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Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Joaquín Ivars

En ocasiones, cuando se titula un artículo, se tiene la sensación de que el propio enunciado del mismo es suficiente para autoexplicarse y, por tanto, el desarrollo del texto aparece como superfluo; un poco de etimología, un poco de estar al cabo de la calle, y el trabajo de esclarecimiento puede parecer innecesario a un lector medianamente avisado. Sin embargo, asumiré el riesgo de pasarme de explicaciones de eso que he denominado, no sin ironía, “Paidoceno” (la era de los niños). 

La palabra Antropoceno (antecedido de alguna forma por términos como Antropozoico o Antroceno aunque con distintos significados) fue propuesta, parece que casi de sopetón durante una charla, como nueva época geológica por el premio nobel de química Paul Crutzen alrededor del año 2000, y se refiere a la ultimísima fase del Período Cuaternario. Con ese vocablo Crutzen describe a grandes rasgos lo que el ser humano en su conjunto (ἄνθρωπος anthropos, humano) ha supuesto para los cambios geológicos y climáticos del planeta; especialmente mediante la deforestación y las invasiones de fauna y flora, el uso de combustibles fósiles, las modificaciones hidrográficas, las redes de automoción, etc. y todas las consecuencias que esto ha tenido para la geología y la vida del planeta (calentamiento global, cambios atmosféricos y alteraciones en las cadenas tróficas, pérdida de biodiversidad, peligro de extinción de la vida, etc.). Todos ellos fenómenos que vienen ocurriendo y agravándose especialmente desde mediados del siglo XVIII. Será la Comisión Internacional de Estratigrafía la que científicamente dé el visto bueno o no a la propuesta de Crutzen; y lo hará atendiendo a muchos factores que los legos en la materia desconocemos. Pero se acepte o no finalmente esta sugerencia, se puede decir que en general el Antropoceno ha tenido gran fortuna en los debates académicos y en los medios de comunicación, sean estos de divulgación científica o de cualquier otro tipo. Otros, por el contrario, aducen que es una nomenclatura que atiende más a cuestiones políticas que científicas; como no somos expertos en la materia tendremos que esperar a ver cómo resuelven ese conflicto los científicos, (doctores tiene la Iglesia Estratigráfica), pero no tenemos por qué renunciar al debate sobre la oportunidad de sus contenidos más inmediatos.

Es un hecho que, además de las cuestiones científicas, hay multitud de opiniones más o menos informadas a favor o en contra de esta denominación de Antropoceno. Supongo que muchas feministas, con bastante razón, preferirían llamarlo Androceno, ya que parece evidente que el heteropatriarcado dominante, por razones obvias, es el máximo responsable, aunque no el único, del cambio de la faz del planeta. Alguna investigadora de renombre parece mezclar estos asuntos con otros respecto a la intervención animal y de otros seres vivos o artificiales en estos procesos (como si los animales, por ejemplo, no fuesen sometidos productivamente por los humanos, véase lo del metano de las vacas, por ejemplo; no digamos las máquinas). Pero, además, hay quienes ponen en duda que las obras humanas, en general, sean suficientemente importantes como para que esos cambios geológicos sean tan definitivos; o incluso explican que no es fácil separar lo que es natural y artificial en la actividad humana y, por tanto, sería casi imposible cuantificar las acciones de nuestra especie como origen genuino de grandes cambios de era geológico/climática. Yo, sin lugar a dudas, estoy con los que afirman nuestra enorme capacidad de dañar seriamente el planeta, pero aquí no voy a tratar directamente ese tema ni me dejaré llevar por algunas disquisiciones que me resultan ineficaces e inoportunas. Adelanto que, en una suerte de licencia poética, no entraré aquí en semejantes conflictos, sino que me ceñiré a una observación más sociológica que geológica. Al fin y al cabo, si la especie a la que se atribuye el cambio morfológico y ambiental del planeta es una especie social y muy poderosa, entonces nuestros modelos convivenciales y productivos, nuestras morfologías grupales, tienen algo que ver con esas transformaciones de mucha mayor escala.

Demos pues por bueno, así, sin más discusión, que hay transformaciones en el planeta de las que somos causa inequívoca. Si hay una era geológica que pretende denominarse Antropoceno de manera más o menos acertada, quizás podríamos identificar dentro de ella una era ulterior y más locamente acelerada. Propongo que la llamemos Paidoceno (término también proveniente del griego, παιδός, paidós, niño), era de los niños. O sea, una era en la que comportamientos infantilizados de jóvenes y mayores toman el mando actitudinal y terminan siendo de algún modo los últimos responsables de lo que nos ocurra como especie y por tanto de lo que acontezca al planeta. Y entonces surgen preguntas: en los países más desarrollados ¿estamos convirtiéndonos todos y todas en seres definitivamente malcriados e irresponsables?, ¿Somos el fruto de una suerte de estado regresivo a la infancia como paraíso perdido que terminará, por indolencia e inacción, arrasando cualquier posibilidad de un paraíso quizás aún no del todo perdido? Aun cuando conocemos bastante bien muchas de las reglas de la vida, ¿están nuestros juegos caprichosos haciendo que la partida de la vida acabe precipitadamente, mucho antes de lo esperable?

