El Partido de las Puñetas
El encuentro entre Alberto Núñez Feijóo y la Asociación de Fiscales del pasado 18 de abril en el Hotel Claridge de Madrid da muestra de la alianza entre la derecha política y un sector nada desdeñable de “la justicia”. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Pero, más allá de confirmar lo obvio, el evento también arroja luz sobre ciertas lógicas ocultas que, en la práctica, determinan el funcionamiento de nuestro sistema democrático. Unas lógicas guiadas en buena medida por los intereses corporativos de quienes participan del tercer poder, ya sea ejerciendo la jurisdicción o promoviendo la acusación pública.
No hay nada de extraño en que el jefe de la oposición pueda reunirse con una asociación profesional de pensamiento afín. Sin embargo, el contenido del polémico encuentro no puede explicarse únicamente a partir de la mera coincidencia ideológica entre interlocutores. Tanto el tono como los temas tratados evidencian la búsqueda de la unidad de acción entre el Partido Popular y sus aliados con puñetas. Y, lo que resulta aún más llamativo, se pone de manifiesto la creciente dependencia que el primero está desarrollando respecto de los segundos a la hora de articular su estrategia.
Desde una perspectiva constitucional, lo verdaderamente preocupante es que un sector de la justicia instruya a un candidato a la presidencia sobre cómo debería dirigir su acción política. La injerencia de los partidos en el ámbito de la justicia es un fenómeno de sobra conocido, ampliamente estudiado y muy explotado políticamente. No lo es tanto su contrario, el creciente peso de la justicia en el funcionamiento de las organizaciones político-representativas y lo que ello implica para el sistema democrático.
Pedro Sánchez sufrió duras críticas por formular en un programa de radio la famosa pregunta retórica sobre de quién dependía la fiscalía. En el caso del PP parece suceder lo opuesto. Los fiscales conservadores trasladaron directrices a quien consideran su valedor dentro del legislativo o —en un futurible— ejecutivo, sin que a nadie le parezca preocupante ni extraño. La clara voluntad expresada por los fiscales de derogar normas como la denominada Ley Trans, la Ley de Vivienda o las últimas reformas del Código Penal, no dejan lugar a dudas sobre quién establece el criterio y quién lo recibe.
No se trata de un fenómeno nuevo, ni circunscrito al Ministerio Público. De hecho, atendiendo a las últimas declaraciones realizadas por algunos miembros del Consejo General del Poder Judicial o exmiembros del Tribunal Constitucional, parece que la línea política y el argumentario de la formación conservadora se marcan, sobre todo, desde los estrados. A juzgar por el sentido en que fluye el discurso de juristas como Narváez, cada vez son más los ámbitos donde la alta magistratura dicta y Génova toma nota.
La clara voluntad expresada por los fiscales de derogar normas como la denominada Ley Trans, la Ley de Vivienda o las últimas reformas del Código Penal, no dejan lugar a dudas sobre quién establece el criterio y quién lo recibe
Así las cosas, el peso de la derecha judicial y fiscal está al alza. Los dirigentes políticos populares han pasado de controladores —recuérdese la célebre cita de Cosidó en relación con la Sala Segunda del Supremo— a seguidores o discípulos de los togados. Y, sin embargo, a ninguno de los concernidos por esta nueva simbiosis parece incomodarle el cambio de rol.
La inversión en el flujo ideológico tiene su sentido. Si volvemos la mirada podemos comprobar cómo en los últimos años la mayor parte de las grandes victorias del conservadurismo se han logrado en los tribunales, ya sea dentro o fuera de nuestras fronteras. Buenos ejemplos de ello son el procés de Cataluña, la inconstitucionalidad del estado de alarma, la destitución y encarcelamiento de Lula en Brasil o la prohibición del aborto en EEUU. Allí donde los partidos políticos de derechas fracasaban por no concitar el apoyo social necesario, la justicia ha brindado éxitos más que razonables. Es comprensible entonces que, en el contexto de las organizaciones políticas conservadoras, las puñetas sean vistas ahora como galones.
El problema está en que el Estado democrático de Derecho es un ecosistema muy frágil. Los difíciles equilibrios entre poderes penden de finos hilos y, como todo el mundo sabe, ni magistratura ni fiscalía son elegidas por el pueblo, porque no están pensados para dirigir políticamente el país. La Constitución les otorga un lugar diferente al de las cámaras o el gobierno y, en coherencia con ello, otro tipo de facultades y garantías.
El Estado liberal se edificó sobre la —ingenua— creencia de que el Poder Judicial, por su propia función, nunca podría representar una amenaza para la soberanía popular. De ahí que se le dote de una robusta independencia, se le confiera la potestad de fiscalizar a los otros dos poderes y, sin embargo, no se articulen sistemas de control recíprocos, eximiéndole incluso de conectar con el sufragio directo. El gran temor de Hamilton, Tocqueville, Montesquieu o Rousseau fue la influencia que las organizaciones partidistas y por ende el poder legislativo y ejecutivo pudieran tener en la justicia. El despotismo como forma de gobierno constituía para estos ilustrados la mayor amenaza para los derechos y libertades individuales. La justicia, por el contrario, era vista como el principal dique de contención contra ese poder omnímodo. Aún hoy, casi doscientos cincuenta años después, seguimos fieles a aquel discurso y continuamos viendo en todas partes la injerencia de lo político en la justicia. Seguimos, también por ello, igual de ciegos ante la creciente influencia de las corporaciones con puñetas en el juego institucional-representativo.
Nadie pondría hoy en duda que una excesiva concentración de poderes en manos del gobierno sigue constituyendo un peligro para cualquier democracia. Debemos tomar conciencia de que la expansión descontrolada de la justicia y su desmedida presencia en los procesos de conformación de la voluntad democrática también está demostrando serlo.
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Juan Manuel Alcoceba Gil y Amaya Arnáiz Serrano son profesores de Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y Javier Truchero Cuevas es abogado y socio de Iuslab