La tiranía de la prevención: ciudadanos sanos, vigilados y endeudados

“Más vale prevenir que curar”. Pocas frases han gozado de tanto consenso como esta. Durante décadas, la prevención se ha presentado como la forma más inteligente de ir por delante del daño: evitar sufrimiento, ganar salud, ahorrar recursos. Y es verdad que, gracias a la prevención, hoy vivimos mejor y más tiempo. Pero tras años de expansión de la cultura preventiva empieza a verse algo menos evidente: la prevención no elimina los costes, sino que los adelanta y los reparte de otra manera.

En sanidad, el cambio ha sido profundo. Antes muchas enfermedades se detectaban cuando ya daban la cara: tumores avanzados, infartos, patologías crónicas descubiertas tarde. El resultado era dramático en vidas y también en gasto: tratamientos muy caros con poca capacidad de revertir el daño. La prevención apareció como una corrección necesaria: cribados, revisiones periódicas, detección precoz de ciertos cánceres o factores de riesgo. En buena medida ha cumplido lo prometido: algunos tumores se diagnostican en fases tratables, se evitan eventos graves, se gana calidad de vida.

Pero al mismo tiempo, la prevención ha cambiado la cronología de la enfermedad y del coste. Hoy nos hacemos más pruebas, más completas y tempranas. Nos sometemos a cribados que detectan alteraciones años antes de que den la cara. Vivimos, en cierto modo, “delante” de la enfermedad: sabemos antes lo que podría ocurrir después. Eso tiene ventajas, pero también un efecto menos comentado: el coste –económico, emocional, organizativo– se desplaza hacia el presente. Para detectar antes unos pocos casos, se invita a millones de personas sanas a un circuito de controles. Algunas descubrirán lesiones que nunca habrían llegado a causar síntomas; muchas otras convivirán con la etiqueta de “riesgo” y con la preocupación anticipada que generan los resultados dudosos.

La paradoja económica es evidente. Durante años se repitió que la prevención abarataría costes: “invertimos ahora para no gastar más después”. Es posible que el sistema ahorre ingresos graves o complicaciones, pero también invierte cada vez más en programas que abarcan a toda la población diana durante décadas. Y el ciudadano, convencido de que “prevenir es cuidar”, paga antes y paga más: tiempo de trabajo perdido, desplazamientos, seguros privados para evitar demoras, pruebas complementarias que se añaden al paquete preventivo. El coste que antes se concentraba al final de la enfermedad ahora se distribuye a lo largo de toda la vida adulta.

Esta lógica de adelantar costes para contener riesgos futuros no se limita a la salud. En seguridad, ya no basta con reaccionar ante los delitos: queremos anticiparlos. Se multiplican cámaras, controles, protocolos, bases de datos. Viajamos aceptando colas y registros como parte del precio preventivo de movernos. En economía, tras cada crisis llegan nuevas exigencias “para que no vuelva a ocurrir”: más normas, más informes, más departamentos de cumplimiento. En educación, protocolos, formularios y registros intentan neutralizar de antemano el fracaso, el acoso o el conflicto. En todos estos casos la prevención cumple una función, pero también viene acompañada de más vigilancia, más burocracia y más recursos adelantados para riesgos que tal vez nunca se materialicen.

La alternativa no es abandonar la prevención, sino cambiar de registro. Pasar de una prevención entendida como carrera obsesiva por adelantarse a cualquier daño, a una prevención más selectiva y honesta con sus límites

Nada de esto significa que debamos renegar de la prevención. Sería impensable volver a una cultura de indiferencia ante el riesgo. La prevención ha salvado vidas, ha evitado tragedias, ha mejorado sistemas. El punto, quizá, es otro: hemos cargado a la prevención de promesas que no puede cumplir por sí sola. Le pedimos que nos mantenga sanos, seguros y a salvo de sobresaltos… casi sin coste. Y eso no es real. Vivir en una sociedad que quiere adelantarse al daño supone aceptar que pagaremos antes: con dinero, con tiempo, con información personal, con etiquetas médicas, con reglas.

La alternativa, por tanto, no es abandonar la prevención, sino cambiar de registro. Pasar de una prevención entendida como carrera obsesiva por adelantarse a cualquier daño, a una prevención más selectiva, más humilde y honesta con sus límites. Priorizar los cribados y controles que han demostrado claramente su utilidad, y aceptar que no todo lo que puede detectarse antes merece ser buscado. Desplazar parte del esfuerzo desde la prueba individual hacia el cuidado de las condiciones de vida que realmente protegen la salud y reducen riesgos en otros ámbitos: trabajo digno, vivienda razonable, entornos menos tóxicos, instituciones que acompañen. Y, sobre todo, complementar la prevención con sistemas capaces de responder cuando, inevitablemente, el daño se presenta: servicios sanitarios fuertes, redes de apoyo, mecanismos de reparación. Más que renunciar a prevenir, se trata de aprender a ponerle límites: decidir qué queremos anticipar, qué estamos dispuestos a pagar por adelantado y qué parte de incertidumbre aceptamos como parte inevitable de una vida que no puede, ni debe, estar completamente blindada.

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Anna Garcia Hom es analista y socióloga. Dra. en Seguridad y Prevención.

“Más vale prevenir que curar”. Pocas frases han gozado de tanto consenso como esta. Durante décadas, la prevención se ha presentado como la forma más inteligente de ir por delante del daño: evitar sufrimiento, ganar salud, ahorrar recursos. Y es verdad que, gracias a la prevención, hoy vivimos mejor y más tiempo. Pero tras años de expansión de la cultura preventiva empieza a verse algo menos evidente: la prevención no elimina los costes, sino que los adelanta y los reparte de otra manera.

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