Propongo, en una especie de arrebato fantástico, que se postule el nacimiento del Paidoceno en un tiempo y en un lugar bastante concreto: la Norteamérica posterior a la Segunda Guerra Mundial; por tanto, en un momento cúspide del surtidor testosterónico que pocos años antes había soltado gratuitos ataques nucleares sobre dos poblaciones japonesas hasta arrasarlas por completo. El expansionismo económico y militar, y la aparición del victorioso American way of life, apenas ensombrecido de lejos por el “rancio” comunismo del otro lado del planeta, constituye el surgimiento sin trabas de la infantilización del ser humano adulto como algo característico de nuestras vidas actuales. La alegre, intensa y desesperada vida del teenager, (Rebelde sin causa, 1955, por ejemplo), se erige en protagonista del advenimiento de lo infanto-juvenil situándose en el primer plano de la cámara y de nuestras formas de vida.

Volverse niño a destiempo parece una consigna de supervivencia o de vida un tanto vegetativa que consiste en alejarse del mundo mediante multitud de gadgets de todo tipo, interfaces y barreras que nos separan de lo insoportable

Cruzando el tiempo a pasos agigantados, parece que no hay que ser demasiado observador para entender que la energía de las producciones cinematográficas y mediáticas cambia ostensiblemente después del auge del imperialismo americano. En ese momento crucial de mediados del siglo XX, además de explotar el consumo compulsivo de palomitas en los cines, se pasa del blanco y negro al tecnicolor que dotaba de tonos vistosos el ambiente que años atrás estaba endurecido por luces y sombras en las películas secas y pesimistas (fuese esto en el Hollywood de las producciones clásicas, en el Neorrealismo italiano, en la Nouvelle vague francesa o en cualquier otro “tristón” recuerdo del guion de nuestras miserables vidas).

Por supuesto, después de esa primera intentona de mundo intenso, colorido y dinámico de la América de postguerra (que sin duda era heredera de los desenfadados años veinte), surgieron numerosas e interesantes idas y venidas; desde los comprometidos activismos del 68 al movimiento hippy alucinado y liberador de costumbres, sumándose a la nómina arremetidas existencialistas, maoístas, situacionistas, orientalistas, black panters, pacifistas, contraculturales, beatniks, punkis, etc. Pero es necesario reconocer que sobre todos esos vaivenes triunfó la cultura de masas, y con ella la insoslayable aparición del pop como fenómeno sociológico y estético que viene acompañándonos activamente desde entonces sin decaer ni un segundo; solo tenemos que mirar a nuestro alrededor para reconocer su rastro y sus influencias. Parece incontestable que el pop, en sus diversas manifestaciones (visuales, musicales, en el mundo de la moda, la comunicación, la calle, etc.) llegó para quedarse y perdura en la actualidad en formatos diversos, pero con el mismo espíritu fundamentalmente lúdico y económicamente viable que acompaña con naturalidad la renovación tecnológica del capitalismo más feroz y de aspecto tan amable e infantil como una gominola, un parque de atracciones o una burbuja virtual de mundos extraordinarios.

Pero la cosa del Paidoceno, aunque tenga esos orígenes norteamericanos, no quedó ahí. Es conocido que en la historia de Japón la “invitación” de los norteamericanos en 1853 a abrirse económica y culturalmente al mundo bajo la amenaza de la armada del Comodoro Perry en la bahía de Tokio, cambió la historia de ese país, sus costumbres y sus valores. Muchos años y sucesos después, y sometido nuevamente en la Segunda Guerra Mundial, el país del sol naciente volvió a occidentalizarse bajo la amistosa bota del general MacArthur. Y unos años más tarde, recuperándose ya de su derrota, pero con el Imperio Nipón bajo supervisión norteamericana, sobrevino el advenimiento del pop en la sociedad japonesa. Una ciudadanía que mostró una capacidad adaptativa como pocas veces hemos visto en la historia.  

