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El incierto arranque de la Transición

El expresidente del Gobierno Adolfo Suárez, Juan Carlos I y el entonces príncipe Felipe.

Félix Santos

El 15 de junio de 1977, el 15-J, se celebraron en España las primeras elecciones democráticas después de la Guerra Civil. Era el paso que consolidaba el arranque de la Transición. Porque en el año y medio transcurrido desde la muerte de Franco hasta esa fecha se produjo una resistente, y también cruenta, porfía por frenar el tránsito de la dictadura a la democracia. Intentaron que el franquismo, con algunos retoques de fachada, continuara. Ahora, algunos, que propagan la falsa idea de que fueron los franquistas quienes nos donaron la democracia, tienden a olvidarlo.

Quienes vivimos aquellos decisivos meses podemos aportar al lector el relato testimonial sobre lo ocurrido. Cuando Franco murió, el 20 de noviembre de 1975, yo dirigía la revista antifranquista Cuadernos para el diálogo. De inmediato nos pusimos a preparar el número que en el mes siguiente aparecería en los kioscos con un inequívoco y potente titular en portada: España quiere democracia. Aquella portada era una proclama y un reclamo que se apoyaba en una imagen igualmente contundente: una maroma a punto de romperse, apenas mantenida tensa por una de sus hebras. Era una alegoría de la dictadura a punto de quebrarse. Pero esa hebra tardaría en deshilacharse.

Abría el número un largo editorial que venía a ser un programa político al que no estábamos dispuestos a renunciar. Se titulaba: “El pueblo pide voz y voto”. El texto comentaba el discurso que el Rey Juan Carlos pronunció el 22 de noviembre al jurar ante las Cortes como Jefe de Estado. Criticaba la ausencia en ese discurso de una mención expresa a los derechos políticos, aunque, con significativo realismo, matizaba con escepticismo que “como tal discurso no decepcionó, porque las esperanzas —si así pueden llamarse— en relación con una declaración expresa de democratización no eran excesivas”. Así estaban las cosas. Concluía el editorial señalando con ironía que la confirmación de Arias Navarro como presidente del Gobierno no resultaba alentadora para las expectativas de la sociedad española. “¿Comienza la nueva etapa o estamos ante la prolongación “blanqueada” de la etapa anterior?”, se preguntaba. Y enfatizaba: “El nuevo Gobierno tiene la palabra —la palabra de los hechos—, pero el pueblo pide voz y voto. Nada más, pero, sencillamente, nada menos”.

El estado de ánimo de la oposición clandestina al franquismo y de las amplias capas de población que deseaban que el país se democratizara, era de esperanza, porque muerto Franco se abría un tiempo nuevo, y de escepticismo, porque los titubeantes pasos que empezaron a darse nacían rodeados de inercias autoritarias y de aparatos estatales que se resistían a desaparecer. La decepción era mayúscula al comprobar que se seguían aplicando medidas represivas disparatadas ante las protestas de la sociedad civil.

Espoleadas por las todavía clandestinas y debilitadas fuerzas de la izquierda, las gentes se echaron a la calle en masivas manifestaciones en las que se pedía: “Libertad, amnistía y estatutos de autonomía”. Los “grises” las disolvían salvajemente, a porrazos, mientras que la policía secreta, la Brigada Político-social, practicaba numerosas detenciones. La máquina del TOP (Tribunal de Orden Público) no dejaba de funcionar a tope. Téngase en cuenta que los policías, los jueces, los fiscales, los periodistas, etcétera, eran los mismos que habían sido promovidos durante la dictadura con la que la mayoría de ellos habían actuado de manera acomodaticia, con arreglo a hábitos antidemocráticos.

Durante los primeros meses tras la muerte de Franco, el inmovilismo franquista del Gobierno presidido por Arias Navarro —no fue cesado hasta el 1 de julio de 1976— tiñó de tragedias la vida nacional. La rememoración de algunos de aquellos episodios permitirá al lector hacerse una idea cabal de la dureza de aquellos meses.

El 3 de marzo de 1976, en la ciudad de Vitoria, en la que se desarrollaba una huelga general en protesta por un decreto de topes salariales y en defensa de mejores condiciones de trabajo, la Policía disparó sobre los huelguistas ocasionando cinco muertes y más de ochenta heridos de bala. La barbarie de disparar sobre indefensos obreros en manifestaciones de protesta, o en huelga, parecía estar institucionalizada, ya que tenía numerosos precedentes (Granada, 21 de julio de 1970; Barcelona, 1971; Leganés, Madrid, 13 de septiembre de 1971; El Ferrol, 1972; Elda, Alicante, 24 de febrero de 1976 …). Incluso después de las elecciones del 15-J de 1977, la Transición siguió cobrándose víctimas: en Málaga, el 4 de diciembre de ese mismo año, caía muerto por disparos de la Policía cuando participaba en una manifestación pacífica en favor de la Autonomía el joven de 18 años Manuel José García Caparrós.

El dato cierto es que la Transición se cobró demasiadas muertes en nuestro país.

La resistencia de los franquistas a que avanzara la democratización era muy fuerte. El presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, proclamó que la democracia española había de partir del Movimiento Nacional, entendido desde su propia fundación como pacto social básico (discurso del 29 de enero de 1976). Su propósito era llevar a cabo reformas menores, legalizar algunos partidos políticos pero excluyendo al Partido Comunista. Las reformas impulsadas por aquel primer gobierno de la Monarquía quedaban muy alejadas de las exigencias democráticas.

