Relatando el relato

Antoni Cisteró

Hoy en día, cualquier orador o escritor que se precie ha de utilizar alguna de las palabras mágicas al uso: relato, empoderamiento, ¡metaverso! Es la única forma de no ser considerado un carca, o aún peor: no ser ni escuchado ni leído. Vayamos por la primera de ellas.

“El relato de Zelenski ha vencido al relato de Putin”, o hace un tiempo: “el relato de Rajoy no ha sabido contrarrestar el relato de Puigdemont”: relato, relato, relato. ¿Merece la palabra tanta relevancia?

En principio, el término parece inocuo. Según la RAE: Conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho. Otras definiciones acotan su extensión: El concepto, que tiene su origen en el vocablo latino relātus, también permite nombrar a los cuentos y a las narraciones que no son demasiado extensas. Quedémonos en dos de sus atributos: los detalles y la brevedad, porque ahí está la raíz del problema.

Cuando los redactores de discursos, algunos periodistas o los influencers (otra palabra de moda) se disponen a construir un relato, procuran que los detalles sean pocos, llamativos y homogéneos, unidireccionales. Además, buscan la brevedad, sabiendo que el público al que se dirige no está para muchos trotes lectores. Así que se trata de la interpretación de unos hechos complejos, mediante unas pocas pinceladas monocromáticas, realizadas con el propósito de que cale fácilmente en la opinión pública. Para ello, nada mejor que conseguir que la emoción cubra los huecos dejados por la verdad. 

Fijémonos en los relatos al uso: contienen retales de verdad hábilmente tejidos con el hilo de la sensibilidad. Pero es fácil añadir exageraciones, e incluso mentiras, para darle mayor verosimilitud y emotividad. En su día, era cierto que Sadam Hussein era un sátrapa que menospreciaba los derechos humanos, pero sin el relato de las armas de destrucción masiva orquestado por Bush y sus acólitos, no se hubiera producido el drama humano que sucedió en la invasión del país en el 2003, con cientos de miles de muertos. Hubo contestación, sí, pero no llegó a afectar de inmediato a los creadores de tal historia. Bush fue reelegido en 2004, y seguramente Aznar lo hubiera sido de no mediar los atentados de Atocha y las mentiras proclamadas al no tener tiempo de armar un “relato” adecuado. Por su parte, Blair duró hasta el 2007. 

Se busca la digestión fácil. La ciudadanía está saturada de información, no tiene tiempo, a menudo carece del conocimiento preciso sobre el tema, y tampoco ganas de ahondar en el análisis. ¿Quién lee artículos de más de una página?, ¿quién mira vídeos de más de dos minutos? Se necesita un Reader’s Digest de la actualidad, con relatos compartidos por un amplio sector que hagan creer que, dado que todo el mundo dice lo mismo, ello será verdad. Tienen éxito los relatos hábilmente construidos, masticados mediáticamente y edulcorados con una pizca de emoción. Si nos tragamos ruedas de molino, ¡cómo no lo haremos con tan sabroso y fácil condumio! Poco importa que entre los bocados a los que les identificamos el origen, se cuelen partículas tóxicas. Y ¡aún peor!, son tan saciantes que impiden que se opte por probar cualquier otro menú. Porque un relato que se precie ha de copar todo el espacio, no puede dejar que otro relato contrario induzca a los receptores a la reflexión. No. Eso es así y lo demás son zarandajas.

Un relato se impone, no porque sea necesariamente cierto, sino porque ha sido elaborado con acertadas técnicas psicosociales y se ha puesto el dinero necesario para su difusión. Y ello, por desgracia, acostumbra a estar más en manos de manipuladores que de informadores honestos.

Décadas atrás ya se utilizaba la técnica, como se vivió durante la guerra de España, donde el bando rebelde, que asesinaba de forma sistemática y ordenada por el mando, hizo prevalecer internacionalmente su relato (aquel de la Cruzada del Vigía de Occidente contra el terror rojo), frente a la precaria situación de la República, donde también hubo sus excesos y asesinatos, en general por parte de grupos espontáneos no gubernamentales, que no consiguió que su relato cuajara. La débil Francia del Frente Popular y la derechista Gran Bretaña del apaciguador Chamberlain se tragaron el relato franquista, por exagerado y maniqueo que fuera, al ser el que creían que convenía a sus estrategias de difusión del miedo al comunismo ruso. El relato prevaleció sobre el efecto que hubiera podido tener mostrar la verdadera cara del poder creciente del fascismo y el nazismo. Y así nos fue.

El batiburrillo que borbotea en las redes sociales necesita de una mínima estructuración, y ese es el papel que asume el relato: aportar coherencia a la dispersión

Es comprensible que el ámbito político busque basarse en “relatos” y no en análisis ecuánimes y polifacéticos. Azuzado por la omnipresente inmediatez electoral, necesita crear mensajes simples y emotivos, cuatro ideas (o mejor una sola) que se puedan tragan de golpe, ayudadas por un sorbo de emotividad. Hasta aquí, ley de vida. Pero con ello se crea un círculo vicioso muy dañino para la democracia bien entendida: un mensaje simple, con amplia difusión, cuya aceptación popular le da carta de certeza, sin mayores complicaciones. Y al haberse instalado, no deja espacio a otros mensajes, niega la posibilidad a un espacio de reflexión que pudiera inclinar a la población a adoptar otra posición. 

Aquí cabe mencionar a los medios de comunicación. En el caso de Ucrania, por ejemplo, el mensaje es prácticamente idéntico en la mayoría de las cadenas de televisión y periodismo escrito. Y sí, es cierto que ha habido una invasión injusta, es cierto que ha habido bajas inocentes, y es cierto que las intenciones de Putin son aviesas. Pero también lo es que ha habido ataques a las zonas prorrusas por parte del ejército ucraniano, con víctimas civiles, o que se han ilegalizado numerosos partidos políticos discrepantes con Zelenski. Posiblemente la balanza resulta netamente desequilibrada, pero ello no debiera ser óbice para que se informara de ambos hechos, de lo que se aprecia en ambos platos. No se trata de enfrentar un relato (recuerdo: corto, formado de detalles) a otro relato. Se trata de sopesar el fenómeno en toda su complejidad, de confrontar ecuánimemente lo que está pasando, única forma de sacar conclusiones que orienten nuestra reacción ante los hechos y sus consecuencias.

¡Vaya, ya llevo más de una página! Pero no quiero cerrar sin comentar otro “relato”: el de que la pandemia se está terminando. Huele a chamusquina que de repente se haya cesado de informar sobre los fallecimientos a causa de ella (que eran de un centenar al día). O que en Cataluña se hayan dejado de contar el número de contagios (no news, good news). ¡A consumir, que son cuatro días! Al avestruz popular se le retuerce el pescuezo hasta colocarle la cabeza bajo el ala, y lo peor es que se siente cómodo en esta posición.

Bienvenidos sean los “relatos” no excluyentes, no maniqueos, con una búsqueda constante de la verdad, que si se tercia, debe reemplazar a datos previamente considerados como ciertos. El batiburrillo que borbotea en las redes sociales necesita de una mínima estructuración, y ese es el papel que asume el relato: aportar coherencia a la dispersión. Pero si es malintencionado, la coherencia es reemplazada por el pensamiento único, o lo que es lo mismo: la ausencia de este. 

Mantengamos la alerta, ya que no siempre es fácil detectar lo que está detrás del relato. Como dijo Justiniano: “la falsedad no es otra cosa que la imitación de la verdad”.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. También es miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

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