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¿Volverán las políticas austeritarias?

Ursula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea junto a Charles Michel, presidente del Consejo Europeo.

Fernando Luengo Escalonilla

Para contestar esta pregunta es necesario realizar dos importantes puntualizaciones.

La primera, de naturaleza conceptual. Si por austeridad se entiende, como en mi opinión habría que entender, contención en el gasto, desactivación de la industria financiera que alimenta la deuda, conciencia de los límites geofísicos de los procesos económicos y cuidado de los recursos escasos y de lo común, el funcionamiento del capitalismo se alimenta justamente de lo contrario, del despilfarro. Esta es la conclusión a la que se llega cuando se repara en los muchísimos millones de euros destinados a rescatar a los grandes bancos que, por cierto, no han devuelto—, en la prominente posición de las finanzas en el entramado económico, en los sueldos multimillonarios de las élites empresariales, en las generosas retribuciones con las que se recompensa a los grandes accionistas, en la creación artificial de necesidades al servicio de un consumismo sin freno y en la destrucción de los ecosistemas y apropiación de los recursos naturales.

La segunda puntualización, más específica, tiene que ver con los salarios. En este caso, hay que decir que las políticas austeritarias no volverán porque, en realidad, nunca se han ido. De hecho, constituyen una pieza sistémica, estructural, del capitalismo neoliberal. Se han llevado a cabo en tiempos de crecimiento, estancamiento o recesión con el argumento, falaz, de que la contención o reducción de las retribuciones de los trabajadores es la clave para mejorar los márgenes empresariales, incrementar la productividad de las firmas y fortalecer su competitividad, y de esta manera favorecer la creación de empleo. Este planteamiento, que también ha justificado la realización de sucesivas reformas encaminadas a la desregulación de las relaciones laborales y a debilitar la capacidad negociadora de los asalariados, ha presidido las políticas de los partidos conservadores y socialistas a lo largo de las últimas décadas, y está muy presente en el pensamiento económico dominante que, en buena medida, domina las agendas de las instituciones y los gobiernos comunitarios.

Pero ¿cuál es la contestación a la pregunta que encabeza el artículo cuando se pone el foco en la dimensión presupuestaria de la austeridad?

Como es bien conocido, la esencia de esta política no es otra que situar como objetivo prioritario de los gobiernos, al que se supeditan el resto de metas de la política económica, la reducción del déficit y de la deuda públicos; un objetivo que incluso ha alcanzado rango constitucional, incorporándose a los tratados europeos y a las constituciones de un buen número de países (el nuestro, entre ellos). Que una opción de política económica —pues de eso se trata, en definitiva— tenga esta consideración dice mucho del sesgo ideológico, de la rigidez y de la dificultad o incluso imposibilidad de reformar y reorientar la construcción europea.

El paradigma de esta visión se encuentra en el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento (PEC), convertido en el ADN de la construcción europea y en símbolo de las buenas prácticas económicas. Este pacto exige de los gobiernos que sitúen los niveles de déficit y deuda pública por debajo del 3% y del 60%, respectivamente. Los que superan esos umbrales están obligados a la aplicación de reformas destinadas a corregir esos desajustes, para colocar a sus economías en la línea del equilibrio o del superávit presupuestario.

¿Ha alterado la crisis económica y social provocada por la pandemia este planteamiento? La respuesta es, al mismo tiempo, sí y no.

Lo ha cambiado de manera sustancial en el sentido de que, por un lado, el escenario abierto por el covid-19 —restricciones a la movilidad de personas y mercancías, fuerte caída del consumo y de la inversión, retroceso del comercio internacional y de las inversiones extranjeras directas— ha supuesto el desplome del Producto Interior Bruto (PIB) y, en consecuencia, de la capacidad recaudatoria de los Estados. En paralelo, la crisis, sin precedentes en la historia reciente del capitalismo, ha hecho necesaria la implementación, con carácter de urgencia, de diferentes paquetes de ayuda con cargo a los presupuestos públicos para luchar contra la enfermedad y las consecuencias de la misma. Todo ello ha disparado las ratios de déficit y de deuda públicos, que en la economía española están cerca del 9% y del 120%, respectivamente.

El reconocimiento de la imposibilidad de cumplir con los objetivos establecidos en el PEC, ha llevado a que la Comisión Europea (CE) decidiera en marzo de 2020 suspender su aplicación, activando la denominada “cláusula de escape”; suspensión que, al menos, estará vigente hasta 2023. Todo dependerá, en todo caso, de la evolución de la pandemia, de la aparición y extensión de nuevos virus y de que se consolide la recuperación de la actividad económica. Estamos ante una trascendente decisión que responde a la existencia de un amplio consenso en torno a la necesidad de que el gasto público tiene que desempeñar un papel central en la lucha contra la enfermedad y en la superación de la crisis.

