Plaza Pública

Lo malo de lo malo es que puede ir a peor

El presidente de la Generalitat inhabilitado, Quim Torra, ha desplegado este lunes a su salida del Palau de la Generalitat la pancarta con el lema 'Llibertat presos polítics i exiliats'.

Manuel Cruz

“Cualquier situación, por mala que sea, resulta susceptible de empeorar” es una de esas leyes, que reciben diversos nombres según a quién se le atribuyan (Peter, Murphy, Paneque…) y cuyo rasgo fundamental es que intentan aliviar con una cierta dosis de ironía un dibujo francamente pesimista de la realidad. Hay que decir que, por lo general, no les suele faltar razón. Que se lo pregunten, si no, a un votante conservador estadounidense mínimamente ilustrado, con toda probabilidad horripilado por el signo hacia peor de la secuencia de los últimos presidentes republicanos Bush padre-Bush hijo-Donald Trump. No sé yo si a ese imaginario votante le podría servir de consuelo saber que en todas partes cuecen habas y que dicha secuencia no tiene nada que envidiar a la secuencia, asimismo conservadora, dibujada por estas latitudes por el trío Artur Mas-Carles Puigdemont-Quim Torra.

Ya sé que los habrá que de inmediato reaccionarán, con fingido escándalo, sosteniendo la distancia sideral que existe entre Trump en concreto y algunos de nuestros políticos locales, pero lo cierto es que de la supuesta distancia se puede predicar cualquier cosa menos que constituya una evidencia. Yendo a lo que solía ser la piedra de escándalo de muchos presuntos biempensantes de por aquí (los tuits de Trump), los exabruptos públicos en redes sociales por parte de determinados responsables políticos independentistas no tienen nada que envidiar a los del expresidente estadounidense (de hecho, a alguno han tenido que terminar retirándolo de las listas electorales para las próximas autonómicas por la desmesura de sus insultos).

Pero, incluso aceptando que esto pudiera carecer de importancia, y llevando la benevolencia al extremo de considerar, por centrarnos ahora en el caso de Quim Torra y no distraernos con sus partidarios, que su apreteu, apreteu a los CDR fue fruto de un calentón verbal al que no habría que conceder mayor importancia, dudo que se pueda afirmar lo propio de otras declaraciones del propio expresident, de mucha mayor carga política. Pienso en sus elogios a la llamada “vía eslovena”, que implicaban dar por buena más de una cincuentena de muertos si de alcanzar la independencia de Cataluña se tratara. Que cualquiera haga el sencillo experimento mental de imaginar por un instante la escandalera que se hubiera formado si Donald Trump hubiese hecho una afirmación ni remotamente parecida. ¿De verdad que es consistente afirmar que este último debía darnos mucho miedo pero que no hay nada que temer de políticos como Torra y similares, por más exhortaciones al disparate que puedan llegar a hacer?

Por supuesto que, como argumento de recambio, los mismos que niegan el paralelismo probablemente argumentarían que, en cualquier caso, la práctica totalidad de los políticos mencionados en las dos secuencias (excepto Carles Puigdemont) ya son historia, por lo que son ganas de enredarse en el pasado continuar estableciendo paralelismos. El argumento podría resultar aceptable si no fuera porque, correteando en la banda independentista, esperando para saltar al campo, se encuentran personajes como Elsa Artadi, Joan Canadell o Laura Borràs, capaces, por difícil de creer que resulte, de hacer buenos a sus predecesores. Basta con una breve incursión en cualquier buscador de Internet para hacerse una rápida idea no solo de su entidad política sino de la calidad de algunas de sus convicciones (en más de un caso, de una inequívoca xenofobia y supremacismo).

Con todo, centrarse en los personajes podría tener el efecto indeseado de no prestar atención a lo que realmente más debería importar, esto es, las propuestas concretas que el independentismo ofrece a la ciudadanía. En este punto, hay pocas sorpresas: la falta de claridad continúa siendo la constante, por no decir su rasgo más sobresaliente. Imposible sacar agua clara respecto a si tienen previsto volver a hacer lo que ya hicieron o no, a si con la mitad más uno es suficiente o si hacen falta mayorías mucho más amplias y persistentes para dar el paso que falta (no parece haber acuerdo al respecto entre independentistas), a si la reclamación de amnistía es condición sine qua non para cualquier acuerdo con el gobierno central o no… y así, idéntica indefinición respecto a demás propuestas que pudieran plantearse.

Claro que, prosiguiendo con el diálogo imaginario que nos traíamos, los mismos interlocutores a los que nos venimos refiriendo podrían argumentar que, más allá de los eslóganes de campaña, lo importante es la voluntad política de intentar llegar a soluciones negociadas. Pues bien, prosigamos con la benevolencia y aceptemos este último argumento. En ese caso, habrá que empezar por delimitar el perímetro del terreno de juego y sus reglas. Es de suponer que de aquel se autoexcluye el sector del independentismo que antaño estaba, como única opción, por “referéndum o referéndum” y ahora se manifiesta, sencilla y directamente, por cumplir con el mandato del 1-O (afirmación esta cuyo contenido, por cierto, tampoco se explicita nunca, aunque parece razonable interpretar que se hace referencia a una nueva DUI), considerando superfluas cualesquiera otras iniciativas políticas.

Por su parte, el otro sector del independentismo, que últimamente pasa por ser el más pragmático, gusta de acogerse al tópico de que no hay que judicializar la política (por más que él mismo no se prive de politizar la justicia, como tenemos ocasión de comprobar como aquel que dice a diario, pero no es ahora el momento de detenerse en esta contradicción). La solución al conflicto catalán —reitera dicho sector— ha de ser política y no judicial. Una posición atendible, ciertamente, incluso razonable, siempre que eso no signifique al margen de la ley. Porque lo que parece fuera de toda lógica es incumplir de manera reiterada las leyes y a continuación lamentarse de que esto pueda tener consecuencias. Es lo que ocurre, por no abandonar la benevolencia —por no decir que aceptando pulpo como animal de compañía— cuando se cometen actos que, formulándolo con la peculiar fraseología de Pablo Iglesias, “no son indiferentes al derecho”. Con toda la razón del mundo a Joan Coscubiela (en su artículo “Elecciones, pandemia y democracia”, publicado en elDiario.es de 20/01/2021) los planteamientos que lleva utilizando el independentismo desde 2015 le suenan idénticos a los de los gobernantes de Hungría o Polonia, que exigen poder gobernar sin control judicial alguno.

Tal vez la única manera de emprender un camino que pueda terminar llevando a alguna forma de solución, esto es, que no sea un callejón sin salida, sea presentándole a la ciudadanía catalana propuestas lo más claras y concretas posibles. Y no por razones abstractas o de principio (que las habría), sino fundamentalmente prácticas. Lo contrario, esto es, la indefinición (“cuando llegue el momento de tomar una decisión se lo consultaremos a las bases”), la ambigüedad (“llegaré hasta donde quiera el pueblo de Cataluña”), la doblez (“en realidad, todo esto era solo para negociar en mejores condiciones con el gobierno central”) ya sabemos a dónde conduce: al marasmo, la división entre catalanes y la decadencia en la que esta comunidad se encuentra sumida. ¿Y si por lo pronto, aunque solo fuera para iniciar el camino en la dirección deseable, quienes tanto han mentido empezaran a decir la verdad? A fin de cuentas y visto su fracaso político, peor de lo que les ha ido mintiendo no les puede ir. Al resto de ciudadanos, por desgracia, sí.

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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política (Taurus).

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