Poco antes de la pandemia, en aquel 2019 que aún parecía pertenecer a un mundo con visos de estabilidad, se libró una de las polémicas más agudas en el ya estrecho circuito de la izquierda intelectual anglosajona. En las páginas de la New Left Review, Perry Anderson, decano de la tradición marxista británica, arremetió contra Adam Tooze, historiador de creciente influencia, al que reprochaba haber abandonado el materialismo histórico para abrazar un “liberalismo de izquierda” meramente situacional, incapaz de ofrecer una explicación estructural del presente. Tooze replicó con un giro elegante: el error no era carecer de estructuras, sino fingir que existía un mirador desde el que contemplar la historia con transparencia absoluta. Lo honesto era admitir que siempre pensamos in medias res, en medio de las cosas, atrapados en la opacidad del presente.
Para Tooze, esa expresión desbordó su función de técnica metodológica para convertirse en una categoría analítica, horizonte inevitable de toda escritura histórica. Hablar desde dentro del torbellino, con la certeza de que todo análisis será incompleto, sometido a la metamorfosis constante de lo real. Anderson, por su parte, reivindicaba el peso de las estructuras y las genealogías frente a lo que consideraba improvisación presentista.
La izquierda global, todavía hoy, se mueve en esa tensión: anclarse en cánones heredados o arriesgarse a pensar desde la fragilidad del presente.
La derecha, en cambio, juega otra partida. En un mundo marcado por la policrisis —ecológica, geopolítica, democrática—, sus respuestas son más inmediatas y, por ello, más eficaces —al menos, en el corto plazo—. Mientras la izquierda discute sobre categorías y estructuras, la derecha recurre a dos reflejos profundamente inscritos en el sentido común de época: aislamiento y negación. Allí donde la realidad se vuelve compleja, su fórmula es simple: señalar un enemigo y declararle la guerra.
Vox encarna esta lógica con especial claridad: la denuncia de la Agenda 2030 y del globalismo como conspiración de las élites, la fijación con la leyenda negra como melancolía imperial o el frentismo contra Bruselas y su séquito de eurócratas. El Partido Popular, arrastrado por los marcos reaccionarios en buena parte de su discurso —de la migración al clima—, enfrenta un dilema mayor en el terreno internacional.
Entre la tecnocracia y la hipérbole
En su primer discurso como líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo prometió “apartarse de la hipérbole permanente”. Una declaración solemne que, con el tiempo, se le ha convertido en sombra persistente. Hoy, en materia de política exterior, el PP se mueve justo entre los dos extremos que decía querer evitar: de un lado, la herencia rajoyista, que concibe la diplomacia como una atalaya tecnocrática reservada a la “nobleza de Estado”, en términos de Pierre Bourdieu; del otro, la tentación de resucitar la vena aznarista, usando el tablero internacional como munición para la refriega doméstica. Ese vaivén, esa oscilación entre polos, suele resolverse en un terreno intermedio igual de improductivo: un lenguaje de fórmulas huecas y clichés reciclados, no muy distinto al programa electoral que Sarkozy confió en 2007 a un grupo de jóvenes consultores del Boston Consulting Group.
La ponencia política del XXI Congreso Nacional del PP, celebrado en Madrid en julio de 2025, es el mejor ejemplo de esa primera deriva. En aquel cónclave, las competencias de la secretaría internacional fueron absorbidas por la presidencia del partido, reforzando el sesgo presidencialista y otorgándoles un peso simbólico y estratégico renovado. Al frente —aunque siempre en segundísimo plano— quedó un perfil más técnico que político: Ildefonso Castro, diplomático veterano y exsecretario de Estado con Rajoy, auténtico arquitecto, entre bambalinas, de la línea exterior popular.
Feijóo había anticipado ya esta visión en una tribuna de 2023 publicada en la revista Política Exterior: “Tengo la absoluta certeza de que, con los medios, las personas y la determinación necesarias, España puede en poco tiempo recuperar el lugar que le corresponde dentro de la comunidad internacional”. Medios, personas, determinación: ninguna alusión a ideas. La política, para este PP, opera en dos registros: dentro de nuestras fronteras puede debatirse sobre principios, convicciones, incluso ideología; fuera de ellas, solo cabe invocar el “interés nacional”. Las ideas, al menos en el ámbito exterior, estorban.
En realidad, esta operación tiene una genealogía larga dentro de la derecha, muy especialmente en su forma de concebir la política internacional. El propio término foreign policy nació en la Inglaterra del siglo XVIII como un mecanismo para blindar a la Corona frente a los vaivenes parlamentarios. “No deberíamos husmear en los secretos relacionados con los asuntos exteriores”, imploraba Sir William Yonge a sus colegas en 1743. Desde entonces, lo internacional quedó configurado como un espacio estanco, un estado de excepción donde la política era reemplazada por la defensa de unos intereses presentados como naturales, indistinguibles de los de las élites. Es, punto por punto, el molde que hoy reproduce esta versión del PP.
