Mazazo de la ONU al Tribunal Supremo

La ONU ve violación de derechos en un 20% de las denuncias contra España, que desoye los dictámenes

Baltasar Garzón en una imagen de archivo.
  • Este artículo está disponible sólo para los socios y socias de infoLibre, que hacen posible nuestro proyecto. Si eres uno de ellos, gracias. Sabes que puedes regalar una suscripción haciendo click aquí. Si no lo eres y quieres comprometerte, este es el enlace. La información que recibes depende de ti.

Naciones Unidas saca de nuevo los colores a la justicia española. El Comité de Derechos Humanos (CCPR) concluyó este miércoles que la condena de inhabilitación impuesta hace nueve años contra el magistrado Baltasar Garzón fue “arbitraria e imprevisible”. La resolución, que exige al Estado borrar los antecedentes penales del autor y compensarle por el daño sufrido, es durísima, y deja en mal estado al Supremo al considerar que el autor no tuvo “acceso a un tribunal independiente e imparcial”. Con este dictamen, el jurista se suma a la lista de reclamantes que han conseguido torcer el brazo a España ante la ONU. Hasta la fecha, el órgano de expertos ha apreciado violaciones de derechos en casi uno de cada cuatro procedimientos analizados contra el Estado. Sin embargo, rara vez el país cumple con las medidas que se incluyen en los dictámenes. Principalmente, porque no los considera jurídicamente vinculantes, a diferencia de lo que sucede con las sentencias de Estrasburgo, que también ha sacado los colores a España en diversas ocasiones.

El CCPR es el órgano de expertos independientes de Naciones Unidas encargado de supervisar la aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por España en 1977. Entre sus funciones se encuentra, por un lado, la presentación de informes en los que expresa sus preocupaciones sobre la manera en que se ejercitan los derechos en los diferentes Estados. Y, por otro, se encarga de revisar denuncias sobre posibles violaciones del pacto cometidas, ya sean entre Estados o presentadas por particulares. Hasta la fecha, y sin contar con la de Garzón, se han abordado contra España 117 comunicaciones individuales, según consta en la base de datos de jurisprudencia del Comité de Derechos Humanos. Sin embargo, no es sencillo que el órgano entre en el fondo del asunto. Del total de denuncias de particulares, el 67,5% –79– fueron directamente inadmitidas, mientras que 38 sí que consiguieron pasar el primer filtro y ser estudiadas por los expertos.

El Comité ha encontrado, desde que se tienen registros, violaciones de derechos en 24 casos, lo que supone el 20% de todos los asuntos abordados o el 63% de aquellos casos en los que decidió entrar al fondo. Hay resoluciones de todo tipo. El primer dictamen desfavorable llegó en 1995 y condenaba al Estado por las condiciones inhumanas de la prisión de Melilla, en la que el canadiense Gerald Griffin estuvo detenido por tráfico de drogas cuando intentaba llegar a España desde Marruecos. Un par de años después, España volvía a recibir un nuevo varapalo por haber mantenido en prisión preventiva durante tres años a dos ciudadanos británicos que fueron detenidos en el país como sospechosos de lanzar una bomba incendiaria contra un bar durante sus vacaciones y a los que se mantuvo sin comer durante los cinco primeros días de arresto. Además, consideraba que la tardanza a la hora de resolver el caso había violado el derecho a ser juzgados “sin dilaciones indebidas”.

La doble instancia y el caso Lecraftcaso Lecraft

Luego llegó la cascada de condenas por no proporcionar un recurso efectivo que permitiese revisar el fallo por un tribunal superior. La vía la abrieron dos condenados por narcotráfico y asesinato frustrado. Luego, recurrieron a ella un exdiputado regional del PP y uno de los sentenciados en el marco del caso Filesa. Y no tardaron en sumarse banqueros como Mario Conde o Jacques Hachuel, sentenciados en el caso Banesto. Este ha sido el mayor problema que se ha encontrado el Estado de cara a Naciones Unidas. De ahí que las sucesivas reformas normativas que se han ido impulsando en los últimos años estuviesen orientadas, en parte, a intentar resolver el entuerto. “Se procede a generalizar la segunda instancia, estableciendo la misma regulación actualmente prevista para la apelación de las sentencias dictadas por los juzgados de lo penal”, recogía en su exposición de motivos la reforma de 2015 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

La lista de varapalos también incluye alguno por torturas a condenados por terrorismo durante su detención o por extraditar a un sentenciado por pertenencia a una célula terrorista sin tener en cuenta el riesgo de malos tratos y tortura que podría sufrir a su llegada a Marruecos. Y, por supuesto, por discriminación racial. Sucedió en diciembre de 1992, cuando Rosalind Williams Lecraft, una mujer negra originaria de Estados Unidos pero con nacionalidad española desde hacía más de dos décadas, fue sometida a un control de identidad en una estación de Valladolid, algo que no se hizo con ninguna otra persona que se encontraba en ese momento en el lugar. Presentó una querella, denunció su caso ante el Ministerio del Interior, acudió a la Audiencia Nacional y se presentó ante el Tribunal Constitucional. Nadie le hizo caso. El único respaldo lo encontró en 2009 ante Naciones Unidas. “[Sus características raciales] constituyeron el elemento para sospechar de ella una conducta ilegal”, sentenció el CCPR.

