Memoria democrática, más allá del franquismo

Miguel Martín

Decía el semiólogo Yuri Lotman en su obra Cultura y explosión que “una noticia periodística sobre una catástrofe natural sobrevenida en el otro extremo del globo terráqueo es vivida por nosotros de manera diversa a las comunicaciones del mismo tipo que atañen a regiones geográficamente vecinas, y, naturalmente, de manera completamente diversa si ellas conciernen directamente a nosotros y a nuestros seres queridos”. Según sus planteamientos, esto sucede por el hecho de que en ese tipo de situaciones “el mensaje se transfiere desde el espacio de los nombres comunes al mundo de los nombres propios. Y las noticias provenientes de este último mundo son vividas emotivamente en principio de manera íntima”.

Algo similar ha sucedido en Palestina: la muerte de siete trabajadores humanitarios de una ONG liderada por un famoso chef español ha logrado conmover más que los miles de asesinatos cometidos por el Estado de Israel en los últimos cinco meses, obligando así a líderes de países europeos y a su principal apoyo internacional, el gobierno estadounidense, a endurecer su discurso frente al agresor y a instarle a que garantice corredores que posibiliten hacer llegar la ayuda humanitaria a la población afectada por la guerra. Esto, en términos lotmanianos, se explicaría porque la intensidad con la que vivimos una desgracia o injusticia no depende de la cantidad de las personas afectadas por ella, sino del afecto que nos generan las personas que la han sufrido.

Pudimos comprobarlo durante la pandemia: el recuento diario de cientos de fallecidos nos inmunizó de tal modo que hoy apenas nos inmutamos con lo ocurrido en las residencias de Madrid. Se dejaron morir a su suerte 7291 personas mayores e indefensas, y los convocantes de las manifestaciones en contra de la gestión realizada por la Comunidad de Madrid tan sólo lograron reunir a 4000 personas en su protesta más exitosa. Ni siquiera un familiar por cada uno de los fallecidos.

He ahí la importancia de los nombres propios, cuyo poder es el de dotarnos de individualidad e identidad propia frente a la invisibilidad que, por ejemplo, producen las cifras. Por ese motivo, entre otros, están tan presentes en los memoriales y es justo que se los cite y recuerde cuando han sido víctimas de una injusticia. Es nuestro modo de evidenciar, como seres humanos, la originalidad que tiene cada persona de manera singular y su valor para una determinada comunidad social. No en vano, como señalaba el mismo Lotman, en épocas de cambio y grandes transformaciones suelen surgir “grandes nombres” que sustituyen, complementan o amplían la esfera de nombres propios que forma parte de nuestro universo cultural.

Un excelente ejemplo de ello es la Ley de Memoria Democrática, entre cuyas directrices está la de sustituir el nombre de las calles asociadas al franquismo por otros nombres. Cuestión aparentemente baladí, pero que, como podemos comprobar, levanta todo tipo de pasiones, sobre todo entre aquellos sectores políticos y sociales que menosprecian este tipo de medidas. Un menosprecio que probablemente se explique por la sencilla razón de que aquellos que buscan a sus familiares represaliados no son identificados como parte de los suyos.

Su dolor no los conmueve. No tanto porque sean insensibles a la muerte de un ser querido, sino porque siguen cobijando dentro de su identidad, aquel germen que movilizó en su día al bando golpista, y que les impide sentir compasión por el dolor o el sufrimiento de aquellas víctimas que siguen identificando con el bando oponente. Y para camuflarlo hablan de concordia. Una concordia que curiosamente no aplican al terrorismo de ETA y sus víctimas. Porque de lo que se trata es de delimitar quienes son los míos y los que no, quien merece mi atención y quien no. Y eso, al final, es lo que acaba por autodefinirnos.

Como también ha ocurrido con el atentado cometido en Moscú por una célula vinculada a ISIS. Que esta acción terrorista, aún más brutal que la sufrida en Bataclan, no haya despertado la solidaridad de ciudadanos y gobiernos europeos es un síntoma de la preocupante lejanía que actualmente estamos experimentando frente a “lo ruso”, como si fuera algo ajeno a nuestro espacio cultural y no nos afectase, dando la razón así al discurso dicotómico establecido por Vladimir Putin, quien a nivel interno justifica su proyecto sobre la base de una artificiosa oposición entre Rusia y Occidente: la cultura occidental es identificada como depravada e inmoral frente a la cultura rusa, que se define como virtuosa y recta.

Ahora bien, nuestro rechazo a las prácticas y acciones de su gobierno no deberían dejar de hacernos ver que quienes murieron en el tiroteo del Crocus City Hall eran civiles y que quizá algunos de ellos podían haber sido españoles. Tampoco olvidemos que quienes cometieron este atentado son una amenaza común para el resto de Europa, pues como ISIS señala abiertamente en su discurso, Rusia y Occidente forman parte de lo que ellos mismos denominan “ejércitos cruzados”, es decir, fuerzas extranjeras que tratan de colonizar la Tierra del Islam para alejar a su población de la doctrina de Mahoma e impedir que la ley de Alá rija sobre la arbitrariedad de las leyes humanas.

Nos encontramos en un momento en el que lo que sucede a nivel global, queramos o no, influye de formas diversas sobre la esfera de lo local. Algo que aparentemente nos puede parecer muy lejano, pero que puede afectar a nuestra propia realidad de manera repentina. En esta situación, como ciudadanía, necesitamos desarrollar una conciencia que vaya más allá de nuestra experiencia inmediata y cercana. Y en esta empresa considero fundamental comenzar a construir una memoria que exceda los límites de lo que hasta ahora consideramos nuestra historia e integre dentro de nuestro universo de sentido los “nombres propios” de otras realidades. Todo ello con el fin de comenzar a dejar de ver como ajeno lo que sucede en otras latitudes.

Su dolor no los conmueve. No tanto porque sean insensibles a la muerte de un ser querido, sino porque siguen cobijando dentro de su identidad aquel germen que movilizó en su día al bando golpista, y que les impide sentir compasión por el dolor

En ese sentido, hoy en día, sobre la base de la Declaración de Derechos Humanos, una memoria que se denomine “democrática” no puede seleccionar y discriminar entre distintos tipos de civiles por el mero hecho de cuál sea su procedencia o en qué lugar hayan sufrido una determinada injusticia. Por ejemplo, condenar la acción terrorista perpetrada por Hamás en suelo israelí contra población civil y solidarizarse con sus familias no significa aceptar ni tolerar las atrocidades que Benjamín Netanyahu y sus antecesores han cometido y cometen contra la población palestina. El sionismo sobre el que se sustenta el Estado de Israel es incompatible con el respeto de los derechos humanos, así como con los valores asociados a una cultura de paz, y eso, en términos democráticos, debe ser denunciado y castigado.

Al respecto, necesitamos generar un sentido común a nivel internacional en torno a este tipo de cuestiones. Sólo así organismos como la ONU, creados para evitar que los conflictos entre naciones se resuelvan de manera violenta, pueden resultar valiosos para ciudadanía y posibilitar que sus resoluciones sean eficaces y, por supuesto, respetadas por los gobiernos nacionales. Sin un reconocimiento mutuo de lo que allí se dirime es imposible caminar en una misma dirección. Y siempre habrá víctimas de primera y de segunda.

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Miguel Martín es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Valladolid, Doctor en Semiótica por la Universidad Complutense de Madrid e investigador de Diacronía.

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