Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
En marzo de 2023, cientos de estudiantes de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) organizaron una serie de protestas contra la decisión del Rectorado de trasladar varios de los grados de la Facultad de Artes y Humanidades al campus de Aranjuez. Hasta el momento, las carreras afectadas se venían impartiendo en Fuenlabrada y sus alumnos vieron en la maniobra un intento de desterrarles a un recinto más limitado y peor comunicado. Hubo manifestaciones, pancartas y hasta un encierro en instalaciones universitarias, pero la noticia, por supuesto, apenas gozó de repercusión mediática dos meses antes de unas elecciones autonómicas y municipales.
El episodio, no obstante, retornó a mi memoria al escuchar la reacción de Alberto Núñez Feijóo a la iniciativa del Gobierno de endurecer los requisitos para la creación de centros privados de educación superior. Según el líder de la oposición, el Ejecutivo adopta esta medida porque “tiene miedo a la libertad”, no a la que formuló el filósofo alemán Erich Fromm en su célebre ensayo (no se ve al líder del PP muy ducho en Filosofía, y menos en la Escuela de Frankfurt), sino a la de los ciudadanos para estudiar donde les venga en gana. ¡Barra libre! ¡Como si alguno prefiere quedarse en casa sentado frente al ordenador y que su profesor sea un youtuber sin formación o un “autodidacta” digital de esos que pululan por las redes! Solo le faltó decir eso tan argentino de ¡Viva la libertad, carajo!
Chistes aparte, lo que subyace en estas declaraciones no es más que una concepción utilitarista del conocimiento que, en última instancia, acaba por instrumentalizarnos como seres humanos. No pretendo pecar de trascendente, pero lo que une el desprecio a las humanidades en la URJC con las palabras de Feijóo dos años después responde precisamente a esta lamentable deriva que venimos padeciendo por largo tiempo. Se empieza relegando los saberes humanísticos a un estatus subalterno (recuerden la fatídica LOMCE del ministro Wert) y se termina construyendo un modelo educativo concebido exclusivamente para la satisfacción de las exigencias del mercado. En el proceso, el conocimiento se devalúa al perder su carácter reflexivo y muta en un bien de consumo destinado al incremento de la eficiencia personal (eso tan horrible que llaman “capital humano”).
Se empieza relegando los saberes humanísticos a un estatus subalterno (recuerden la fatídica LOMCE del ministro Wert) y se termina construyendo un modelo educativo concebido exclusivamente para la satisfacción de las exigencias del mercado
Las universidades privadas desempeñan un papel clave en esta involución. No las buenas, por supuesto, pues estas tienen una reputación que mantener y un prestigio que hacer valer ante sus potenciales alumnos, pero sí todas aquellas movidas únicamente por el afán de lucro. En su oferta formativa abundan las disciplinas técnicas en perjuicio, una vez más, de las humanidades, que resultan un estorbo a ojos de quienes ven a los estudiantes como piezas de un perfecto engranaje capitalista que no debe dejar de funcionar. Surge entonces la gran pregunta: ¿qué entendemos por “universidad” en el siglo XXI? ¿Es posible defender la necesidad de tal institución en un mundo globalizado donde todo el conocimiento está disponible a golpe de click? No solo es posible, sino que es más indispensable que nunca.
La propuesta del Gobierno, que busca hacer vinculante el informe de la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación (ANECA) para la creación de nuevas universidades privadas, además de imponer otros requisitos, es un paso en la buena dirección, pero urge la adopción de medidas más ambiciosas. En sociedades enfermizamente relativistas, donde hasta los consensos más esenciales se ven cuestionados por un individualismo atroz que glorifica el egoísmo frente a la alteridad y el compromiso social, el conocimiento reglado es un elemento de cohesión imprescindible. Nos ilustra, nos eleva y nos dignifica como ciudadanos, además de ayudarnos a poner orden en el caos informativo que nos acecha, distinguiendo la mentira de la verdad y contribuyendo al entendimiento mutuo. Una misión demasiado importante para dejarla en manos privadas sin apenas regulación. Ahí entra en juego la universidad pública que, con independencia de los estudios que se quieran cursar, desempeña una función humanística mucho más relevante: la de servir al progreso social desde el aprendizaje, el debate y la investigación. Defendámosla, porque eso es tanto como defendernos a nosotros mismos y recordar que no somos medios para un objetivo ulterior, sino fines en sí mismos.
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Marcos Caballero de Mingo es politólogo y colaborador de la Fundación Alternativas.
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