El Constitucional, víctima de su propio bloqueo: doce años de degradación de un órgano convertido en arma política

Edificio del Tribunal Constitucional, en una imagen de archivo.

La batalla política ha terminado por someter al Constitucional a una prueba de estrés de consecuencias impredecibles. No es la primera vez, ni tampoco la segunda. Ya ocurrió con el Estatut o con el procés, cuando el tribunal de garantías se vio sometido a una sobreexposición permanente. Igual que ahora, salvando las distancias, con la reforma normativa que busca, precisamente, poner fin al más de medio año de interinidad de un tercio de sus magistrados. El PP lanzó el recurso y el Constitucional lo recogió de inmediato. De esta forma, ha vuelto a ocupar el primer plano en la vida política del país. Un tribunal de garantías que arrastra desde hace años una enorme crisis de credibilidad consecuencia de la continua sombra de la ligazón política y los permanentes retrasos en la resolución de conflictos.

Durante casi dos décadas, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) estuvo preguntando a los ciudadanos por la confianza que le merecían las diferentes instituciones del país de forma individualizada. Es algo que dejó de hacer en 2015. Sin embargo, los registros anteriores permiten hacerse una idea del progresivo desgaste experimentado por el Constitucional. En la década de los noventa y en los primeros años del siglo XXI, menos de un 10% de la población afirmaba no tener "ninguna confianza" en el tribunal de garantías. Pero todo cambió a partir de 2010. En aquel año, esa cifra se situó en el 11,9%. Y a partir de ahí fue creciendo progresivamente hasta colocarse en abril de 2015 por encima del 21% –en concreto, el 21,2%–. Entonces, casi la mitad de la población situaba, en una escala del 0 al 10 (máxima), la confianza en la horquilla comprendida entre el 0 y el 4.

Muchos expertos en Derecho Constitucional sitúan el punto de inflexión en el caso del Estatut de Cataluña. "Aquel debate fue encarnizado", resalta José María Morales, catedrático de la materia en la Universidad de Sevilla. Y las maniobras políticas no ayudaron a conformar la imagen de un tribunal independiente alrededor de este asunto. Se produjeron recusaciones cruzadas, el Gobierno cambió la ley para prorrogar el mandato de la entonces presidenta del TC, María Emilia Casas, y mantener su voto de calidad, el PP bloqueó en el Senado la renovación de cuatro de los magistrados buscando mantener el dominio conservador... Y al final, el asunto se terminó resolviendo tras cuatro años de intensa batalla y con un Constitucional con una parte de sus miembros en situación de interinidad.

"El Tribunal, se comparta o se discrepe con la argumentación técnica de la sentencia, se vio así impelido a desempeñar un papel cuasiconstituyente que en verdad debía haber sido resuelto por las principales fuerzas políticas en sede parlamentaria y se encontró embarcado en un proceso constitucional del que difícilmente podía salir indemne", señalaba ese mismo año el constitucionalista Luis Aguiar de Luque en la revista Teoría y Realidad Constitucional. Es en estas situaciones, en las que el TC se convierte en el centro de un debate público muy potente, cuando más sufre el máximo intérprete de la Ley Fundamental y cuando más se cuestiona su prestigio y credibilidad. "Son cuestiones que lo erosionan mucho y muy rápido. Y recuperar el prestigio es complicado", dice Morales.

La resolución del Estatut partió en su momento al Constitucional. Una división en el seno del tribunal de garantías que no suele ser extraña cuando resuelve asuntos espinosos, como los estados de alarma. Excepto en un momento concreto: cuando se enfrentó al procés. Entonces, todos los magistrados fueron a una. Por unanimidad, anularon la Ley del Referéndum de 1-O. E, incluso, llamaron a la Sindicatura Electoral a disolverse dos semanas antes de la fecha de la consulta. Aquello lo hicieron tras una reforma impulsada por el Gobierno de Rajoy a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que obligaba al tribunal de garantías a velar por el cumplimiento efectivo de sus resoluciones y le habilitaba, incluso, a imponer multas o acordar suspensiones. En definitiva, se le empujaba a estar en un primer plano en el conflicto político que estaba por venir.

Etiquetas sobre las togas

La sobreexposición en cuestiones de alto voltaje no es el único problema que tiene. Sobre sus espaldas también pesa la sombra permanente de las vinculaciones o las supuestas lealtades partidistas de los magistrados. Es lo que tiene que el procedimiento de elección se haya acabado concibiendo como un intercambio de cromos entre las distintas formaciones políticas. "En muchas ocasiones, en lugar de buscar el consenso alrededor de determinados nombres tratan de cubrir cuotas. Una sombra partidista que ha terminado por colocar etiquetas sobre las togas", resalta al otro lado del teléfono Xavier Arbos, catedrático de Derecho Constitucional en la Universitat de Barcelona. Eso no quiere decir que los magistrados no vayan a ser imparciales. Pero esa, la política, es la imagen con la que se queda la ciudadanía.

La presencia de exministros en el Tribunal Constitucional es habitual en los grandes países europeos

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A lo largo de los últimos años son varios los ejemplos de nombramientos cargados de polémica. Por Domenico Scarlatti, calle donde se ancla el Constitucional, ha pasado Enrique López, ahora consejero de Justicia del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. O Andrés Ollero, exdiputado del PP. Además, fue presidente del mismo Francisco Pérez de los Cobos, quien estuvo afiliado a la formación conservadora. Y ahora el Gobierno propone sentar en el Pleno a nada menos que un exministro de Justicia –Juan Carlos Campo– y una ex alto cargo del Ejecutivo, un movimiento que, si bien no es extraño en países de nuestro entorno, incide todavía más en esa percepción de politización del tribunal de garantías. Un órgano que hace apenas un año incorporó a sus filas a Enrique Arnaldo, otro nombre estrechamente vinculado al partido de Feijóo.

Un órgano lento

Pero a ojos de los expertos hay que añadir un tercer elemento a la coctelera para explicar la caída libre que experimenta el Constitucional: la lentitud. "Tardar años en resolver asuntos también desprestigia", apuntan. El caso más claro es el de la ley del aborto. Doce años han pasado ya desde que el PP, con el asesoramiento del entonces presidente del Foro de la Familia, recurriese la ley del Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero. Y el Constitucional sigue sin pronunciarse. De hecho, a nivel político ya está prácticamente lista una nueva reforma de la ley del aborto, que habrá que ver si hace que el recurso de los conservadores carezca ya de sentido. No es el único caso. Tras años tardaron en pronunciarse sobre el Estatut. Un lustro, sobre la ley mordaza. Y siete años sobre la llamada Ley de Consultas Populares por vía del Referéndum, una norma que para cuando llegó la sentencia ya era papel mojado.

Pero donde los ciudadanos "más aprecian" el retraso, explica Morales, es en los recursos de amparo, que resuelven lo relativo a las vulneraciones de derechos y libertades. "El TC es dueño de sus tiempos", resalta Arbós. Y eso, dice el constitucionalista, no siempre es malo. También le permite poder manejar eso para intentar mitigar los posibles efectos que pueden tener sus sentencias y evitar así el deterioro de la institución. En el caso del recurso del PP contra la reforma del Gobierno para desbloquear la renovación del Constitucional, el tribunal de garantías ha preferido apretar el acelerador ante la urgencia alegada por la formación conservadora. Y ahí está, con todos los focos encima a punto de decidir por primera vez en su historia si impide la tramitación de una ley en las Cortes. Algo que de hacerse, alerta Arbós, puede crear un "precedente tremendo".

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