¿A dónde quiero llegar después de este acelerado repaso? A que el Paidoceno occidental, la infantilización cultural y social de las zonas más privilegiadas del planeta, recibe de Japón (y subsidiariamente también de Corea del Sur) un segundo e imparable tsunami pop de características propias, orientales, pero con tendencia globalizadora de difícil cuantificación. No hay que ir muy lejos. De lo que hablo es algo fácilmente observable tanto en las generaciones occidentales más jóvenes como en los usos y costumbres de generaciones mayores influidas por aquellas. No hay que estar demasiado en el mundo —y España es un magnífico ejemplo de esto que digo—, para poder contemplar la influencia primero del walkman de Sony, luego del manga y el anime, de los otakus, de los hikikomoris, de Shin-Chán, Doraimon, del karaoke, del ramen y el suchi, del Tamagotchi, de Hello Kitty, de las modas adolescentes del cosplay, los idols J-Pop, de los Pokémon, de los videojuegos Nintendo, de los emojis, de todo eso llamado kawaii (bonito, tierno) que envuelve como si fuera algodón de azúcar la vida de tantos jóvenes y no pocos adultos y ancianos. Valga también el ejemplo de las tiendas en las que se paga por acariciar gatitos reales que ronronean al tacto de manos y mentes ávidas de “respuestas afectivas”. Podríamos aumentar la nómina de tantos otros aspectos y tendencias que circulan por todos lados en las mentes y vidas de nuestras sociedades occidentales con una naturalidad impensable poco tiempo atrás y que probablemente muestran el reflejo de algunas carencias. También es indudable que existen multitud de jóvenes, de edad y de espíritu, alejados de esas actitudes y comprometidos de manera muy evidente con conflictos actuales. Incluso es razonable pensar que estar imbuidos de ese ambiente soft-pop podría no ser incompatible con una lectura más implicada con nuestro futuro inmediato o lejano. No se trata de pontificar: observar no es juzgar, pero interpretar es inevitable, miremos lo que miremos.

Puede que todo esto solo sea una moda pasajera que, sin embargo, ya va durando mucho y acrecentándose durante bastantes años; pero creo que no cabe ninguna duda de que todo ese nuevo japonismo (hubo una primera oleada con otras características muy distintas y que resultó muy influyente en la Europa de mediados del XIX) parece traer un aire adolescente que juega banalmente con la perversión, la ingenuidad, las fantasías, el lado frik de las vivencias, el consumismo, la tecnología, la imagen, etc. y que paradójicamente se acompaña de estrés, incomprensiones, apocalipsis, soledades, mentes atormentadas y retorcidas hasta la extenuación, iras incontrolables, autosecuestros carcelarios, comunicaciones exclusivamente mediatizadas, impotencias, irresponsabilidades, suicidios, etc. Juegos de jóvenes que intensifican, amplifican y aceleran aquello que surgió en la cultura pop norteamericana y que tantas frustraciones trajo posteriormente hasta alcanzar con suma violencia nuestro presente. Es por esto por lo que me atrevo a decir que estamos en el Paidoceno; estamos en la era de un embotamiento infanto-juvenil originado en EE. UU.; una suerte de arrobamiento insustancial que parece desarmar cualquier atisbo de pensamiento crítico porque alienta el retorno al paraíso de una infancia perdida de la que ya nadie quiere salir porque el mundo tiene un aspecto demasiado cruel, hard, cuando las pantallas informativas nos muestran sus caras más desagradables y amenazadoras (a las nuevas generaciones, los informativos y la tele en general parecen atraerles muy poco). Paidoceno, era última, fantasiosa, existencia virtual al margen de la vida que molesta, que hiere y duele y que enmascaramos con juguetes que finalmente jamás son del todo analgésicos y que generan efectos secundarios muy graves. Juguetes que a menudo se revuelven contra sus jugadores arrastrándolos por quimeras compulsivas, ensueños, espejismos, delirios que pueden convertirnos en zombis cómplices por omisión de las mayores tragedias (¿una ceguera voluntaria que nos recuerda la de otros pueblos de hace apenas un siglo?). Volverse niño a destiempo parece entonces una consigna de supervivencia o de vida un tanto vegetativa que consiste en alejarse del mundo mediante multitud de gadgets de todo tipo, interfaces y barreras que nos separan de lo insoportable de un vivir que no tiene otro fin que el de la muerte que probablemente estemos acelerando en una interminable huida hacia adelante. Entonces ¿tiene este burlesco “Paidoceno” algún sentido, o solo pertenece al mismo juego nominal con el que solemos segmentar la realidad para intentar explicárnosla? ¿Nos recuerda síntomas semejantes a los de Los últimos días de la humanidad? Esperemos que no, y que el sarpullido sea solo eso, una irritación transitoria, recuperable, y no signos de un síndrome de consecuencias fatales e irreparables.

Algo más de cuatro lustros después de mis primeros viajes a Japón, espero ir de nuevo en breve durante un año. Intentaré tomar el pulso de un país que no se reduce, ni muchísimo menos, a esa cultura post-pop. Un pueblo complejo que tiene mucho que enseñar y del que tenemos mucho que aprender; no en vano, siempre me han parecido esas islas el mejor lugar del mundo para comprobar cómo andamos de flexibilidad en todos los sentidos y cuál puede ser el límite de nuestras contorsiones. 

* Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga

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