La respuesta no está solo en el Código Penal

Lucia Ruano Rodríguez

Cuando hace unas semanas me pidieron escribir un breve texto explicando a los lectores de una nueva revista digital lo que suponía la ley del solo sí es sí, no podía imaginar que se fuera a producir una “trifulca” como la que nos lleva varios días ocupando.

Supero la pereza de volver sobre el asunto, más cuando ya se ha dicho casi todo. La mayoría de quienes han opinado, tanto desde la derecha política como desde el Gobierno de izquierdas, lo han hecho para mostrar una, a mi juicio, exagerada preocupación por el hecho de que algunas revisiones de condena pudieran suponer una reducción —que nunca será elevada— del número de años de prisión que estén cumpliendo los condenados con sentencia firme.

Creo que se ha generado una gran alarma social innecesaria, lo que sería una tormenta en jarro de agua fría, por un falso problema que sólo lo es en la medida en que desde hace tiempo nos hemos instalado en el punitivismo penal, como única o principal respuesta a los delitos relacionados con la violencia sobre las mujeres. Esta deriva punitiva, en el caso de los delitos contra la libertad sexual, tuvo su punto de inflexión con el desgraciado y nada fácil caso judicial de La Manada de Pamplona. Su repercusión mediática, que llegó a traspasar nuestras fronteras, y la reacción ciudadana y de los grupos feministas, están en el origen de la nueva ley. La indignación que este caso suscitó provenía de la incomprensión ante las primeras sentencias, incluido el extenso voto particular discrepante de un magistrado que propugnaba la absolución de los integrantes del grupo, al no apreciar violencia, ni intimidación, ni ausencia de consentimiento, ni prevalimiento por superioridad o privación de sentido en la víctima.

La sentencia de la Audiencia Provincial de Pamplona condenó a los autores por la comisión de delitos continuados de “abuso sexual”, a la pena de nueve años de prisión. Esta sentencia fue confirmada por el Tribunal Superior de Justicia de Navarra, pero ambas fueron posteriormente revocadas por el Tribunal Supremo que calificó los hechos de agresión sexual”, y no de “abusos sexuales” con prevalimiento de una situación de superioridad manifiesta, como habían calificado las conductas las dos primeras sentencias. Al aplicar las agravantes de trato vejatorio y actuación en grupo, los autores fueron condenados por el Tribunal Supremo a la pena de prisión de quince años que actualmente están cumpliendo. El caso no era un caso fácil, ni mucho menos, ni podía ser juzgado con los prejuicios o estereotipos al uso en situaciones que por más que pudieran parecer iguales o similares a otras, no lo eran en sus concretas y singulares circunstancias. Y es que rara vez hay dos casos iguales, por más que a simple vista así les pueda parecer a quienes no tienen la responsabilidad de juzgar y, en su caso, condenar al cumplimiento de elevadas penas de prisión a los presuntos autores de delitos graves. Fue en aquellas manifestaciones cuando oímos eslóganes como el solo sí es sí que ha acabado dando nombre a la ley; junto a otros como “no es abuso, es violación”.

La persecución y castigo a los autores de crímenes sexuales es una obligación inexcusable del Estado. Pero no es la única y principal respuesta que podemos dar, como parecen propugnar quienes claman por castigos más severos

Más allá de las intrincadas cuestiones jurídicas de aquel desgraciado caso, que estaría en el origen de la reforma de los delitos contra la libertad sexual, lo que es evidente, como dice el preámbulo de la ley, es que  “gracias a las movilizaciones y acciones públicas promovidas por el movimiento feminista, las violencias sexuales han obtenido una mayor visibilidad social y se ha puesto de manifiesto la envergadura de los desafíos a que se enfrentan los poderes públicos para su prevención y erradicación. Las violencias sexuales no son una cuestión individual, sino social; y no se trata de una problemática coyuntural, sino estructural, estrechamente relacionada con una determinada cultura sexual arraigada en patrones discriminatorios que debe ser transformada”.

Y la pregunta que debemos hacernos es si la respuesta a la violencia en general y a la violencia sexual está en el Código Penal y en la implantación de penas cada vez más graves. La persecución y castigo a los autores de estos crímenes, reduciendo los espacios de impunidad, es una obligación inexcusable del Estado. Pero no es la única y principal respuesta que podemos dar, como parecen propugnar quienes claman por castigos más severos, cuando las penas para estos delitos en nuestro Código Penal antes y después de la ley del solo sí es sí, no son livianas en ninguno de los tipos que se contemplan. Ni lo eran antes ni lo son ahora.

Después de haber hecho desaparecer la distinción entre “abuso” y “agresión”, tal como se demandaba en las movilizaciones posteriores al caso de La Manada graduar las penas de las agresiones era la única opción respetuosa con un principio básico del Derecho penal moderno desde Beccaria: la proporcionalidad de los delitos y las penas.

El objetivo de suprimir la anterior distinción sería facilitar la siempre difícil prueba de la existencia de intimidación del anterior tipo de “abusos”. En adelante, se considerarán “agresiones sexuales” todas aquellas conductas que atenten contra la libertad sexual sin el consentimiento de la otra persona, para las que se contemplan penas graduales según la gravedad de los hechos y de la concurrencia de agravantes.

Lo verdaderamente significativo es el cambio que representa la fuerza probatoria que se pretende dar a partir de ahora al consentimiento, a través de la declaración de la presunta víctima. Se pretende acotar el margen de interpretación judicial al establecer que el consentimiento sólo se considerará existente “cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona".

