para necesidades básicas. Quien tiene dinero podrá acceder a buena educación y salud; quien no, quedará relegado. La libertad que prometen no es colectiva: es privilegio para unos pocos.

Pagar impuestos no es un acto de sumisión; es un acto de soberanía compartida. Es la forma más directa de sostener un poder político que pertenezca a la ciudadanía y no a los mercados.

No se trata de pagar más por pagar, sino de exigir un Estado que recaude con justicia y gaste con responsabilidad.

La alternativa a un sistema fiscal sólido no es un paraíso liberal, sino un país a merced de intereses privados. Y la democracia no sobrevive mucho tiempo en ese terreno.

Por eso, cuando alguien dice “quiero pagar menos impuestos”, lo que realmente está diciendo (aunque no lo sepa) es “acepto que otros decidan por mí”.

Y eso, amigo, no es libertad.

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Juan Antonio Gallego Capel es funcionario de carrera de la Administración de la Región de Murcia, socialista, defensor del Estado federal, laico y republicano.

En tiempos de desconfianza hacia las instituciones, la idea de “pagar menos impuestos” suena seductora. ¿Quién no quiere tener más dinero en su bolsillo? Los discursos que glorifican la rebaja fiscal se presentan como una defensa de la libertad individual frente al “Estado opresor”. Pero esta visión es profundamente engañosa: menos impuestos no significa más libertad, significa menos poder ciudadano y más dependencia de quienes controlan los mercados.

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