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Carmen de Burgos: "La condición de la mujer es el termómetro de la civilización de un país"

José Ángel Mañas

Estaba yo en el Ateneo, observando con curiosidad los retratos de algunos de sus miembros más famosos, cuando de repente oí una voz a mi lado: “Aquí faltan mujeres, ¿no le parece?”. La vi por el rabillo del ojo. Era Colombine: guapa de facciones, rubensiana, de tez delicada y pálida y ojos oscuros, ella misma dijo que de belleza árabe y brillo inteligente, la respiración algo pesada por el asma, la voz bien modulada. “Espronceda, Costa, Canalejas, Mesonero Romanos… Los hombres están casi todos. En cambio, mujeres sólo la Pardo Bazán, que fue la primera socia, ahí, mírela, qué solita en el rincón…”.

PREGUNTA. Tengo entendido que usted fue la tercera mujer en ingresar, después de doña Emilia y de Blanca de los Ríos. El 10 de marzo de 1905.

RESPUESTA. Efectivamente, ¿cómo sabe usted eso?

P. Me he interesado últimamente por su obra. El año pasado le dedicaron varios artículos, con motivo del 150 aniversario de su nacimiento, y se la está reivindicando como pionera en la lucha por los derechos de la mujer. Ya que la tengo aquí, ¿le importa si conversamos? ¿Le importa que nos sentemos en el sillón de la esquina? Sólo le robaré un ratito.

R. No es que me importe, es que con el asma me canso enseguida. Me viene bien reposar. Y además el intercambio civilizado de ideas con un varón cultivado siempre resulta agradable. ¿Aquí mismo le parece bien?

P. Me parece perfecto. Sé que usted nació en Almería y que siempre consideró España como un país prácticamente morisco. ¿Cómo fue su infancia?

R. Yo siempre dije que lo árabe dejó más huella de la que nos gusta pensar generalmente. Y eso se ve con toda claridad en el Sur y en lugares como Almería, donde crecí. Allí, mis padres tenían una buena posición. Eran hacendados en Rodalquilar, un pueblo que he descrito en varias novelas. Como de niña era muy raquítica, me mandaron allá para que me fortaleciese y me crie sin enseñanza de nadie, como los ajos porros. Sin esencia de Dios, dice la gente del pueblo. Yo era un demonio. Mis juguetes predilectos eran las muñecas y los periódicos. Mi diversión, leer cuanto caía en mis manos y montar a caballo.

P. ¿Qué periódicos leía?

R. Los que recibía mi padre, Álvaro de Burgos, quien fue durante 37 años vicecónsul de Portugal. Entre otras cosas, el Jornal do comercio. Con él aprendí a leer en una lengua que siempre me pareció muy hermosa. Y me fui útil, pues más tarde pasé largas temporadas en el país.

P. Escribió mucho sobre Portugal en sus columnas de El Heraldo, y le dedicó un capítulo entero en sus ‘Peregrinaciones’. También dijo usted que tenía los mejores prosistas y poetas de Europa y que era “la visión del sitio más bondadoso y más fraternal al que podemos huir algún día”.El Heraldo

R. Y lo sostengo todavía. Realmente ha sido una de las grandes pasiones de mi vida.

P. Además fue usted muy amiga de la gran escritora y feminista Ana de Castro Osorio. Y creo recordar que ambientó una de sus novelas cortas, ‘Los míseros’, en Figueira. En otras aparecen Praia das Maças, Lisboa, Estoril, Cascais, Béjar…

R. Siempre le he tenido un cariño especial a esas tierras. Hoy puedo afirmar que Portugal se convirtió en mi segunda patria.

P. Ya que menciona a su padre, tengo entendido que usted se casó contra la voluntad de su familia y de mala manera.

R. Huy, eso siempre lo lamenté. Me casé muy joven, con 16 años, y además con un donjuán de pueblo. Un hombre de taberna, vividor y jugador, que me sedujo, eso sí, con algunos poemillas de amor, porque era periodista y letrado, no voy a decir lo contrario, aquel Arturo… Arturo Álvarez y Bustos, para ser precisos.

P. ¿No dice usted mi Arturo?

R. ¿Con todo lo que me costó divorciarme de él? Ni loca. Aquello fue un error garrafal y me provocó una repugnancia instintiva, desde muy joven, por los hombres. No olvide que yo tuve, además, una maternidad aciaga y, para más inri, con tres partos y tres entierros demasiado seguidos. No fue sino a la cuarta que nació mi María Dolores, la única niña que me acompañó a lo largo de mi azarosa vida.