La opción de política criminal no deja de ser arriesgada porque poner el énfasis en la prueba del consentimiento, mediante una presunción a favor de la presunta víctima y su declaración, no resuelve los delicados problemas a que se enfrentarán quienes deban de juzgar hechos y conductas de los que no suele haber testigos y que en ocasiones no dejarán otra prueba que el testimonio de quien declara haber sido víctima.

Pero volviendo a los motivos de la polémica sobre la nueva ley, es sorprendente lo que ha ocurrido por el hecho lógico y normal de que la nueva regulación de los antiguos “abusos sexuales” ahora refundidos en “agresiones sexuales”, con penas que se han graduado en función de la violencia y la intimidación, permitan una revisión de condenas si las conductas que condujeron a la condena por “abusos” pueden beneficiarse de la menor penalidad del nuevo tipo refundido, en razón de las circunstancias que motivaron la imposición de la pena anterior. La revisión de condenas que suele suceder a una reforma del Código Penal resulta obligada según los principios y garantías exigibles a las leyes penales en los Estados de Derecho. La aplicación de la norma más favorable al reo y su posible retroactividad es uno de esos principios; como lo es la exigencia de proporcionalidad de las infracciones y las penas. No debería ser preciso recordar que el respeto a las garantías del proceso penal y los límites en el uso legítimo del poder punitivo del Estado es consustancial a la pervivencia del Estado Democrático de Derecho. Para quienes estas garantías no significan nada, ninguna pena será nunca suficiente. No sólo para los delitos sexuales, respecto de los que la sociedad actual está especialmente sensibilizada. Tampoco para aquellos otros que más se correspondan con sus ideas políticas e ideológicas o simplemente con su propia escala de valores morales.  

Si la regulación de los delitos contra la libertad sexual, que estaba vigente hasta ahora, era o no adecuada y suficiente para dar una respuesta penal justa y proporcional a la gravedad de las conductas de “abusos sexuales” cuando aunque no mediase violencia o intimidación, no existiera consentimiento,  por estar la víctima en determinadas circunstancias, y que estaban penados con prisión de uno a tres años o en el mismo caso, cuando hubiera penetración, con prisión de entre cuatro y diez años; o si en estos casos resultará más adecuada la nueva respuesta penal que ha pasado a  calificar siempre las conductas como "agresión”, en distintos grados de gravedad, es algo que sólo nos lo dirá el tiempo.

Ninguna ley es perfecta. No podría serlo ninguna reforma del Código Penal que pretendiera acabar con las distintas formas de violencia contra las mujeres, incluida la sexual, presentes a lo largo de la Historia en todas las culturas de las sociedades patriarcales. No olvidemos que no hace muchos años la violación no se penaba en muchos Códigos europeos si la mujer no era virgen o si se producía en el seno de las relaciones matrimoniales o similares y que los delitos sexuales lo eran bajo la consideración de la defensa del honor, que no era el de la víctima sino el de los varones de la familia. También en España fue así hasta la transición democrática.  

La violencia arraigada por siglos de historia deriva de la desigualdad y pretende mantener a las mujeres en una situación de inferioridad, afianzando el dominio masculino, siguiendo las pautas de la histórica división sexual del trabajo y del papel del sexo femenino en la reproducción humana. La violencia sobre las mujeres tiene muchas formas: la simbólica que percibimos a través de los medios, la moda, la publicidad, el ocio, la diversión, los recursos culturales; la violencia psicológica, moral o física ejercida de forma cotidiana en las relaciones afectivas sobre la esposa o la pareja e incluso sobre los hijos e hijas menores, hasta la más cruel e irracional de las violaciones grupales, pasando por el tráfico y la explotación sexual de mujeres y menores.  

La ley del solo sí es sí no sólo ha reformado los tipos penales referidos a la libertad sexual, aunque sea esto lo único de lo que nos hemos ocupado en estos días. La Ley orgánica 10/2022 es una norma muy extensa porque aborda otros muchos aspectos diversos que conforman una realidad que es así mismo mucho más compleja que la que se ciñe solo al ámbito penal.  Incluye medidas dirigidas a la prevención y a la educación, al ámbito sanitario, sociosanitario y de los servicios sociales, medidas laborales, administrativas y otras que afectan a las mujeres extranjeras, con ayudas socio-económicas, de restitución y reparación de los daños, de acompañamiento a las víctimas más vulnerables. También se incluyen actuaciones en el campo de la publicidad y otras, como las relativas a la formación especializada de los profesionales que intervienen en estos casos, desde los servicios sociales y sanitarios, a los integrantes de las fuerzas y cuerpos de seguridad o quienes asumen responsabilidades en la Administración de Justicia. Hay además previsiones relativas a un grave problema que había venido siendo señalado por la Fiscalía General del Estado en sus Memorias anuales, como es el que afecta a las nuevas formas de violencia digital, de las que son víctimas menores y adolescentes.  

Erradicar la cultura de la violencia sexual en una sociedad hipersexualizada, en la que los negocios vinculados al sexo, desde la pornografía a la trata de personas, se encuentran entre los más lucrativos del sistema económico global, no es tarea fácil desde el punto de vista de la respuesta política e institucional. Desde la experiencia vital y la que me proporciona el tiempo pasado de un juzgado de violencia sobre la mujer, una de las mejores herramientas para el futuro es mejorar la educación de los niños y de las niñas, de las y los adolescentes y de los jóvenes; y al tiempo repensar la actual cultura del ocio y la diversión de las nuevas generaciones.  

 

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Lucia Ruano Rodríguez, ex magistrada.

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