La portada de mañana
Ver
El PSOE se lanza a convencer a Sánchez para que continúe y prepara una gran movilización en Ferraz

tintaLibre

Augurios

Reparto de pan en el pueblo de Souto, Ourense.

Edurne Portela

Podría decir que desde el 9 de marzo J. y yo estamos confinados, que convivimos en una casa que no tiene una sola puerta —excepto la del baño—, en un pueblo sin farmacia ni panadería ni tienda de alimentación, que somos dos de los únicos 10 habitantes y que a veces nos sentimos tan aislados que creemos estar en un lugar abandonado del fin del mundo. Podría decir que he sentido miedo al pensar que el hospital más cercano está a más de una hora de aquí, que han suspendido la visita semanal del médico de atención primaria. Pero sería deshonesto escribir una crónica de mi confinamiento como si las condiciones en las que vivo fueran otra cosa que un absoluto privilegio. Llevamos más de 40 días en esta casa pequeña pero de inmensos ventanales desde los que contemplamos las montañas, el rápido e inexorable avanzar de la primavera. Con solo unos pocos movimientos —agarrar el picaporte, empujar la puerta, dar dos pasos— estamos al aire libre, en un terreno en el que ya hemos empezado a preparar nuestra huerta. ¿Abastecimiento? Ningún problema. El camión de la fruta y el de los quesos viene una vez a la semana, la furgoneta del pan, cada dos días, y el camión de la droguería cada 15 días, repletito de papel higiénico y diferentes variedades de lejía. Cuando oímos el claxon que anuncia la llegada de un camión, salimos corriendo a la plaza del pueblo, en la que cumplimos a rajatabla el distanciamiento social: parece que jugamos a las cuatro esquinitas con el resto de los vecinos. El panadero, el frutero, el droguero, nos traen noticias y nos las gritan a través de la mascarilla o la máscara protectora: en el pueblo de abajo han muerto cuatro, nos dice José, el frutero, y hay unos cuantos ingresados, pero en el de arriba no hay ni un solo contagio. En el nuestro ingresaron a una pareja bastante mayor —como casi todos los vecinos de este pueblo— que contrajeron la enfermedad durante un viaje del Imserso. Él salió pronto del hospital, ella continúa en la UCI.

Me he acostumbrado al extraño ritmo de estos días, a vivir en un presente continuo en el que las variaciones son mínimas. La rutina me da paz. Prefiero vivir sin sorpresas porque tengo miedo a que sean malas, prefiero no pensar en el futuro porque no soy capaz de imaginarlo. No quiero ceder a la paranoia, identificar malos augurios, imaginar el apocalipsis. Pero en cuanto la rutina se quiebra, algo oscuro se cuela en este presente frágil, a pesar de todos mis privilegios. 

Primer augurio: hace unos días vimos, a través de la ventana, cómo un pequeño zorro se paseaba por nuestro terreno. Nos pareció precioso, un regalo inesperado, una visión idílica. Le sacamos una foto y, al observarla ampliada, nos pareció que el zorro tenía un aspecto extraño: su cola larguísima apenas tenía pelo. Pasaron los días y el zorro volvió a acercarse, esta vez levantó una de sus patitas traseras grácilmente y meó en nuestro aún joven melocotonero. Hubo una tercera visita. El zorro, envalentonado, se acercó hasta nuestra puerta de cristal y husmeó alrededor de la casa. Yo crucé los dedos para que no se meara en el laurel y J. le grabó un vídeo. Su cola estaba totalmente pelada y se veían varias calvas y zonas irritadas en su piel. Mi hermano me advirtió: tiene sarna. Intenté sin éxito contactar con el Seprona para pedir consejo y ayuda. J., tan apesadumbrado como yo, escribió a un veterinario. No tuvimos respuesta. El zorro no ha vuelto. 

Segundo augurio: otra tarde descansábamos tranquilos en el sofá cuando oímos un fuerte golpe contra el cristal. Nos dio tiempo a ver un pequeño pájaro —un pinzón— caer a plomo contra el suelo. Nos levantamos corriendo, salimos al patio y ahí estaba el pobre animal convulsionando, con su patitas estiradas hacia el cielo. J. lo tomó entre sus manos, yo le acaricié el fino plumaje, el pinzón cerró los ojos. Lo dejamos en el muro de nuestro terreno, por si volvía el zorro con hambre. 

Tercer augurio: el viernes pasado estaba con J. comprando frutas y verduras en la plaza. J. acariciaba el perro del alguacil, un setter alocado que nos resulta muy simpático y que normalmente no se deja acariciar. El alguacil nos dijo que estaba muy raro, que todos los animales están raros, como si notaran que algo extraño está pasando con los humanos. “Hasta las cigüeñas están abandonando los nidos”, nos dijo con seguridad. 

Crónicas de la pandemia

Crónicas de la pandemia

J. no preguntó, yo tampoco, pero los dos sentimos en ese momento cómo la grieta que quiebra nuestro frágil presente se abrió un poco más.

* Edurne Portela (Santurce, 1974), docente universitaria e historiadora, es autora del ensayo ‘El eco de los disparos’ y de las novelas ‘Mejor la ausencia’ y ‘Formas de estar lejos’, todos publicados por Galaxia Gutenberg.

* Este artículo está publicado en el número de mayo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes acceder a todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí o suscribirte aquí.aquí

Más sobre este tema
stats