P. Esa repugnancia por el marido es algo que plasmó después en textos como La malcasada o Se casó demasiado joven, que por cierto aprovecho para felicitarla porque envejecen muy bien. Son muy poco conocidos, porque ha habido sobre usted una especie de censura desde aquello de que Franco la prohibió y mandó quemar todos sus libros…La malcasada

R. Casi mejor no hablemos de ello.

  "Las activistas como yo allanamos el camino para el reconocimiento del divorcio, que se logró con la República"

P. Pero leídos hoy con retina fresca sorprende la limpieza cristalina de la prosa, la naturalidad de la narración y los diálogos, la variedad de tipos y la cantidad de escenas pintorescas que usted saca en esos relatos suyos. Personalmente, en ‘La malcasada’, me gustan mucho las escenas de batallas de gallos y de cometas, dos actividades muy masculinas en su época.

R. Muchas gracias. Puse mucho empeño en todas aquellas obras y, grande o pequeña, creo que logré meter mi alma en ellas. Ocuparon muchas horas de mi vida.

P. Y se van revalorizando. Pero quería hablarle, ya que mencionamos su matrimonio desgraciado, del divorcio por el que tanto luchó usted.

R. ¡Y con cuánta razón! Digamos que cuando yo salí de Almería, las mujeres estábamos en una situación de desamparo legal que hoy, con la evolución de la sociedad, resulta casi increíble. Cuando yo crecí, los hombres en España podían casarse con 14 años y las mujeres con 12. Comprenderá usted que aquello era absolutamente indecente. Además, en muchos casos con hombres taberneros y maltratadores, y era un crimen que pudiesen exigir la pureza, el candor, la inocencia de una niña, hombres muchas veces enfermos, degenerados y viciosos. Por eso yo me negué obstinadamente a ser la mujer de mi marido. Mi salud quebrada y el temor a tener más niños fueron mis pretextos para huir de Almería. Las muchachitas ya se sabe que son poco sensuales, y además aquello era un charco demasiado pequeño para mi ambición.

P. Y se mudó usted a Madrid.

R. A primeros de siglo. Aprovechando que uno de mis tíos era senador, llegué a mi primer pisito, que estuvo en la calle de Echegaray.

P. Y fue cuando comenzó su activismo en favor del divorcio.

R. No de inmediato. Yo empecé a trabajar en El Globo, y luego fui la primera mujer redactora de un periódico el 3 de enero de 1903; en esa fecha inauguré mi columna diaria en Diario Universal. Con ella me convertí en la primera periodista profesional. Fui la primera en entrar en las redacciones y tener una colaboración continuada. Y aunque fuese hablando de moda, como no podía ser de otra manera, muy pronto empecé a meter mis pildoritas políticas y, en cuanto me vi con fuerzas, lancé mi campaña contra el divorcio. Se me conocía, de hecho, como “la divorciada”, por mi circunstancia. Pero es que era un escándalo que hubiese hombres que, si se separaban, podían vivir libremente y a su gusto, y en cambio a ella podían meterla en un convento y casi hasta matarla.

P. Visto desde hoy, cuesta creerlo.

R. Ahora parece exagerado, pero en aquella época las cosas eran diferentes. Había más rescoldos calderonianos de los que cabe imaginar, y hasta recogidos en el Código. Tácitamente, todo marido que sorprendía a la esposa con su amante podía matarla con impunidad. No olvide que los jueces y jurados eran hombres y se ponían de la parte de ellos. Con el paso de los años se va olvidando, pero entonces la mujer tenía una clara inferioridad pedagógica, económica, cívica, política, conyugal y, si me apura, hasta penal. Se nos despreciaba en todo y por todo. Hasta por la estatura y el tamaño del cráneo, cuando ha habido pequeños geniales que han sobresalido en todas las esferas como Napoleón, Goethe o Larra; y cuando está más que comprobado que Voltaire no tenía un tamaño craneal excesivo, sino más bien lo contrario. Lo importante son las conexiones que se hacen dentro de ese cerebro.

P. ¿Las sinapsis?

R. Además, pronto se vio durante la Gran Guerra que las mujeres eran capaces de desempeñar cualquier oficio sin excepción, confirmando esa célebre frase de Voltaire: la mujer es capaz de todo lo que el hombre. El propio Lloyd George dejó claro que sin el esfuerzo de las mujeres nunca hubieran vencido los aliados.

