La izquierda soberbia y el pueblo imaginado. A propósito de Chile

Joan del Alcàzar

Hay una izquierda soberbia que no aprende ni de la historia ni, todavía peor, de lo que ocurre delante de sus narices. No es un fenómeno nuevo, para nada, desde luego. Lo hemos podido comprobar, otra vez, tras el resultado del plebiscito del pasado domingo, 4 de septiembre, cuando la ciudadanía rechazó la propuesta de Constitución elaborada por una convención elegida al efecto.

El historiador Alfredo Riquelme Segovia, especialista reconocido en la izquierda chilena e internacional, ha hablado con claridad sobre lo ocurrido en una entrevista publicada en el diario La Segunda. Riquelme ha hecho énfasis en la necesidad de que los actores políticos que han fracasado el domingo reconozcan los importantes errores cometidos y rectifiquen con urgencia, en la línea que ha abierto el presidente Gabriel Boric.  

Conviene recordar que el "Rechazo" se ha impuesto en todas las regiones de Chile, hasta en las zonas que se consideraban bastiones del "Apruebo", tanto en Santiago y su región metropolitana (la más poblada del país, con diferencia) y en Valparaíso. El resultado ha sido un golpe fortísimo al Gobierno de Boric, el joven presidente procedente de la izquierda no convencional, quien logró imponerse en la última elección presidencial a José Antonio Kast, el pinochetista confeso que había vencido inesperadamente en la primera vuelta de aquella elección.

La Convención constitucional, claramente escorada a la izquierda, no supo elaborar un texto que mantuviera el consenso, amplísimo, alcanzado por la propuesta de elaborar una nueva constitución superadora de la de Pinochet: aquel 80% de apoyo inicial se ha desvanecido, y la derrota ha sido inapelable. 

Confundir deseos y realidad, en la vida como en la política, es un error que se paga. Exactamente igual que creerse las propias mentiras. La propuesta constitucional contenía significativos avances, algunos muy relevantes en un país como Chile, maltratado hasta la crueldad por un neoliberalismo socialmente insensible durante décadas. También presentaba serios interrogantes en cuestiones muy sensibles en un país de larga tradición republicana, incluso con serios problemas técnico-jurídicos, al decir de expertos. Además, la propuesta emanada de la Convención abría puertas a la fragmentación interna y sembraba conflictos de difícil solución.

La propuesta constitucional contenía significativos avances, algunos muy relevantes en un país como Chile, maltratado hasta la crueldad por un neoliberalismo socialmente insensible durante décadas

El resultado es el conocido: sometida al veredicto de las urnas, la propuesta ha sido rechazada con contundencia.

Va a ser necesaria mucha frialdad de cabeza en el análisis de lo sucedido. Como ha escrito Diana Aurenque, directora del Instituto de Filosofía de la Universidad de Santiago de Chile (USACH): “Nos debemos un ejercicio honesto de reflexión que se esfuerce menos en buscar culpables externos —como atribuir el resultado a campañas de desinformación focalizadas o a la cantidad sustantivamente mayor de recursos desplegados por el territorio en favor del rechazo—, sino en ensayar la más aguda y descarnada de las autocríticas”.

Justo lo contrario de lo que han hecho algunos de los directamente implicados en el proceso constitucional chileno, como algunos miembros de la propia Convención y otros dirigentes políticos partidarios del “Apruebo”. También fuera de Chile se han hecho, desde la izquierda, interpretaciones sesgadas de lo ocurrido. (Las facturadas desde las derechas son otro tema).

El nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, por ejemplo, se apresuró a decir que la victoria del "Rechazo" había sido una victoria de Pinochet, y en línea similar se han pronunciado algunos líderes políticos en España. Lo más repetido, no obstante, desde esa izquierda que ni sabe ni quiere saber, es que son los poderes mediáticos de la caverna, con la mentira y la manipulación, quienes han conseguido "engañar al pueblo y vencerlo", una vez más.   

