En un mundo que premia el ruido, la arrogancia y la superioridad como virtudes masculinas, Pedro Pascal parece fuera de lugar. No encaja con los modelos hegemónicos. No lidera con puños, sino con presencia. No seduce con poder, sino con una mezcla improbable de fragilidad, humor y ternura. Y, sin embargo —o precisamente por eso—, es uno de los rostros más deseados y admirados del momento.
No es casual. En plena ofensiva reaccionaria contra el feminismo y los derechos civiles, cuando la ultraderecha vende testosterona en cápsulas y millones de jóvenes varones se forman políticamente en Twitch a base de red pills y discursos de odio, la figura pública de Pedro Pascal actúa como una anomalía cultural. Una grieta. Una posibilidad.
Lo que está en juego no es la fama de un actor, sino algo mucho más profundo: qué tipo de hombres necesita esta sociedad para no hundirse en la barbarie. Porque si el siglo XX fue el del macho armado, el siglo XXI solo podrá sobrevivir si los hombres aprenden a cuidar sin invadir, a amar sin poseer, a hablar sin anular. Y para eso hacen falta referentes. No perfectos, sino posibles. Como él.
¿Y si Pedro Pascal no fuera solo un actor, sino una pedagogía pública?
A Pedro Pascal le han llamado “el daddy de Internet”, el nuevo icono del deseo, el protector cansado que todas querríamos tener cerca. Pero reducirlo a una moda estética o a un fetiche irónico es no entender nada. Pedro Pascal no es viral por accidente. Es viral porque está rellenando un hueco que el capitalismo dejó vacío: el de una masculinidad posible que no sea ni agresión, ni soberbia, ni violencia emocional disfrazada de carisma.
No es un héroe de acción clásico. No es un seductor implacable. No es un líder autoritario. Y, sin embargo, ahí está: guiando a una criatura en The Mandalorian, llorando sin pudor en entrevistas, protegiendo a adolescentes en el apocalipsis de The Last of Us, abrazando a sus compañeras sin escudos ni ironía. Su forma de estar en el mundo —cuidando, escuchando, agotado, con humor— es profundamente política. Porque en un momento en que los hombres con poder tienden a parecerse cada vez más a un algoritmo de testosterona programado para dominar, Pascal irrumpe como un recordatorio incómodo: hay otras formas de ser hombre. Y pueden ser deseables. Y pueden ser revolucionarias.
El problema no es que Pedro Pascal exista. El problema es que parezca una excepción.
Nos hemos acostumbrado a que los referentes masculinos o bien sean bufones impunes que lo insultan todo desde una pantalla, o bien predicadores de la autosuperación violenta que prometen recuperar el orden perdido mediante el miedo. El algoritmo premia al misógino. El mercado amplifica al gritón. Las redes colocan en portada al que más humilla, al que más interrumpe, al que más testosterona exhibe. Y en ese contexto, la sola existencia pública de un hombre que cuida sin paternalismo, que habla sin gritar y que no necesita imponerse para ser escuchado es subversiva. No por sí misma, sino por contraste.
Nos hemos acostumbrado a que los referentes masculinos o bien sean bufones impunes que lo insultan todo desde una pantalla, o bien predicadores de la autosuperación violenta que prometen recuperar el 'orden perdido' mediante el miedo
Decía bell hooks que el patriarcado no solo oprime a las mujeres: también mutila emocionalmente a los hombres. Les enseña a callar lo que duele, a demostrar lo que valen a base de poder, a amar con condiciones. Pascal no da discursos sobre eso. Lo encarna. En cada gesto público, en cada personaje herido que interpreta, en cada vez que admite no estar bien sin disfrazarlo de épica. Es una pedagogía pública: una forma de enseñar sin señalar, de proponer sin aleccionar. Y eso, en tiempos de trincheras ideológicas, es un bien escaso.
Pero hay algo más. Pedro Pascal no es solo el hombre que abraza en pantalla, también es el hermano que defiende fuera de plano. Su apoyo público a Lux Pascal, su hermana, actriz y activista trans, no fue un gesto simbólico: fue una toma de posición. Una declaración de guerra en plena ofensiva global contra las personas trans, contra el derecho a la identidad, contra la diversidad como forma de convivencia. Y eso lo coloca, aún más, en el bando incómodo para la reacción.
Cuando Pascal posteó en Instagram "Mi hermana, mi corazón, nuestra Lux", no estaba subido a una ola progresista. Estaba enfrentándose —como hermano, como hombre, como referente— al mismo aparato cultural que hoy glorifica la masculinidad rancia, expulsa lo queer y militariza el género como si fuera una frontera. Podría haberse callado. Podría haber hecho lo de tantos: vivir de su fama y evitar el conflicto. Pero eligió acompañar, visibilizar y dar la cara. Eso también es ternura política. Eso también es pedagogía.
Y eso explica por qué genera tanta simpatía en ciertos sectores y tanto odio en otros. No es solo por sus papeles. Es por lo que representa. Por lo que defiende sin escenografía. Porque en un mundo donde ser hermano de una mujer trans es motivo de escarnio entre los trolls de la masculinidad dolida, Pascal elige ser escudo. Y lo hace con la misma calma con la que en sus series lleva a un niño en brazos mientras todo arde a su alrededor.
Ternura como trinchera
Si no llenamos el espacio con figuras así, otros lo llenarán con violencia performativa, con red pills, con nostalgia de un orden viril que nunca fue justo.
Pero no basta con admirarlo. Porque Pascal, como cualquier símbolo, puede ser absorbido, mercantilizado y vaciado de sentido si no hacemos algo más con lo que representa. Necesitamos muchos más hombres así: en las aulas, en los medios, en la política, en los hogares. Necesitamos padres que abracen, amigos que escuchen, jefes que no se crean generales, líderes que no confundan autoridad con miedo. Y necesitamos cultura que no se ría de eso ni lo desprecie, sino que lo celebre, lo amplifique y lo normalice.
Pedro Pascal no es el modelo definitivo. No hay tal cosa. Pero es una fisura en el relato dominante. Y las fisuras son valiosas: por ellas se cuela la luz. Si hay que elegir un símbolo en esta época de ruido, quizá sea mejor uno que no grita, sino que mira. Que no manda, sino que acompaña. Que no pontifica, sino que pregunta. Porque si no llenamos el espacio con figuras así, otros lo llenarán con violencia performativa, con red pills, con nostalgia de un orden viril que nunca fue justo.
Pascal es, sin quererlo, una puerta. No la solución. Pero sí una salida. Y haríamos mal en no cruzarla.
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Javier F. Ferrero, periodista y director de 'Spanish Revolution' (este texto se publicó previamente en su canal de Telegram).
En un mundo que premia el ruido, la arrogancia y la superioridad como virtudes masculinas, Pedro Pascal parece fuera de lugar. No encaja con los modelos hegemónicos. No lidera con puños, sino con presencia. No seduce con poder, sino con una mezcla improbable de fragilidad, humor y ternura. Y, sin embargo —o precisamente por eso—, es uno de los rostros más deseados y admirados del momento.