“Opiniones” que “no tienen carácter vinculante”

Pero el Estado no suele caracterizarse por plegarse ante este tipo de pronunciamientos. “El análisis de los resultados del procedimiento de seguimiento contenido en los informes anuales del Comité de Derechos Humanos da una impresión de un muy escaso cumplimiento por España de las medidas recomendadas en los dictámenes”, recuerda Valentín Bou, catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad de Valencia, en su estudio España y el comité de derechos humanos. De hecho, de las 23 resoluciones en las que se declaraban vulneraciones de derechos en el momento en el que el jurista abordó el asunto, el Comité solo consideró que no era necesario seguir examinando el asunto solo en un caso: el de Williams Lecraft.

Las conclusiones del CCPR no son sentencias. Por eso, los tribunales nacionales han rechazado hasta el momento que tengan efecto jurídico vinculante. “Las ‘observaciones’ que en forma de dictamen emite el Comité no son resoluciones judiciales (…) y sus dictámenes no pueden constituir la interpretación auténtica del Pacto”, apuntaba en 2002 el Constitucional. “No tienen valor jurídico vinculante, salvo el que quiera otorgarle el Estado afectado por la condena”, señalaba el Supremo un par de años más tarde. Un punto de vista con el que también coincide el Consejo de Estado, que en un informe de marzo de 2015, al que tuvo acceso en su momento infoLibre, establecía que se trataba de “dictámenes” en los que se recogen “opiniones” que “no tienen carácter vinculante”, que “no son resoluciones judiciales” y que “no constituyen una auténtica interpretación del pacto”.

Esta doctrina unitaria ha bloqueado prácticamente todos los intentos de revisión de sentencia. Lo intentó, por ejemplo, el financiero Hachuel, pero terminó chocando contra el Alto Tribunal, que en su sentencia apuntó que solo los fallos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) tienen “la condición de título habilitante para un recurso de revisión contra una resolución judicial firme”. Misión imposible han sido también, recuerda el catedrático de Derecho Internacional, los intentos de obtener una compensación basándose en un dictamen del CCPR. Las reclamaciones, por lo general, han concluido en resoluciones denegatorias ministeriales. Y los posteriores recursos en vía judicial, desestimados. “La única excepción se produjo en el asunto Ruiz Agudoasunto Ruiz Agudo –su proceso judicial se demoró 11 años en primera instancia y 13 hasta el rechazo de su apelación–”, recoge Bou.

A pesar de ello, la justicia no siempre ha considerado que los dictámenes de los órganos de Naciones Unidas sean insuficientes para reconocer el pago de una indemnización. En 2018, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo ordenó el pago de una compensación de 600.000 euros a Ángela González, cuya hija fue asesinada por su expareja durante una de las visitas no vigiladas que fijó un juzgado de Madrid tras la separación. Tras agotar todo el recorrido judicial en el país reclamando una indemnización, la mujer acudió a la ONU. El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (Cedaw) terminó dándola la razón. “Afirmamos que el dictamen del Comité de la Cedaw deberá ser tenido, en este caso y con sus particularidades, como presupuesto válido para formular una reclamación de responsabilidad patrimonial del Estado”, recogía entonces la sentencia del Alto Tribunal.

Más allá de la ONU, España también ha recibido numerosos tirones de orejas en los últimos años desde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Una de las últimas llegó el pasado mes de marzo, cuando Estrasburgo condenó al Estado por no haberse llevado a cabo una investigación sobre la actuación policial contra una de las personas que acudió en 2012 a la protesta Rodea el Congreso. Pero hay más, muchas más. Y algunas de ellas importantes. Por ejemplo, el varapalo que recibió España por encarcelar a dos manifestantes que quemaron fotos del rey, lo que a juicio del TEDH no constituye un delito. O el fallo sobre el caso Bateragune: los acusados, entre ellos el líder de EH Bildu, Arnaldo Otegi, no tuvieron un juicio justo.

Más sobre este tema
stats