P. Lo sucedido durante la guerra ayudó mucho a la causa.

R. Mucho. Pero ya antes había habido mujeres guerreras. Las cántabras cultivaban los campos en la paz y tomaban parte en la guerra junto a los hombres. Y no olvidemos las figuras de Juana de Arco, Blanca de Castilla en Francia; o Catalina de Aragón y la Monja Alférez; o las rusas y alemanas que combatieron con sus hombres en las últimas guerras. Eso por no hablar de las inglesas, pioneras en la lucha feminista. Ha habido en el último siglo una evolución brutal y en sintonía con el progreso de las sociedades. La condición de la mujer, se ha dicho siempre, es el termómetro de la civilización de un país. Se ha visto hasta en la moda. Mira que yo siempre eché en falta la conquista de los pantalones. Y hasta eso, me agrada constatarlo, se ha logrado.

P. Usted escribió mucho sobre cuestiones de moda, es cierto.

R. La moda nunca me pareció asunto baladí. Digamos que con tirabuzones, crinolina y miriñaque no se puede entrar en un tranvía, un automóvil o un aeroplano. En definitiva, había que cambiar esa imagen de la mujer como un sexo de anchas caderas, cabellas largos e ideas cortas, que decía Schopenhauer, la mujer de las tres kas de Guillermo II: kinder, küche, kirche (niños, cocina, iglesia); y hacer reformas de todo tipo. No olvidemos que en mi época el Código Civil declaraba más que implícitamente la minoría de edad permanente para las mujeres. ¡Si hasta el marido seguía siendo dueño del producto intelectual de su esposa! Quitando la República Argentina, que en 1926 reconoció la igualdad sin regateos, en los demás países hispanoamericanos la situación era dramática.

P. Y usted en las Cortes del año 1921 y en enero del 1927, ya como dirigente de la Liga Internacional de Mujeres Españolas e Hispanoamericanas, propuso al presidente de la comisión de códigos la igualdad de derechos civiles y la modificación de ciertos artículos.

R. Los más tremendos, sí. Aún lo recuerdo. Estaba el artículo 22 por el que una mujer perdía su nacionalidad al casarse con un extranjero; el 57 que decía que debía obedecer al marido; el 58, que trataba de su obligación de seguirle; el 60, que hacía que no podía comparecer en juicio sin autorización. Y el vergonzoso 438 que decía que si un marido sorprendía en adulterio a su mujer podía matarla sin más pena que el destierro. Yo luché contra todo aquello y preparé el camino para que el divorcio se aprobara con una encuesta que hice en el año 1904 y que ganamos apabullantemente, por 1462 votos a favor y 320 en contra. Y luego otra parecida en el año 1907 sobre el sufragio femenino, que desafortunadamente perdimos por 20.000 votos favorables y 30.000 en contra. Costó, pero las activistas como yo allanamos el camino para el reconocimiento del divorcio que finalmente se logró con la República. ¡Qué gran cosa, la República! Cuando llegó tuve la sensación de que se cumplían los grandes objetivos de mi vida y por fin España rodaba en el sentido que merecía.

Me dispongo a preguntarle sobre los dos hombres de letras que hubo en su vida, Larra y Ramón (es detalladísima la biografía que le dedicó a Larra) pero antes oigo el ruido de una conversación cercana. Entra un grupo en la Cacharrería y mientras me vuelvo hacia ellos, Colombine, con una tos, murmura: “Espere un momento”. Se levanta y pronto me encuentro a solas al pie del retrato de la Pardo Bazán. Sin poder evitarlo pienso que entre todos estos retratos falta, claramente, el de la señora Carmen de Burgos. Si alguien se lo ha ganado a pulso, es ella. Cuenta el periódico El Sol que sus últimas palabras, antes de fallecer, en octubre del año 1932, fueron: “Muero contenta, porque muero republicana. Les ruego a ustedes que digan conmigo: ¡Viva la República!”. Murió de madrugada en su casa de la calle de San Bernardo y se la enterró en el cementerio civil un día de lluvia fina. En la comitiva iban los principales políticos e intelectuales y, entre ellos, Clara Campoamor, que pidió que Madrid le pusiera su nombre a una calle. Si la memoria no me falla, la tiene desde hace no demasiado tiempo en el distrito de Villaverde.

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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