El problema es que, incluso en su registro más tecnocrático, los populares naufragan en indefiniciones. La ponencia arranca con un llamamiento atrapalotodo, capaz de dar cobijo a posiciones tan anodinas como contradictorias: “Necesitamos una política exterior ambiciosa, una verdadera política de Estado en la que colaboren todos los agentes, públicos y privados, para devolvernos la capacidad de influir en las decisiones que afectan a nuestro futuro”. Un manifiesto que suena solemne, pero se ahoga en ambivalencias; un ejemplo perfecto del doble discurso que denunciaba George Orwell.
Después, ante uno de los debates más relevantes de los últimos meses —el gasto en Defensa y el papel de la OTAN en pleno declive hegemónico estadounidense—, la posición oficial se reduce a un recurso de manual: “cumplir con los compromisos de inversión asumidos en el seno de la OTAN y hacerlo, en todo caso, con el aval del Congreso”. Una fórmula tan vaga como deliberada. Sobre el futuro de Europa, apenas un eslogan: “Europa importa”. Nada más. Un europeísmo vacío y atrofiado que, lejos de apuntalar el proyecto comunitario, lo corroe con su propia inacción. Y, cómo no, se mantienen las diatribas clásicas: Gibraltar como tótem inmutable, único terreno en el que el PP se atreve a pronunciar la palabra descolonización.
El texto, pese a su pretendida neutralidad, transpira ideología. En plena crisis terminal del vínculo trasatlántico, el atlantismo se reafirma como “una comunidad fundamental de valores y prosperidad compartida imprescindible para que Europa tenga un papel relevante en el mundo”, aún “pese a las concretas dificultades políticas coyunturales” —y, aunque parezca mentira, esas son las únicas palabras que el PP dedica a lo ocurrido en los últimos meses—. El Atlántico, además, sirve de soporte para otra fijación: la defensa de Hispanoamérica. “Frente a quienes dicen que la Hispanidad fue opresiva para deslegitimar nuestra historia y dividirnos, afirmamos que fue un proceso de integración y mestizaje”. Y la conclusión, como siempre, resulta inequívoca: “España debe combatir la leyenda negra”.
Pero cuando se trata de encarar el conflicto central de nuestro tiempo, el genocidio israelí contra el pueblo palestino, el discurso roza lo esquizoide. “El drama humano es insostenible. Los rehenes deben ser liberados inmediatamente y la población civil en Gaza debe ser protegida y ayudada”. El orden de los factores aquí sí altera el producto: primero los rehenes israelíes, después la población palestina. Ni una sola alusión al derecho internacional, ni una referencia a los derechos humanos. Y, como coletilla final, una frase incrustada sin hilo alguno: “El régimen iraní, directa o indirectamente, es el elemento más perturbador en la región”.
La otra cara del dilema desborda las páginas de la ponencia programática y vertebra la práctica cotidiana del partido: una retórica inflamatoria que convierte la política exterior en munición contra el Gobierno. Los ejemplos son inagotables: acusar a Sánchez de estar “implicado en un golpe de Estado en Venezuela” —desmentido incluso por el opositor Edmundo González— y denunciar que rinde “pleitesía a los autócratas”; insinuar la presencia de tropas españolas combatiendo en Ucrania; o el célebre tuit de Isabel Díaz Ayuso: “40 bebés decapitados y el Gobierno de Sánchez anda en la equidistancia entre los terroristas y las víctimas”. A ello se suma el boicot al nombramiento de Teresa Ribera como comisaria europea, episodio que confirma hasta qué punto lo internacional se manipula como simple arma de desgaste interno.
Y no es un asunto menor. La política exterior, con su aura de autoridad y proyección, constituye una de las armas más poderosas para reforzar el liderazgo de un aspirante o cimentar el legado de un presidente. En manos del PP, sin embargo, se balancea entre la trivialidad de las obviedades tecnocráticas y el estruendo de la hipérbole.
La ventaja comparativa de Vox
Podría pensarse que lo descrito hasta aquí es un mal común en la derecha europea. Y en parte lo es: todas las formaciones del Partido Popular Europeo comparten la anemia de ideas y la claudicación ante las agendas de sus aliados más extremistas. Pero en el caso español la desorientación resulta especialmente aguda. Basta comparar sus documentos con los del propio PPE, donde al menos se formulan posiciones concretas, elaboradas: apoyo matizado al plan ReArm Europe, pasos adicionales hacia la interoperabilidad militar, mayor flexibilidad en adquisiciones de defensa. Frente a ello, Feijóo se limita a la crítica al Gobierno, sin articular alternativa alguna ni construir un marco estratégico reconocible.