Valga recordar, como ejemplo, que el 1 de marzo de 1976 el Gobierno Arias remitió a las Cortes un proyecto de ley regulador del derecho de reunión. Aquel texto exigía para poder reunirse y manifestarse la previa autorización del Gobernador civil de la provincia, solicitada con diez dias de antelación. Las protestas desde algunos medios de comunicación antifranquistas fueron rotundas. En el semanario Realidades yo publiqué un artículo titulado Cuando las leyes nacen viejas en el que denunciaba lo que estaba ocurriendo: “El espectáculo es poco alentador. Una Comisión Mixta de notables, miembros del Gobierno y del Consejo Nacional debaten y elaboran a puerta cerrada, con las siete llaves protectoras de las materias reservadas, informes y proyectos acerca del cómo y cuándo de las libertades y derechos fundamentales de los españoles. Esos textos, luego aprobados por el Gobierno, han de pasar a continuación por el tamiz de las Cortes cuyos miembros no representan sino los intereses y puntos de vista de cerradas minorías muy alejadas del sentir y de las aspiraciones populares. De esta manera, la expectación que pudieron despertar las primeras iniciativas legislativas del Gobierno se han convertido en profundo desencanto al advertirse el tímido alcance de estos primeros proyectos de ley. A nadie puede sorprender, sin embargo, que el signo de las reformas, en cuya elaboración intervienen notorios antidemócratas, sea el que es.” (Realidades, número del 19 de marzo de 1976).

El Gobierno Arias no estaba dispuesto, además, a aceptar el pluralismo político tal como era entendido en los países de la Europa democrática. Estuvo muy activo para intentar mantener al Partido Comunista en la ilegalidad, excluido del escenario político. El democristiano Oscar Alzaga ha revelado en un reciente libro (La conquista de la Transición, (1960-1978), editorial Marcial Pons, 2021.), cómo los entonces ministros del Gobierno Arias Manuel Fraga Iribarne (ministro de Gobernación) y Adolfo Suárez (Ministro Secretario General del Movimiento) les contactaron para presionarles a fin de que asumieran la exclusión del PCE, a lo que estos se negaron. En este excelente libro el profesor Alzaga describe pormenorizadamente el tenso proceso vivido en aquellos meses en los que los franquistas se resistían a aceptar las exigencias de un régimen auténticamente democrático.

Finalmente los inmovilistas de la dictadura, con Arias Navarro a la cabeza, ante las presiones de los partidos de oposición al franquismo, todavía no legalizados, las presiones provenientes de Europa (Consejo de Europa, declaraciones de personalidades socialistas, demócrata-cristianas y liberales) y las movilizaciones populares de los estudiantes universitarios y de los trabajadores (oleadas crecientes de huelgas y manifestaciones), se encontraron sin fuerzas suficientes para implantar su apaño continuista. Su única respuesta ante las protestas populares y las demandas de los líderes europeos era la represión y la oferta de pequeñas reformas que a nadie satisfacían.

Cesado Arias Navarro como presidente del Gobierno y nombrado Adolfo Suárez para sustituirle, las cosas empezaron a cambiar, si bien de manera lenta y un tanto remolona, en medio de numerosas cautelas y vacilaciones. Pero Suárez mostraba otra actitud, distinta a la mantenida por el Gobierno Arias. A la semana de tomar posesión del cargo, Adolfo Suárez recibe en Moncloa a los dirigentes de la oposición, transmitiéndoles su voluntad de transitar hacia la democracia, y pidiéndoles comprensión, dadas las dificultades. El 15 de diciembre de 1976 se aprobó en referéndum la Ley para la Reforma Política que, aunque carente de garantías —por lo que los partidos de la oposición pidieron la abstención—, abría la vía para la celebración de elecciones generales libres. Y si bien Suárez inicialmente tuvo una actitud dubitativa sobre la legalización del PCE, el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha el 24 de enero de 1977 y la impresionante y ordenada manifestación de duelo el día de su entierro, hicieron que Suárez comenzara a asumir la inevitabilidad de su legalización, a la que le empujaba, por otra parte, la Comunidad Europea que le había hecho saber, reiteradamente, que la legalización del PCE era condición insoslayable para que España pudiera integrarse en ella. Finalmente, la legalización fue llevada a cabo el Sábado Santo, 9 de abril de 1977, seis días antes del Decreto de convocatoria de las primeras elecciones generales.

Cuando se dice que la democracia fue posible gracias al rey, o gracias a Torcuato Fernández Miranda o gracias a Suárez, no se está diciendo toda la verdad. Fueron las protestas y movilizaciones de los sindicatos democráticos, CC.OO, UGT, USO..., los partidos políticos de la oposición, comunistas, socialistas, democristianos y liberales, las masivas manifestaciones populares reclamando libertad, amnistía y estatutos de autonomía, y las presiones de la Europa democrática —muy atenta a lo que ocurría en España— lo que hizo que los intentos de perpetuar el franquismo fracasaran. Si el rey cesó a Arias Navarro y nombró a Adolfo Suárez presidente del Gobierno para que negociara el desmantelamiento del franquismo, lo hizo por las presiones citadas, internas y externas, que iban en un crescendo imparable. Ahora algunos pretenden desconocerlo y cambian el relato.

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Félix Santos es periodista y escritor. Su último libro es Cuadernos para el diálogo y la morada colectiva, editorial Postmetrópolis.

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