En este consenso no sólo están la ciudadanía y el tejido empresarial más vulnerable, y que por esa razón dependen en mayor medida del paraguas de lo público. También se encuentran los grandes think-tanks conservadores e instituciones —como el Fondo Monetario Internacional, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico y el Banco de España— que tradicionalmente han defendido contra viento y marea las políticas de ajuste presupuestario, ignorando sus devastadoras consecuencias sociales y productivas, que ahora estamos pagando. En la misma línea están las grandes patronales y corporaciones que, con el mantra de la supuesta superioridad del mercado y la ineficiencia de lo público, han sido ardientes defensoras de esas políticas.

Por paradójico que pueda parecer, ante la precaria situación de los mercados y en una situación dominada por la inestabilidad y la incertidumbre, apuestan por una masiva intervención del sector público —haciendo suya la bandera del keynesianismo— encaminada a abrir y consolidar viejos y nuevos espacios de negocio que permitan recomponer y mejorar los niveles de rentabilidad.

Hay mucho dinero a repartir. El que se canaliza a través de las instituciones comunitarias -preferentemente, el Plan de Reconstrucción Europeo (Next Generation European Union) lanzado desde la CE y las políticas de compras de bonos, públicos y privados, llevadas a cabo por el Banco Central Europeo- y el que se genera a partir del aumento del gasto y de la deuda pública, para la que, como he señalado antes, ahora no hay tope.

Con el etiquetado verde-digital con el que pretenden que se les reconozca en el campo de los que apuestan por el cambio de modelo productivo, con su capacidad y experiencia para organizarse como grupo de presión, con el apoyo de las grandes consultorías y despachos jurídicos, con el formato aplicado basado en el partenariado público (para aportar recursos y garantías) privado (para lucrarse con los proyectos) y con la ausencia de una condicionalidad fuerte en materia de lucha contra el cambio climático, equidad de género y derechos laborales… los grandes grupos empresariales se han colocado en primera línea en la disputa por esos recursos, donde es claro que la correlación de fuerza es muy favorable para ellos.

Pero las mismas instituciones y plataformas conservadoras que defienden en esta situación de excepcionalidad el relajamiento presupuestario, del que intentan beneficiarse, advierten que los gobiernos deben prepararse, hacer planes concretos, para retornar a las políticas de austeridad, que devuelvan el déficit y la deuda públicos a los parámetros “normales”.

No me detendré a discutir aquí las supuestas virtudes macroeconómicas asociadas al mantenimiento de los equilibrios presupuestarios, ni la supuesta “amenaza” que comportan los altos niveles de déficit y deuda públicos, pero sí quiero señalar un aspecto que en la mayor parte de los análisis queda fuera de foco y que, posiblemente, es el que mejor explica ese planteamiento de retorno a la “normalidad”. Las políticas de austeridad presupuestaria representan la “tormenta perfecta” para las élites económicas y políticas. Por tres razones, fundamentalmente.

Con el mantel puesto

Con el mantel puesto

En primer lugar, porque las corporaciones no sólo aspiran a recibir la parte del león de los recursos que ahora administran los gobiernos; la gran pugna consiste en someter lo público a los designios y a la lógica del mercado, conquistando parcelas que, en un contexto de crecimiento endeble y de gran incertidumbre, son claves para la reproducción de los capitales. En segundo lugar, porque ese escenario es el más favorable para seguir alimentando el mantra del despilfarro de lo público frente a la supuesta eficiencia de los mercados. Y en tercer lugar, porque esa operación de acoso, derribo y ocupación de lo público es el marco adecuado para poner contra las cuerdas las políticas redistributivas y las instituciones que las hacen posibles, que quedan privadas de recursos y de legitimidad, y de esta manera también los partidos políticos, las organizaciones sindicales y los movimientos sociales que han levantado la bandera de la equidad.

Si la pandemia abría una ventana de oportunidad, la posibilidad de enfrentarse a los graves problemas económicos, sociales y medioambientales que estaban detrás de la irrupción de la enfermedad y la rápida propagación de la misma, el retorno a la “normalidad presupuestaria” la cerraría abruptamente. Porque la salida de la crisis —que es mucho más y diría que algo distinto que la mera recuperación del PIB— exige de un sector público potente y ambicioso, comprometido con lo común y sostenido en la justicia fiscal.

Fernando Luengo Escalonilla es economista.

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