Qué pueblo será ese, debieran preguntarse, cuando casi ocho millones de electores votaron contra la propuesta de la Convención constituyente. ¿Serán casi ocho millones de pinochetistas y de estúpidos engañados?

Pues no. Ni ha sido una victoria de la derecha pinochetista, ni la de una inmensa masa de engañados por perversos medios de comunicación al servicio de intereses ocultos (que existir, existen; pero no lo explican todo). La cosa es más complicada. Algunos referentes de la política chilena, como el ex presidente Ricardo Lagos, ya habían advertido con claridad lo que podía pasar el 4 de septiembre.

Antes del domingo, el escritor chileno Antonio Ostornol escribía a propósito de los errores cometidos durante la gestación del proyecto constitucional: "Y la segunda dinámica equivocada, a mi juicio, fue la preeminencia de la lógica refundacional. El pensar en que todo debe ser nuevo, como recién inaugurado, y no una nueva etapa de un proceso que tiene antecedentes sólidos, constitutivos de nuestra identidad, y otros que deben ser radicalmente modificados. ¿Qué sentido tiene cambiar el nombre del senado o del poder judicial? No son aportes significativos y, como enunciación simbólica, restan más que suman. Aquí se expresa una discusión más vieja que el hilo negro, entre los cambios revolucionarios y los graduales. [...] Este siglo XX revolucionario demostró que la constitución de grandes mayorías políticas por los cambios es, a la larga, más fructífera en términos de garantizar la democracia y la calidad de vida de las personas, que los cambios radicales que obligan al uso permanente –y muchas veces abusivo– de la fuerza". 

Convendría recordar a Enrico Berlinguer, quien ya hizo una inmensa –y novedosa en aquel tiempo– aportación a ese debate entre revolución y reforma cuando aún humeaban los escombros de La Moneda en 1973, después de que Salvador Allende muriera en el asedio de los golpistas de Pinochet y compañía.

Una aportación que esas izquierdas soberbias siguen ignorando deliberadamente. Visto lo ocurrido en Chile entre 1970 y 1973, los comunistas italianos proponían –¡hace cincuenta años!– ir más allá de las estrechas y frágiles mayorías parlamentarias para conseguir el máximo consenso posible en torno a las instituciones democráticas y, a través de una política de reformismo fuerte, cerrarle el espacio al autoritarismo y a las políticas reaccionarias.

Han pasado cinco décadas y nos hemos vuelto a encontrar de nuevo con esa izquierda que ni ha entendido ni quiere entender. Qué bueno habría sido que la Convención constitucional chilena hubiera hecho caso al difunto Berlinguer.

Alfredo Riquelme, en una línea similar, les recomienda dejar atrás, de una buena vez, "las secuelas que todavía persisten del espejismo octubrista", en referencia a la revolución de los bolcheviques.

En Chile, como en América Latina, como también en España, por no decir más, esa izquierda soberbia es también cómoda y radicalmente contraria a poner en cuestión sus convicciones fundacionales. Siempre son los otros los que se equivocan, los responsables de que las cosas no salgan como quisieran. Dicen ser el ariete en la defensa de los intereses del “pueblo”, pero se trata siempre de un “pueblo imaginado” por ellos que, una y otra vez, topa con la realidad de un “pueblo” más plural y más complejo de lo que suponen.  

La Convención nació con un apoyo impresionante, y dos años después el resultado de su trabajo se ha ido por el desagüe de la historia de Chile. La constitución que se quería superar sigue vigente, como también el compromiso por superarla. Ojalá el próximo intento sea definitivo.

Ojalá los nuevos constituyentes sean capaces de elaborar un texto que genere el máximo consenso posible en torno a las instituciones democráticas y que concite el apoyo de una amplísima mayoría de electores. Eso es lo que una Convención constitucional debiera asegurarse.

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Joan del Alcàzar es Catedrático de historia contemporánea en la Universitat de València

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