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Tecnología y democracia en tiempo de emergencias

Gaspar Llamazares | Miguel Souto

Estados Unidos está ganando la batalla de la tecnología y la ciencia, mientras Europa y Rusia la están perdiendo. Las empresas españolas en concreto, con muy poca transferencia desde las universidades, utilizan poco las nuevas tecnologías, como la digitalización, la inteligencia artificial o la robótica, para las que no disponen tampoco de una preparación adecuada. China, principal competidora por el primer puesto, está pagando ahora las consecuencias de una estrategia equivocada durante la pandemia (cero covid), íntimamente unida a su identidad política como dictadura. China parece, como consecuencia, un actor rígido e inestable al que le va a resultar difícil compaginar su gran desarrollo tecnológico con un régimen político sin libertades.

La democracia, que aparecía rezagada al inicio del actual período de catástrofes encadenadas que estamos viviendo, sin embargo parece gozar por ahora de una mala salud de hierro, precisamente por su flexibilidad para responder ante las crisis largas y ante la incertidumbre. La Unión Europea, que, como hemos dicho, está por detrás en lo tecnológico, no así en el papel de lo público, en derechos humanos ni en bienestar social. He aquí su fortaleza. Quedaría por comprobar si Estados Unidos es un líder mundial fiable o si, por el contrario, es también una superpotencia mundial inestable y quebradiza en lo interno, que por ello no puede aportar la confianza necesaria a sus teóricos aliados. En su caso, tampoco una gestión polarizada tanto política como socialmente de la pandemia ha significado precisamente un aval. Quizá porque el avance tecnológico requiere tanto del emprendimiento como de un papel activo del Estado y, también, de bienestar social como caldo de cultivo. Como mínimo, a la vista de los últimos acontecimientos, habría que decir que la democracia norteamericana atraviesa una crisis grave, más allá de la amenaza trumpista. Volveremos luego sobre esto.

Todo lo anterior sucede en una época en la que Rusia ha decidido la invasión ilegal e injusta de Ucrania para jugar un papel en el nuevo orden bipolar y cuando en el mundo abundan las señales de que se está produciendo un ascenso muy importante de un autoritarismo posdemocrático (la última muestra, el asalto de los bolsonaristas a las sedes del Gobierno y del Congreso en Brasil). Uno de los pistoletazos de salida de dicho autoritarismo, recordemos, se produjo también en nuestro país con los atentados del 11M.

La democracia parece gozar por ahora de una mala salud de hierro, precisamente por su flexibilidad para responder ante las crisis largas y ante la incertidumbre

Nunca está de más volver al 11 de marzo de 2004, el día de los atentados de la estación de Atocha y de los trenes de cercanías en distintos puntos de Madrid. Estaban a punto de celebrarse las elecciones generales (faltaban tres días) y el país estaba en los días finales de la campaña. Ese mismo día se produjo el conjunto de atentados más sangriento de la democracia y de la historia de España. El atentado (provocado por un grupo de Al Qaeda), que fue atribuido por Aznar a ETA desde el primer momento, dio lugar a la teoría de la conspiración: un supuesto contubernio entre ETA, los autores intelectuales del horrible atentado y la oposición política, y sirvió para acusar a la izquierda de dar una suerte de golpe de Estado en complicidad con otros poderes del Estado, sustituyendo asimismo a partir de entonces los argumentos políticos por unas acusaciones desproporcionadas de "Gobierno ilegítimo y desmembrador de España" que nos han acompañado hasta hoy.

El PP nunca reconoció la victoria posterior de la izquierda, como tampoco ha reconocido todavía la victoria de la coalición de izquierdas en la moción de censura que desalojó a Rajoy de la Moncloa, ni las elecciones generales y, sobre todo, la actual mayoría de investidura, dando lugar a un gran deterioro de la instituciones democráticas, que ha tenido continuación en el bloqueo de organismos constitucionales como el CGPJ y el TC. Esa es la razón por la que en lugar de condenar el asalto en Brasil, tan pronto compara los hechos con la concentración de rodea el Congreso como los utiliza en clave interna para recordar la reciente supresión del delito de sedición del código penal.

Paralelamente, al otro lado del Atlántico, Trump da un golpe que culmina con la invasión del Capitolio, apoyándose en un gran movimiento antisistema que sigue la estela ultra que se originó en los noventa con Grinwich y se continúa con el Tea Party, y que también después de dos años se niega a reconocer la victoria de Biden.

Para terminar, retomando el tema de la inestabilidad de los países que lideran el mundo, la que producen los seguidores de Trump, agrupados en una organización siniestra (Freedom Caucus), es muy preocupante. El último episodio-espectáculo lo hemos vivido los últimos días, con la elección del presidente de la Cámara de Representantes, el speaker, Kevin McCarthy, que han convertido en un nuevo episodio en vivo de House of cards. Han tardado lo indecible y casi han sido incapaces de ponerse de acuerdo para elegirlo en precario y demostrando las fracturas de la política, así como de la sociedad norteamericana. Ha sido evidente, a su vez, la gran capacidad de distorsión de la actividad parlamentaria y presupuestaria de una minoría radicalizada. La cuestión es si tomará nota el partido republicano en pro de su propia supervivencia. Resulta significativo que durante gran parte del proceso ni siquiera Trump haya podido convencerles, lo que podría significar que también la contrarrevolución devora a sus líderes y que todo está abierto, incluso el candidato favorito de la extrema derecha para las elecciones presidenciales. Estaremos atentos.

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