La desorientación popular se agrava con el capítulo de las alianzas. Una de las claves del avance de las extremas derechas ha sido su capacidad para aunar tradiciones políticas enfrentadas, actuando como un sujeto político único gracias a la identificación de un enemigo común. El antagonismo como cemento. Lo resumió Jorge Buxadé, candidato de Vox en las pasadas europeas, en una entrevista con El País: “Con Milei, Meloni, Le Pen o Viktor Orbán nos une un enemigo común”.
Ese es el secreto de la entente reaccionaria: una “vía negativa” al orden global, más definida por lo que niega que por lo que afirma. Su lista de enemigos compartidos —los progresistas en su conjunto, lo woke, la Agenda 2030, las personas migrantes y racializadas, el colectivo LGTBI+— basta para sostener un grupo con enormes diferencias internas. Así, el aquelarre internacional de Vox, el célebre Viva Vox, puede reunir sin sonrojo a Pedro Varela, principal negacionista del Holocausto en España, y a Amichai Chikli, ministro israelí de Asuntos de la Diáspora y contra el Antisemitismo. Poco importa que en Bruselas y Estrasburgo la ultraderecha se fragmente en tres grupos distintos —Patriotas por Europa de Orbán y Le Pen (86 eurodiputados), Conservadores y Reformistas de Meloni (79), y Europa de las Naciones Soberanas de AfD (27)—: en la práctica actúan como un bloque histórico, en sentido gramsciano.
Los populares europeos, en cambio, no cuentan con esa ventaja. Presidir la Comisión y ser el mayor grupo del Parlamento, con 188 eurodiputados, no evita que sus alianzas resulten más torpes, erráticas, que sus contradicciones resulten demasiado solemnes e inasumibles. Ahí está la incómoda visita de Feijóo a Meloni en septiembre de 2024, ejemplo de una geometría variable que nunca llegó a cuajar.
Vox, mientras tanto, juega con más comodidad. No tiene que elegir entre tecnocracia e hipérbole: se instala sin complejos en la segunda. Tampoco se afana en construir elaboradas ponencias: su fuerza en lo internacional reside en la capacidad de organización. El programa fundacional de la entente reaccionaria, la llamada Carta de Madrid, apenas ocupa una carilla y enuncia cuatro principios tan vagos como grandilocuentes: que el comunismo es una amenaza global; que deben protegerse el Estado de derecho, la separación de poderes, la libertad de expresión y la propiedad privada; que esa defensa compete no solo a la política, sino a todos los ámbitos sociales; y que la tarea debe asumirse de manera colectiva y a escala planetaria. Poco más.
El PP, atrapado entre el repliegue en una élite experta y la comodidad de la refriega continua, se queda sin voz propia. Oscila entre dos registros igualmente estériles: el lenguaje de madera de las tautologías —decir mucho para no decir nada— y la retórica inflamatoria de la trinchera. Entre ambos extremos se evapora la posibilidad de una política internacional seria, capaz de cumplir con el objetivo que se dice perseguir: reposicionar a España como potencia media en pleno interregno global.
El dilema internacional del PP refleja, en el fondo, la renuncia a diagnosticar el presente. Mientras en el reducido mundo de la izquierda intelectual se discute —como en la vieja querella entre Anderson y Tooze— si es posible hablar desde las estructuras heredadas o desde el torbellino de la historia, el PP opta por no pensar en absoluto, entregado a la administración rutinaria de las inercias de un orden global moribundo, incapaz siquiera de vislumbrar otro distinto. Ni genealogía ni riesgo, ni estructuras ni presente: solo un simulacro de política exterior que confunde la solemnidad con el estatismo y el ruido con la estrategia. Pero la historia, como advertía Tooze, solo se escribe in medias res. Y quien rehúsa esa condición acaba relegado a mero espectador de sombras en movimiento, incapaz de juzgar y de actuar mientras el mundo sigue ardiendo.
*Carlos C. Pérez es investigador predoctoral en la City University of New York (CUNY).
Poco antes de la pandemia, en aquel 2019 que aún parecía pertenecer a un mundo con visos de estabilidad, se libró una de las polémicas más agudas en el ya estrecho circuito de la izquierda intelectual anglosajona. En las páginas de la New Left Review, Perry Anderson, decano de la tradición marxista británica, arremetió contra Adam Tooze, historiador de creciente influencia, al que reprochaba haber abandonado el materialismo histórico para abrazar un “liberalismo de izquierda” meramente situacional, incapaz de ofrecer una explicación estructural del presente. Tooze replicó con un giro elegante: el error no era carecer de estructuras, sino fingir que existía un mirador desde el que contemplar la historia con transparencia absoluta. Lo honesto era admitir que siempre pensamos in medias res, en medio de las cosas, atrapados en la opacidad del presente.