De senectud y autocracia absorbente

Javier Pérez Bazo

Mi muy desestimado colega catedrático Ramón Tamames se ha ganado a pulso durante los pasados días la mayor indignidad que cabe en los anales del descrédito. De ella hay constancia en su trayectoria personal y en suposiciones que su correligionario Santiago Carrillo entendió antaño bien fundadas. Últimamente se han recordado sus espantadas de varios partidos políticos hasta caer en connivente miseria moral en el regazo de la extrema derecha con motivo de la reciente moción de censura al gobierno de la nación. En otros tiempos a tipos como él se les llamaba chaqueteros, donnadies sin escrúpulos ni conciencia. En fin, entró al hemiciclo del Congreso junto a un desertor del PP y sus acólitos, se sentó en un escaño improvisado, pensó en Tejero mirando al techo y puso una cara de alelado que daba lástima.

No hubo sólo narcisismo senil, fiebres de vanagloria y egolatría en la actitud de la que hizo gala ante la Cámara. También mercantilismo inconfesado. La presencia de Tamames presumiblemente respondía a algo más: a una operación con pingües beneficios futuros, lo cual explica el primer motivo de la farsa. Cabe pensar que la hipotética estrategia a tal fin se concibió con la chochez cómplice de un conocido e innombrable amigo en la desvergüenza, investido a sí mismo como ideólogo de la moción de censura.

Lo más grave ocurrió en los estertores de la segunda sesión. Quien viese el espectáculo televisivo reparó en cómo Tamames apremiaba a la presidencia y a los diputados para que aquel filibusterismo suyo fuera acabando, y quizás recuerde su sutileza, o metedura de pata, cuando anunció que volvería sobre lo allí tratado. Aquellos etcétera, etcétera, reiterada coletilla suya, de pronto cobraron sentido: Tamames no podía explicitar todo pues tenía que reservar materia y otros dislates para un más que probable y próximo libro, supuestamente apalabrado con un editor de grandes tiradas y con contrato sustancioso de por medio. Los hechos no tardaron en darnos la razón: al día siguiente de su ridículo en el Congreso adelantó una versión digital de su obra. Porque urgían los dineros.

Esta es la razón principal por la que el colega en franca decadencia intelectual aceptó su maridaje con la insidia voxera. Comentaristas políticos y tertulianos han atribuido su conducta a otro transfuguismo suyo, a la exacerbada vanidad y algunos, más compasivos, a deslices excusados por su provecta edad y su ejercicio de guiñol del partido fascista… Pero, como decía, siendo todo ello verdad, lo más grave del colega catedrático fue utilizar una alta institución del estado en beneficio bastardo personal.

Y ello, por varios motivos. No fue sólo censurable su procacidad y menosprecio al reglamento parlamentario y a la naturaleza misma de las mociones de censura, jamás destructivas y carentes de un programa político alternativo, lo cual Tamames, como antiguo diputado, suponemos que bien conoce. Hasta el presidente del Gobierno le afeó, quizás demasiado condescendiente, su actitud irrespetuosa hacia el Parlamento. Tampoco fue menor despropósito su displicencia con los portavoces de los grupos parlamentarios: si ni siquiera se dignó a responderles en la primera sesión, en la siguiente los despachó uno por uno con supino desprecio, maledicencia y brevedad injuriosa. Aprovechó la dilogía del término «repaso» para intentar dárselo a cada uno de ellos y, enunciando sus nombres, simplemente desdeñarles u ofenderles con grosero paternalismo.

Lo más grave del colega catedrático fue utilizar una alta institución del Estado en beneficio bastardo personal

Hoy, frente a tiempos que conoció el ciudadano Tamames, hasta quien frecuenta traiciones y prácticas políticas adulterinas goza del derecho de la libertad de expresión, que el otrora profesor, sin embargo, malgastó durante su intervención en la asamblea nacional pretendiendo arrogarse el poder de disertar ex cátedra o, por mejor decir, creyéndose ungido por la infalibilidad papal. Tal fue el abuso de su conducta entre devaneos varios. Se despistó embarullándolo todo, hasta incluso confundir el paraninfo con la Cámara Baja, la tarima académica del mandarín universitario con un supuesto y petulante portavoz del pueblo.

Veremos si acaso no vuelve a las andadas en un libro que se presume en ciernes, sin duda ampliación de la versión digital existente. ¿Abundará en sus opiniones erradas sobre la España actual e incluso en su inadmisible revisionismo histórico, que apuntó durante la moción de censura? Si Tamames hubiera sido verdaderamente comunista, si no cultivase rencores y una profunda animadversión hacia el socialismo democrático, si no se hubiese prestado a la pantomima de los voxeros para obtener a cambio réditos pecuniarios, nunca públicamente habría hecho suyo tanto oprobio con el propósito de desacreditar la Ley de Memoria Democrática vigente.

Lo suyo no fue una pedorreta de inconformista sino la palurda cantinela de su infame revisión histórica. Proclamó con razón que convendría "dejar la historia a los historiadores", pero sin precisar que sus exabruptos se deben a que corteja a aquellos sucedáneos de historiadores que revisan torticeramente lo ocurrido hace casi un siglo. Más aún, él mismo suplantó a su historiador de cabecera. No le dolieron prendas al afirmar impunemente en la sede de la soberanía nacional que la guerra civil comenzó en 1934 y, para maquillar esta falsedad, atribuyó a Raymond Carr el dato, que jamás escribió el hispanista inglés, como de inmediato refutó el acreditado historiador Julián Casanova. No pocos espectadores del debate debieron de sorprenderse cuando el candidato desvergonzadamente redujo dicha guerra a una equidistancia de responsabilidades entre los combatientes. Su insolvencia académica fue mayor al señalar a Largo Caballero como principal responsable de ella. Este absurdo ha sido asimismo contradicho por Casanova con argumentos sólidamente fundamentados, quien, además, advierte en este embuste la voluntad de deslegitimar a un líder histórico de un partido centenario.

Y el colmo de los colmos: nadie le tachó de viejurgo profesor, en cambio él no tuvo el menor reparo en calificar la actual gobernanza de España como "autocracia absorbente", para que de su inventiva y obsesiones se dedujera un poder absoluto del presidente Pedro Sánchez al dictado de su voluntad o capricho. No cayó en la cuenta de que él había llegado al Congreso a intentar su propia ascensión a los altares y a reivindicar la autocracia absorbente falangista con la que sueñan Abascal y sus prosélitos.

Súmese a esto la indecencia intelectual de llamar neoconservadores a los fascistas y de comparar la España de hoy con la del treinta y seis, su fobia a los nacionalistas vascos y catalanes, las gotas de subliminal machismo con Isabel la Católica por símbolo extraído de la enciclopedia escolar franquista, que los lectores de cierta edad sin duda recuerdan.

Y, para terminar, pienso que a Ramón Tamames bien le convendría abstenerse de citar a Antonio Machado en otras batallas de abuelo. Mejor le cuadrarían José María Pemán o los versos de José Antonio Primo de Rivera, muy oportunos para los nostálgicos de absorbentes autocracias. En su desbordada senectud ha perdido el respeto académico en un suspiro y ha emborronado el ciceroniano arte de envejecer. El catedrático venido a menos suspende su disparate con luz y taquígrafos. Como se decía en otro tiempo, que no vuelva a presentarse en septiembre. Sería aún más patético.

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Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura en la Universidad de Toulouse

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